N.º 55

MAYO-JUNIO 2008

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PENITENCIA

Por Roberto Attías  

  

  

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l salón tenía quinientos metros cuadrados, lleno de luces fijas y móviles manejadas por un experto en efectos especiales. El sistema de sonido envolvente era el más avanzado del medio, hacia sentir al oyente que era trasladado a un plano superior. El palco estaba elevado a un metro del público, al cual se accedía a través de un grupo de pequeños escalones. El pulpito estaba enclavado en el centro del promontorio, estaba totalmente enchapado con laminas de bronce pulido que aparentaba una brillante barra de oro. Desde este lugar, el orador parecía emerger como de una crisálida, vestido con un traje plateado del cual pendían pequeños brillos que hacia reflejar ases de luces en todas direcciones. Sobre el fondo, una pantalla gigante mostraba una cascada de agua imponente que parecía salpicar todo el lugar. A la derecha y a la izquierda del predicador, grupos de  mujeres con el cabello teñido de rojo y largas túnicas blancas tarareaban a coro suaves melodías que hacían de relleno a las pausas de sermón. Desde el techo, un rayo gigantesco de luz dejaba caer la bendición del Altísimo sobre el pastor. El piso estaba forrado con una alfombra gruesa que daba la sensación de estar pisando sobre nubes, dos amplias filas de butacas con un generoso pasillo al medio que finalizaba en una urna inmensa con forma de cántaro. Era un adorno particularmente bello para que todos pudieran depositar sus limosnas y jugosas contribuciones. Las paredes oscuras y las largas cortinas que cubrían las ventanas hacían que toda la atención se fijara al frente del recinto.

   
     

   

Cada día de reunión, el predicador tenía un sermón inquisidor con el cual asediaba a los presentes. Poseía un grupo de apoyo que investigaba a los fieles y clasificaba a cada uno por sus pecados más aberrantes y ocultos. El pícaro religioso los visitaba en sus casas antes de cada reunión para les comentaba el tema que iba a tratar y los invitaba a sentarse en la primera fila. En esa oportunidad les expresaba las necesidades del templo y de la ayuda que esperaba de la congregación. Luego, se retiraba y esperaba los acostumbrados resultados desde su puesto.

Cuando terminaba la disertación, invitaba a todos los presentes a arrepentirse públicamente y a pagar a la colectividad con una ofrenda de gran valor que tuviesen en ese momento como penitencia por la falta cometida o serían amarrados a las dos argollas que estaban sujetas al los lados del púlpito y azotados públicamente. Nunca necesitó golpear a nadie para conseguir el dinero. Todos iban con sus ahorros, con préstamos que conseguían en los bancos, o vendiendo propiedades, autos o joyas. Este sistema era costoso, pero daba frutos magníficos y nadie se quejaba, pues sólo los que podían conseguir el dinero eran visitados; los pobres, con sólo declararse arrepentidos, eran perdonados.

Luego de la reunión que se realizaba cada cuatro días, se servía un generoso refrigerio a la canasta servido por el grupo juvenil que, además, hacía obras comunitarias y solicitaba colaboración por la ciudad. La organización era completa y cada tiempo el emprendimiento comercial se completaba más, tanto que, al cabo de dos años, contaba con venta de ropa, de materiales para la construcción, vigilancia domiciliaria, guardería, y, fuera del ejido municipal, poseía una ladrillaría y una casa de descanso para la tercera edad en un extenso terreno con grandes huertas y árboles frutales, servicio que se podía contratar con planes de financiación.

Al entrar en el salón donde se realizaban las reuniones religiosas, se podía apreciar a cuatro guardias pulcramente vestidos con sus trajes oscuros y sus equipos sofisticados de comunicaciones, que daban la grata sensación de seguridad a los presentes y al principal de la comunidad religiosa, que, junto con su esposa e hijo de dieciocho años, recibían a los feligreses. El comienzo de cada servicio lo hacía con la misma monótona frase: “Todos, de alguna forma, deben hacerse responsables de sus pecados y acciones degradantes contra sí, contra su familia o la comunidad con la que cohabita, para que sus almas estén a salvo del infierno o pagar de la forma apropiada”. Luego de una pequeña pausa, reanudaba el oficio con el sermón, que el del martes pasado fue la gula, y comenzó así: “La gula es el deseo desordenado por el placer conectado con la comida o la bebida. Este deseo puede ser pecaminoso de varias formas: comer o beber muy en exceso de lo que el cuerpo necesita, y consumir bebidas alcohólicas hasta el punto de perder control total de la razón. La intoxicación voluntaria es un pecado mortal cuando la gula por las bebidas alcohólicas comporta imprudencias temerarias y comportamientos erráticos a causa de la ingestión irresponsable. En Navidad nos inclinamos a comer y a beber en exceso, pero un buen cristiano se apega a la moderación y se convierte en un virtuoso apelando a su templanza. Creo que hay cientos de personas que pasan la Navidad de otra manera, y sé también que parte del dinero que invertimos nosotros en bebidas alcohólicas para estas fechas podríamos utilizarlo en ayuda de colaboración con todos los pobres, trayendo donaciones al templo, que es hogar del espíritu colectivo”. Muchos de los presentes fueron tocados con este tema y, a causa de esto, importantes valores ingresaron.

A medida que explicaba y oraba a viva voz, en medio del acto teatral, reía, lloraba y aplaudía, y, por momentos, caía de rodillas con los brazos y la mirada en alto, con lagrimas en las mejillas, suplicante, en una puesta en escena magistral. Todos los sermones estaban poblados de largas pausas, gritos y ademanes hasta concluir su actuación, momento en que sus colaboradores lo llamaban el enviado de la nueva era, el azote del pecado terrenal y otros muchos títulos acordes al papel que ejercía, aunque en su vida privada tenía muchas falencias, que en el círculo íntimo toleraban ya que éste era bueno en su labor, pero, cada día, sus actitudes se acrecentaban y ponía en peligro toda la organización.

Hoy es sábado, está parado frente a todos con su libro abierto sobre el pulpito dorado y majestuoso, esbozando una agradable sonrisa hacia la concurrencia mientras expresa la alegría de ver nuevos hermanos que hacían presencia en el recinto donde el mayor del grupo fue invitado a sentarse en la primera fila, y con claridad dio a conocer el tema de hoy, la lujuria: “Es el deseo desordenado por el placer sexual. Los deseos y actos son desordenados cuando no se conforman al propósito divino, el cual es propiciar el amor mutuo de entre los esposos y favorecer la procreación. El pecado de la lujuria es el apetito desordenado de los deleites carnales, lascivia o libertinaje. Hay personas adictas al sexo, a la pornografía y casos graves como los pederastas. Pero los virtuosos son vencedores a través de la castidad, con la cual logran dominar los apetitos sexuales que tanto denigran al hombre”.

Cuando concluyó el servicio y todos se prestaban a retirarse del lugar, un anciano recién llegado se incorporó y, mirando fijamente al pastor, preguntó si alguien tenía algo de qué arrepentirse. Como recibió un gran silencio como respuesta, repitió la pregunta mientras hacía una señal con su mano, lo que hizo que los de la ultima fila que habían llegado con él redujeran a los guardias desprevenidos y trancaran la puerta principal. Seguidamente, cuatro de ellos subieron al escenario y amarraron al pastor a las famosas argollas del promontorio brillante que hacía de pulpito y destruyeron su ropa dejándolo de rodillas y con el torso desnudo, entre verdaderos sollozos y una mueca de estupor. El viejo que encabezaba al grupo preguntó por tercera vez y solicitó el arrepentimiento del pecador, pero nadie emitió ni una sola palabra.

Acto seguido, abrieron la puerta e hicieron ingresar una silla de ruedas visiblemente destrozada y con numerosas manchas de sangre en el tapiz. Entonces, el anciano giró sobre sus talones y se enfrentó a la multitud expectante, y, luego de una larga pausa conteniendo la pena y las lagrimas, explicó que estos hierros retorcidos era lo que quedaba de la silla de su hijo, que había sido atropellado por el orador la semana pasada cuando conducía al anochecer su camioneta 4x4 en total estado de ebriedad y acompañado por una conocida dama de conducta inmoral por las inmediaciones de su casa, atravesó la bocacalle raudamente y cruzó con el semáforo en rojo al tiempo que el muchacho también lo hacía. Luego de impactar contra la silla, huyó del lugar y lo abandonó a su suerte, que fue morir desangrado por falta de pronta atención.

La indignación se apoderó del lugar, todos se pusieron de pie en silencio. El sexagenario subió y se colocó al lado del sollozante pastor, que suplicaba su perdón a gritos y juraba no volver a hacerlo, levantó el brazo armado con su bastón y descargó un golpe seco sobre la espalda desnuda de éste. Seguidamente dejó caer el elemento al suelo y se dirigió a la salida. Todos los presentes comprendieron que eran responsables de completar el castigo, algunos por puritanismo y otros por rencor; lo cierto es que antes de retirarse todos del lugar, el pecador había pagado su falta con lo único que tenía de gran valor para ofrecer en ese momento como penitencia, su vida.

  

  

  

ROBERTO ATTÍAS (Fontana, Chaco, Argentina, 1955). Cultiva tanto la poesía como la prosa y su creación literaria ha sado galardonada en numerosas ocasiones. Una muestra de su creación literaria puede encontrarse en su blog personal ROBERTO ATTÍAS.

    

  

    

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Año VII. Número 53. Enero-Febrero 2008. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides.  Copyright © 2008 Roberto Attías. © 2002-2008 Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga.

    

    

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