N.º 56

JULIO-AGOSTO 2008

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LA DONCELLA DEL BOSQUE

Por Mónica Navarrete Galván  

  

  

K

erel, un joven cazador de una aldea al norte de Eliseis, había abandonado su pequeño pueblo para salir a recorrer el mundo en busca de fortuna. Tenía ya noventa años y estaba harto del oficio que ejercía en su pueblo. Era un dockalfar, un ser de una raza de piel muy clara y cabello negro. Kerel era alto y fuerte. Se había criado entre los bosques rodeado de criaturas salvajes a las que había amaestrado él mismo. Entre sus hazañas contaba la de haberse enfrentado con unos monstruos llamados quimeras, que venían del sur.

   
      

 

Kerel, un joven cazador de una aldea al norte de Eliseis, había abandonado su pequeño pueblo para salir a recorrer el mundo en busca de fortuna.

Imagen de la Autora.

   

Kerel se había dirigido al norte, y ahora llegaba a Argent, la ciudad donde nacía el río Lunar. Por las montañas, en cuyo valle se asentaba el pueblo, crecía una frondosa floresta. Este bosque había permanecido deshabitado durante siglos y nadie se atrevía a cruzarlo para llegar por las montañas a la llanura de Lun.

El rumor de que un oscuro secreto mantenía a la gente lejos de la espesura había llegado a oídos de Kerel y, por contrato del alcalde del pueblo, se disponía a explorarlo.

—Frente a los agudos sentidos de los de tu raza, no hay nada que pueda —le dijo el primer edil—. Si eres capaz de averiguar lo que le sucede al bosque, te recompensaré con todas las riquezas que sea capaz de ofrecerte. Ni que decir tiene que la fama y la gloria te esperan tras tu misión.

Así que, tras llenar de víveres su mochila —por si se perdía, claro está, pues estaban empezando a inquietarle los chismorreos de la gente—, se dirigió hacia las montañas donde se extendía el Bosque de Argent. Era aún de día y la aventura prometía nada más comenzar.

Justo al llegar al final del camino del pueblo y empezar a avanzar por los límites del bosque, encontró a una anciana que parecía descansar sobre una roca, tras haber estado recogiendo leña para caldear su casa por la noche. Era de la raza que predominaba en esa zona, una silvana, pariente de los faunos. Al verle por aquel lugar, tan inmerso en el bosque, le dijo:

—¿Cómo es que no temes cruzar el Bosque de Argent? ¿No sabes que está encantado?

—¿Encantado? —se mofó el alfar—. Venga, vieja, no me entretengas con tus tonterías. Me habían dicho que el bosque encerraba un secreto, no que estuviera “encantado”. ¿Así lo has llamado, no? —dijo sin dejar de reír.

—No ocurre nada durante el día, muchacho imprudente —continuó diciendo la silvana, irritada por la actitud del alfar—, pero sí durante la noche. Al oscurecer, cuando las sombras inundan el bosque y los animales se ocultan en sus madrigueras, aparece la Doncella del Bosque.

—¿Quién es esa “doncella”? —preguntó Kerel, ahora intrigado por la historia de la vieja.

—Nadie lo sabe —repuso la silvana moviendo hacia delante y hacia atrás sus orejas de chiva como si tal cosa. De repente, sus largas orejas pararon en su balanceo y rígidas quedaron hacia delante, dándole a la silvana un aspecto más inquietante si cabía. Indicó a Kerel que se acercara—. Pero, si alguien la encuentra, jamás vuelve a salir de este lugar. La Doncella del Bosque se lo lleva con ella para siempre.

Kerel, que era muy valeroso o, mejor dicho, un alocado —típico de su edad—, no hizo el menor caso de las advertencias de la silvana. Siguió adelante por la espesura sembrada de abetos, y, cuando se dio la vuelta para ver si la anciana seguía en la piedra, se dio cuenta de que había desaparecido.

   

      

De repente, una voz le hizo volver a la realidad.

Imagen de la Autora.

 
   

Sin darle importancia al extraño suceso, siguió ascendiendo las montañas hasta que llegó a un manantial; era el lugar donde nacía el río Lunar. Había una cueva cuyo interior parecía brillar y de la que surgía el caño del claro líquido. Las aguas refulgían sobre los guijarros del fondo, que le daban al torrente el aspecto de ser de plata fundida. A orillas del manantial crecían unos árboles que desentonaban con el resto del bosque: nueve manzanos de grandes y apetitosos frutos. Un cisne nadaba en la laguna que formaba el manantial.

Kerel se quedó maravillado y se carcajeó del miedo que tenían los aldeanos al bosque. Pensó que si unos cuantos de su raza lo habitaran, seguramente sería un hermoso jardín.

Estaba anocheciendo. La plateada luna, que asomaba sobre las copas de los árboles, empezaba a brillar con más fuerza. Kerel no lo notó mucho con sus ojos de alfar, pero las sombras se iban adueñando de la zona.

—El lugar perfecto para acampar —se dijo Kerel—. Agua a un palmo de distancia y fruta con sólo alargar la mano.

Sacó un poco de pan y queso de su bolsa y empezó a comerlo distraído. Después tomó unas manzanas, que lavó en aquellas cristalinas aguas, y sacó una pequeña flauta y empezó a tocarla por puro aburrimiento. En ese punto, algo llamó su atención en extremo: los árboles habían comenzado a gemir en el momento justo en que él había cogido las manzanas.

—Tengo que ir buscándome un compañero de aventuras —se dijo el alfar—. Es aburrido estar solo. Además, un brazo diestro con la espada no me vendrá mal para complementar mi destreza con la ballesta…

De repente, una voz le hizo volver a la realidad.

—¿Quién anda ahí? —preguntó tensando su ballesta.

Al ver que era una de las aves del lago la que le hablaba, exclamó:

—¡Eh! ¡Pero si sabes hablar! ¿O es que soy yo quien te entiende? —exclamó al tiempo que dejaba el arma junto a su pierna.

—Soy la ninfa del lago —le dijo el cisne—. Vivo aquí bajo esta forma. ¿Qué te propones al pasar la noche aquí?

—Averiguar qué es lo que pasa en este lugar. Me pagarán bien si lo descubro —le hizo saber el alfar. Distraídamente cogió la flauta y siguió con la dulce melodía.

—¡Insensato! ¿Acaso has perdido el juicio? —exclamó la ninfa-cisne—. ¡Y encima has comido las manzanas de los árboles!

—¿Qué pasa con las manzanas? —gruñó.

—Nadie puede comerlas. Sobre ellas hay un conjuro que hace que el que las muerda quede para siempre dormido. Si te quedas aquí tras haberlas tocado, morirás. ¡Aléjate inmediatamente antes de que se haga de noche, ahora que todavía estás a tiempo!

—¡Bah, otra que dice que este bosque está “encantado”! —rezongó Kerel, muerto de risa—. No voy a morir por haber comido una manzana y haber bebido de un manantial. Creo que lo hacéis para que nadie pueda disfrutar de este maravilloso lugar.

—Te lo he advertido —dijo el cisne, que se alejó nadando, y, tras alcanzar el centro de la pequeña laguna, cambió su forma de cisne a la de una mujer, que se fundió con el agua.

La luna comenzó a reflejarse sobre las aguas del lago. Las ondas plateadas, que empezaban a arremolinarse, brillaron con un extraño fulgor. Kerel, como predijo la ninfa del lago, se quedó dormido, sin poder hacer nada por evitarlo. Sus brazos perdieron las fuerzas; intentó correr, pero le fallaron las piernas. Se desplomó contra el manzano y perdió lentamente la consciencia...

Tras un sonoro burbujeo, las aguas argénteas se abrieron y una delicada figura surgió de las profundidades. Las aves nocturnas empezaron a ulular asustadas y huyeron de su presencia. Era una hermosa joven, de una extraordinaria belleza. Sus cabellos se desparramaban broncíneos en sus hombros y llegaban más allá de la cintura; sus ojos eran como dos esmeraldas. Dos alas blancas coronaban su hermosa cabeza y dos pares más se abrían a su espalda. Cubierta por una sencilla túnica plateada, sostenía un pequeño mochuelo de plumaje pardo.

Era difícil discernir su raza; alta como para ser una alfar o una ninfa —si tuviera alas de mariposa, podría haber sido un hada—, su cabello metálico la hacía no pertenecer a ninguna ellas. Sea como fuere, la Doncella del Bosque tenía una luz en los ojos que desvelaba haber existido desde hace muchos años pero que la cuenta se detuvo en la flor de su vida, tenía un aire inmortal.

La mujer advirtió enseguida la presencia del joven alfar dormido. Se acercó a él y vio los restos de las manzanas que había comido. Tenía que cumplir su tarea. ¡Pero este joven era tan hermoso...! Y parecía estar tan solo como ella. Se inclinó junto a él y le acarició el rostro, distraída...

El mochuelo de su mano comenzó a ulular. La Doncella del Bosque apartó la mano de la mejilla del joven haciendo caso a su ave y retrocedió unos pasos. ¡No debía mostrar compasión con él!

El efecto del sueño mágico acabó y Kerel se despertó sobresaltado. Contempló a la mujer que tenía delante de él y se quedó maravillado.

   
      

 

—Me resignaré —dijo la Doncella del Bosque con lágrimas en los ojos, que adquirieron un tono aún más brillante—, pues no quiero salvarme sacrificando la vida de otros.

Imagen de la Autora.

   

—¿Cómo te has atrevido a pasar aquí la noche? —preguntó la Doncella del Bosque, abatida por lo que tenía que hacer—. ¿Acaso no te han advertido del peligro que corrías si probabas las manzanas?

—Sí —respondió Kerel embelesado—. Pero no creo que tú puedas hacerme el menor daño. Eres demasiado hermosa.

—Te equivocas —dijo la doncella—. Puedo hacer el bien, pero también mucho mal... Mi misión ha sido desde siempre custodiar el lago y los manzanos. Ya que has desobedecido las advertencias de la guardiana del lago, te convertirás en uno de ellos.

Dándose cuenta del peligro que corría, Kerel quiso huir, pero de nada le valió. El mochuelo que la Doncella del Bosque llevaba en la mano desplegó las alas y dijo una palabra mágica. En ese instante, al alfar se le hundieron los pies en el suelo, sus brazos se transformaron en ramas, los cabellos en hojas, su piel se fue cubriendo de corteza...

—Ya hay diez manzanos —le dijo la joven al mochuelo—. ¿Por qué tiene que suceder siempre así? Estoy cansada de infligir tanta maldad...

El mochuelo, que era un espíritu que había tomado esa forma para custodiarla y vigilar que cumpliera con su cometido, le dijo entonces:

—Laknanar. No debes mostrar piedad ahora… Ya casi ha acabado todo… Volverás a casa.

—Fui castigada por desobedecer a los dioses que estaban por encima de mí, pero yo siempre cumplí con mi deber, hasta aquella vez...

Kerel asistía a aquella escena sin que fuera capaz de intervenir. Aún su corazón palpitaba bajo la corteza.

—A las apsaras no les está permitido intervenir en el destino de los mortales —dijo el mochuelo—. Por eso fuiste castigada.

—¡Jamás haría eso! —se quejó la doncella—. Todos lo sabían. Esa mentira fue sólo una excusa. Nirûr me amaba, y quería que correspondiera a su amor. Un día me entregó una manzana de oro con la que podría tener igual poder que él... y convertirme en su esposa. Yo me negué en rotundo y, tras montar toda aquella farsa..., ¡me enviaron aquí, a custodiar este bosque!

»Hasta que no haya tantos manzanos como dedos hay en tus manos, quedarás atrapada en ese mundo” —me dijo—. Ahora, cuando los hombres vengan a este bosque queriendo verte, ¡no podrán jamás tocarte! Si yo no te tengo, no te poseerá nadie. Porque por mi voluntad aquí, te digo, estúpida apsara, que quedarán convertidos en árboles.

¡Y estoy tan sola...! —se lamentó la joven—. ¿Cómo podré escapar de mi maldición? —le preguntó al mochuelo—. Me sentiría aún más maldita al ser libre a costa de otros… —bajó la cabeza y suspiró—. Tú tienes el poder de devolverlos a su verdadera forma. ¡Hazlo, por favor!

—¿Sabes a lo que te expones…y a lo que me expongo yo? —preguntó a la apsara inmortal—. Si doy libertad a los hombres convertidos en manzanos, tú tendrás que volver al fondo de la cueva del lago, envejecerás y morirás, y tu espíritu jamás regresará a Arunor.

—Me resignaré —dijo la Doncella del Bosque con lágrimas en los ojos, que adquirieron un tono aún más brillante—, pues no quiero salvarme sacrificando la vida de otros.

»¡Dioses que habitáis en las tierras verdes de Arunor! —imploró—. Mostrad vuestra compasión conmigo. Yo nunca os he pedido nada; siempre os he servido. Jamás falté a mi deber. He sido humillada y condenada por un delito que no cometí. ¡Por favor, tened piedad de mí!

   

      

Sus ojos eran ahora más oscuros, más acuosos, más reales. Acarició el rostro de Kerel con amor, como había hecho antes de que se transformara en árbol y lo besó con ternura.

Imagen de la Autora.

 
   

Esta súplica conmovió a Ameb, la sagrada Diosa de la Compasión, que, tomando la forma de un ruiseñor, descendió a la tierra de los mortales y con su pico tocó cada árbol. Al instante, todos lo jóvenes volvieron a su forma original, tal vez hasta más hermosos que antes. Huyeron en distintas direcciones, excepto Kerel que se quedó donde estaba.

Laknanar seguía en pie, con el mochuelo en su pálida mano. Empezó a sentir cómo languidecía, cómo iba perdiendo sus fuerzas, al tiempo que sus plumas iban desprendiéndose como si fueran las hojas de un árbol. Pero Kerel, guiado por el impulso de su corazón, corrió hacia ella, la abrazó y la besó.

—¡Escúchame, no volverás a estar sola! —le dijo a la apsara celestial—. Acompáñame en mi camino.

Laknanar, la Doncella del Bosque, comprendió que ya no volvería a estar sola. No sería una diosa, pero sería feliz con un mortal. Abrió los ojos, y miró a Kerel con su nueva vista. Sus ojos eran ahora más oscuros, más acuosos, más reales. Acarició el rostro de Kerel con amor, como había hecho antes de que se transformara en árbol y lo besó con ternura.

La oscuridad fue desapareciendo del bosque. El sol comenzó a bañar las hojas de los árboles. Las aves comenzaron de nuevo a trinar como no lo habían hecho desde hacía años.

Kerel fue acompañado por Laknanar hasta el pueblo de Argent. La joven parecía una alfar; las alas habían desaparecido, el color volvió a su piel. Grande fue la sorpresa del alcalde al ver vivo al joven alfar, al que ya creía desaparecido o muerto.

—Yo cumplo mis promesas —dijo el edil sonriendo—. Dime lo que más desees y te lo concederé.

—No quiero más de lo que ya tengo —le respondió y miró a la Doncella del Bosque—. Bueno... —dijo ante la mirada insistente del alcalde y la de todo el pueblo, que se había congregado alrededor—. Quiero un lugar donde podamos vivir tranquilos el resto de nuestros días. No pediré más.

  

  

  

MÓNICA NAVARRETE GALVÁN (Málaga, 1987) estudia la diplomatura de Maestro en Educación Primaria en la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad de Málaga. Aficionada a la mitología, al dibujo y a la lectura de novelas de aventura y fantasía, escribe e ilustra sus relatos desde los ocho años. Actualmente escribe en su tiempo libre relatos fantásticos inspirados en el mundo que ha creado y del que tiene ya varias sagas. Ha sido galardonada con diversos premios por sus relatos y dibujos a nivel escolar e instituto. Tiene varias páginas personales donde muestra sus trabajos literarios y artísticos originales bajo el nombre deLegendario Tir na n'Og”. Recomendable su visita.

  

  

  

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Año VII. Número 56. Julio-Agosto 2008. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides.  Copyright © 2008 Mónica Navarrete Galván. © 2002-2008 Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga.

    

    

  

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