N.º 55

MAYO-JUNIO 2008

1

   

  

  

  

ALPHABETI ULTIMA LITTERA

Por Juan Antonio Barros  

  

  

Nous conduisons la grande dance,

La seule où chacun ait son tour,

Et nul ne peut, tant soit-il lourd,

Ne suivre pas nostre cadance.

  

  

S

í. Hoy he sabido que mi vuelta en la danza está más próxima de lo que imaginaba. No tengo miedo. Desde la ventana puedo ver, abajo en la calle, los signos de la vida: vehículos relucientes como luciérnagas, amas de casa que regresan de la compra, muchachas sonrientes, saludables, que dentro de pocos años serán tal vez madres o amantes, eficientes doctoras, qué sé yo. Lo miro desde mi habitación de hospital. Pienso que me gustaría abrir la ventana, notar el aire fresco otra vez, el sol.

El médico vino hoy más temprano que de costumbre. No había reparado antes en lo mucho que se parece a mí mismo cuando todavía era joven. Me miró desde detrás de sus lentes de concha de tal modo que no hicieron falta las palabras. Luego hizo un comentario trivial. No le presté atención. Creo que esperaba que yo respondiera algo. No estoy seguro. Ahora pienso que debería haber contestado. Antes no me preocupaban esas cosas. La enfermedad ha exacerbado mi sensibilidad. En fin, eso ya no tiene remedio.

 

 

       

 

 

Ayer no recibí visitas. Francamente, me alegré de que así fuera. Tenía dolor de cabeza y era agradable permanecer acomodado en la butaca sin tener que hablar, sin tener que responder, sin tener que pensar siquiera, mirando sencillamente las cosas tras el cristal de la ventana.

He dejado de escribir en el diario. Para qué. No creo que tenga sentido. Nadie puede comprender lo que yo siento. No se puede comunicar el dolor, el miedo, la rabia. Además, siempre me pareció un poco obsceno transmitir mis sentimientos, convertirlos en espectáculo, arroparlos incluso con las ridículas galas de la poesía. Ya, de pequeño, me lo decían. Este niño es demasiado introvertido. Se lo guarda todo dentro. Y eso no es bueno. A lo mejor no. De todas formas, cada uno es como es. Y no creo que el mal me haya ganado la partida por eso. No. No tiene nada que ver.

Ya se escucha acercarse por el pasillo el carrito con la merienda. La enfermera es muy simpática. Es la única persona que me sigue tratando igual que antes de los resultados. Por eso espero este momento con algo parecido a la ilusión. Desde el primer chirrido amortiguado, muy lejos, en el ala opuesta de la planta, hasta que se abra la puerta de mi habitación, transcurre media hora. Minuto más o menos. El café es muy malo, pero da igual. No es más que café.

Así pues, me quedan aún treinta minutos de silencio, de blanda soledad. Es agradable porque sé que, transcurrido ese modesto lapso de tiempo, ella girará el pomo de la puerta y entrará con la bandeja de la merienda. Me mirará a los ojos como a un amigo, como a un compañero, como a una persona. No como a un enfermo terminal.

  

  

Certum est quod morieris, et incertum

quando aut quomodo aut ubi, quoniam

ubique te mors expectat.

  

A esta hora, la penumbra invade la habitación y llena el aire de una extraña complicidad. Hace calor, la calefacción está siempre demasiado fuerte. Sin embargo, se adivina un frío cortante en la calle.

Recuerdo que hace unas semanas miraba la cartelera de espectáculos en un diario y pensé que quería ver cierta película. La crítica era alentadora. Pensé que era mejor esperar un poco para no tener que soportar las colas en la taquilla. Entonces no me parecía un problema. Sólo tenía que aguardar. Creía disponer de un tiempo ilimitado para ir al cine, para pasear, para visitar un monumento que me espera desde hace muchos siglos, que seguramente ya no podré ver nunca.

Por extraño que parezca, ahora me siento como si acabara de nacer. No quiero acordarme de los años que se fueron. En realidad es como si sólo hubieran pasado unos pocos minutos de existencia. Apenas puedo recordar más de cuatro o cinco atardeceres contando el de hoy. Apenas conservo la imagen de un cielo estrellado en una noche de agosto. Apenas unos ojos quietos en los míos. No. Los números no me sirven para comprender lo que he dejado atrás. Tengo la impresión de que hablar de veinte años es caer en las trampas de la memoria, dejarse llevar por una corriente plácida, engañosa. No ha podido pasar tanto tiempo. ¿O sí? A lo mejor es que no estoy dispuesto a echar cuenta de nada. Qué más da. Al fin y al cabo estoy en mi derecho. Sólo sé que moriré. Lo demás es retórica.

  

  

Ce sera ton ultime ivresse,

L'ivresse du vin de la Mort.

  

Siempre hace demasiado calor. Anoche tuve fiebre. Una enfermera pinchó en la goma del suero una jeringuilla. No tardé en quedarme dormido. En mis sueños veo un muro construido con enormes bloques de granito. Puedo moverlos con gran facilidad, como si no pesaran nada. Caen lentamente uno tras otro. Pero en ese instante comprendo que realmente son pesadísimos. No puedo dejar de mover aquellos bloques ciclópeos. Siento una angustia infinita. Por fin no es preciso ningún esfuerzo, ni siquiera el contacto de mis manos. Los cubos se precipitan entonces impulsados tan sólo por mi pensamiento.

Cuando era pequeño y caía enfermo, me sucedía algo parecido. A lo mejor eran esferas en lugar de bloques cúbicos. Esferas gigantescas que resbalaban por una pendiente y se acumulaban, una sobre otra, formando una espantosa muralla que me oprimía el pecho y me golpeaba las sienes hasta que la fiebre remitía.

Ahora me parece que aquello era como una borrachera. También lo de anoche. Como un veneno dulzón que adormeciera los sentidos despacio, muy despacio, quizá para siempre. Lo podía sentir: notaba cómo se deslizaba cada gota a través del tubo y entraba en las venas. Yo no podía hacer nada. No podía detener la caída de los bloques sobre mis párpados semicerrados. ¿O eran esferas?

  

  

Alphabeti ultima littera

  

Hoy he escrito una carta importante. No quiero marcharme sin dejar resueltos mis asuntos. Nada importante, pero hay que cuidar los gestos. Después de todo, los demás lo merecen. Cuando he escrito la última letra sobre el papel con la estilográfica que ella me regaló por nuestro aniversario, he experimentado una paz infinita. Ahora todo está en orden.

 

 

      

 

 

El doctor ha vuelto esta mañana. Me ha dicho que me envía a casa. En su voz no había jovialidad. En realidad era la misma voz de siempre, fría, carente de modulación y de sentimiento. Yo he escuchado en silencio. Sé exactamente lo que significa esa decisión.

Le enfermera que me sirve la merienda cada tarde se ha entretenido hoy algo más de lo habitual. Sólo entonces me he percatado de que en mi taza había un excelente café de Colombia. Se me han saltado las lágrimas. A ella también. Entonces he recuperado durante unos minutos una imagen que daba por perdida en los sótanos de la memoria. Con creciente nitidez se han reconstruido sobre un escenario de naufragio el viejo aparador con su gran espejo sobre la piedra de mármol, las pobres sillas de anea, el quicio de la puerta sin puerta, tan sólo una humilde cortina, la ventana sobre el ala del tejado cubierto de jaramagos. También las lluvias torrenciales de aquellos tiempos. Y la imagen de una mujer reflejada en la luna del mueble renegrido. Era hermosa. Muy hermosa. Entonces, mirando a aquella enfermera que perdía un poco de su valioso tiempo conmigo, que me traía un café que era un pequeño milagro en aquella triste sala de hospital, he comprendido que esta mujer era de algún modo aquella otra que mi memoria conservó inmovilizada frente a un espejo antiquísimo.

No tengo prisa. Pronto regresaré a casa. Será grato reconocer de nuevo los ángulos familiares de los objetos, los mandos de los grifos, los brazos del sillón, los pomos de las puertas. Será grato volver, aunque sólo sea por algún tiempo. Después de todo, cualquier espacio de tiempo es una forma de eternidad. Ahora lo sé. Debo aprender a respirar otra vez, sin urgencias, sin angustia. Cada cosa sigue su camino. Yo también.

  

  

Llueve. Yo había olvidado casi la lluvia. Y es hermosa. Hace muchos años era un fenómeno relacionado con relatos sobrenaturales. Luego es como si hubiera olvidado que puede llover así, igual que ahora lo hace, a raudales, horas y horas. Lluvia, la de entonces. Como cuando la riada reventó los puentes y se los llevó en volandas en busca de un mar tan lejano. Hubo después una época en que llovía todas las tardes. A las cinco en punto. Bueno, más o menos. Entonces el mundo era distinto. Más grande, más limpio. A lo mejor, por la lluvia. Uno podía sentarse por la noche en el escalón de la puerta para conversar con la gente. Se compartía todo: la alegría, el dolor, el misterio, la ilusión. Para bien, para mal, no se estaba solo. Luego se acabó. Llegó la sequía y con ella la desolación. Las calles antiguas se despoblaron para siempre. Los niños se hicieron mayores y olvidaron. En los escalones creció la hierba y las piedras que el uso no había desmoronado fueron reducidas al polvo por la soledad. No, ya nada es igual.

Esto no es un ejercicio deliberado de nostalgia. Viene a propósito de la lluvia que sigue cayendo afuera. Que seguirá cayendo seguramente toda la noche. O, lo que es lo mismo, que seguirá cayendo por toda la eternidad.

  

  

  

JUAN ANTONIO BARROS JÓDAR (Granada, 1959) es licenciado en Filosofía y un enamorado de las letras y la música, y, como tal, ha cultivado el verso, el relato breve y, ocasionalmente, la crítica musical. Es autor de dos libros de poemas y algunas narraciones. Ha publicado también diversos artículos y colaboraciones literarias en revistas y otras publicaciones.

    

  

    

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Año VII. Número 55. Mayo-Junio 2008. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides.  Copyright © 2008 Juan Antonio Barros Jódar. © 2002-2008 Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga.

    

    

PORTADA

 

TÍTULOS PUBLICADOS