LA FUNCIÓN

 

 

Por Enrique J. Martínez Llenas

  

  

 

N

unca sabré sus nombres, como tampoco nada más sobre sus vidas, con excepción de los tristes hechos que tuve el desgraciado privilegio de presenciar. Sólo sé que tres certeras cuchilladas asestadas con despiadada saña bastaron para que ella se convirtiera en asesina, él en cadáver y yo en un lamentable despojo psicológico.

Todo comenzó una soleada mañana de otoño, al poco rato de levantarme de una buena noche de descanso. El aroma a café y a pan recién tostado impregnaba la cocina de mi piso. Tenía un hambre de lobo, y aún no estaba del todo despierta. Mientras me desperezaba, estirándome hasta casi sentir dolor en cada una de mis coyunturas, miré distraídamente por la ventana hacia el otro lado de la avenida y contemplé azorada una grotesca escena que se desarrollaba en un balcón del edificio de enfrente.

   
      

 

Él logró casi contenerse, pero, de forma inesperada y repentina, levantó su mano derecha y descargó de revés un violento cachetazo sobre la mejilla de ella.

   

Un hombre y una mujer, ambos ya ancianos, se disputaban con violencia la posesión de algo que parecía ser una escoba. Tironeaban cada cual para su lado y parecían estar gritándose entre ellos. Alarmado, el vecino más próximo se asomó por la ventana para investigar qué sucedía. Ellos no repararon en él y continuaron su pelea sin hacerle ningún caso. En un momento dado, agotados por el esfuerzo, dejaron caer al suelo el implemento, pero sin abandonar la discusión. Ella, mesándose el pelo con insistencia, se sentó en una silla que había a un lado. Duró poco en esa postura; enseguida, impulsada por un resorte invisible, volvió a levantarse y se acercó a él señalándolo agresivamente con un dedo. Él logró casi contenerse, pero, de forma inesperada y repentina, levantó su mano derecha y descargó de revés un violento cachetazo sobre la mejilla de ella. Luego, sin hablar ni volver a mirarla, se dio la vuelta y, acodado sobre la barandilla, encendió un cigarrillo. La mujer se tomó la cara por un momento y luego dejó caer los brazos al lado del cuerpo. Volvió a sentarse en la silla, sin decir nada más. Sin previo aviso, él arrojó el cigarrillo con brusquedad y giró el cuerpo mirándola fijamente, sin hablarle. Aun a la distancia era perceptible la tensión; parecía haber una invisible pared de cristal interpuesta entre ellos, que el más mínimo movimiento pudiera hacer estallar. La violencia acumulada se descargó cuando él se dio vuelta y, semiagachado, entró en la casa apartando con brusquedad una sábana amarillenta y sucia que, colgada delante de la puerta de separación entre el balcón y la sala, ocultaba la persiana enrollable de madera, inclinada y seguramente atascada, a media altura.

Al quedarse sola, la anciana escondió la cara entre las manos y, con los codos apoyados en los muslos, comenzó a balancearse de atrás hacia adelante, sacudiéndose cada tanto en espasmos, seguramente de llanto. Así permaneció un rato hasta que, ya más calmada, se enderezó, se arregló la falda y entró, con gesto de resignación y cansancio, apartando también la sábana, que parecía ser el telón de ese improvisado escenario.

Quedé profundamente perturbada por la violenta escena y por esa mujer en especial, que tenía además algo que me removía antiguos y escondidos recuerdos.  No pude evitar pasarme el resto del día mirando furtivamente hacia el edificio de enfrente.

Por la noche llegó Carlos, mi marido, y le conté lo sucedido. No le dio demasiada importancia, como era lo más lógico; él no había presenciado la escena, y tampoco podía explicarle mis sentimientos con claridad, ya que ni siquiera los comprendía yo misma. Hizo lo único útil: no habló, y me abrazó con tanta ternura que me confortó y me devolvió, en un momento, algo de la serenidad que había perdido.

En las semanas siguientes tuve tantas ocupaciones que casi me olvidé de los ancianos. Aun así, esporádicamente miraba hacia el balcón, ansiosa por ser testigo de otro incidente. Parecía que hubieran decidido poner fin a la representación, pues no volvieron a mostrarse.

Lo que más me disgustaba y perturbaba, además de la fuerte violencia de la escena, era no haber podido distinguir con claridad los rostros de esos ancianos con claridad; la distancia los había transformado en fantasmas borrosos. Pero estaba dispuesta a tener paciencia: vivíamos en el mismo barrio, por lo que algún día nos veríamos con seguridad desde más cerca.

Espiándolos por las noches, descubrí otro hecho revelador, que contribuyó a completar mejor la imagen que intentaba formarme de ellos por todos los medios a mi alcance: no había luces encendidas en su piso, excepto una, en la ventana de la cocina, pero tenue y de efímera duración. ¿Serían tan pobres que ni siquiera podían darse el lujo de gastar en electricidad? No me era posible saberlo, pero probablemente, debido a su edad, contarían solamente con una miserable pensión, con la que apenas podrían sobrevivir y que sería otro factor de peso para generar la situación que había presenciado.

El primer encuentro cara a cara se produjo de forma imprevista, en el portal de su edificio, mientras yo aguardaba a que la madre del alumno al que iba a dar clase me abriera la puerta, y confirmó mis suposiciones con respecto a su nivel económico. Él salió primero, sin reparar en mí, y bastante rápido a pesar de una ligera cojera que yo no había detectado antes. Cuando pasó por mi lado, sentí un olor desagradable, espeso y rancio, mezcla de tabaco, sudor antiguo y ropa poco lavada. Su cara era como un cuero ajado y viejo; no demostraba nada salvo el estrago que habían hecho muchos y probablemente poco felices años.

La aparición de ella me erizó la piel como una sacudida eléctrica. Tenía también un vago olor a ropa vieja, disimulado bajo un empalagoso y barato perfume a jazmín y sus ropas estaban muy pasadas de moda, además de abrillantadas por el roce. Me cedió el paso de manera obsequiosa y casi servil. Lo que me atrajo de forma irresistible fue su cara cuadrada,  seca y delgada, con la boca deformada en una mueca que, bajo la apariencia de una sonrisa amable, revelaba en lo profundo la más honda desdicha que yo jamás había visto. Con todas mis fuerzas logré sobreponerme al impacto, le agradecí el gesto y la dejé pasar primero. Se fueron sin hablarse y caminando separados.

Mi clase fue un fracaso. La terminé como pude, diciendo que no me sentía bien y fui a refugiarme a mi casa. Preparé la cena y lavé un poco de ropa, pero, apenas llegó Carlos, no pude más y lloré con desconsuelo y tristeza. Él, otra vez, me abrazó con cariño hasta que pudo controlar mi angustia. Finalmente, conseguí dormirme y descansar un poco, pero al día siguiente descubrí que ya no era la misma; estaba triste y acongojada. Comencé a pasar horas y horas mirando obsesivamente por mi ventana hacia ese balcón, esperando día tras día que se repitieran nuevas escenas de esa función de marionetas humanas que tenía cautivos todos mis sentidos.

La segunda y última vez que se cruzaron nuestros caminos fue una tarde gris, lluviosa y con un viento inclemente, una nueva ocasión en que iba a dar clase a mi alumno de ese edificio. Antes de llegar, ya de lejos las luces del auto policial me anunciaron que algo grave estaba sucediendo. El gentío, sin inmutarse por la lluvia, se agolpaba frente al portal para tratar de tener una mejor visión del acontecimiento. Hice un esfuerzo sobrehumano para pasar, abriéndome camino entre el mar de paraguas con impiadosos empujones y codazos, y conseguí ubicarme en primera fila. Entonces, con las gotas resbalándome por la cara, asistí al acto final de nuestra íntima y perversa función. Esta vez ella salió primero, con las manos esposadas y ensangrentadas y la cabeza levantada hacia el cielo encapotado. Caminaba escoltada por dos policías, muy despacio, su cara mojándose con la lluvia, y totalmente ausente del caos que se había generado a su alrededor. Enseguida apareció detrás de ellos una camilla, con un cuerpo enfundado en una bolsa de plástico que fue rápidamente introducido en una ambulancia. Cuando volví la mirada otra vez hacia ella, lo que tanto tiempo había estado esquivando mi conciencia emergió por fin sin ningún freno. Fue una revelación terrible y al mismo tiempo maravillosa. La cara de la anciana se transfiguró súbitamente en la de mi amada abuela Azucena, el aciago día en que encarcelaron a mi abuelo por matarla de una paliza. Yo, una niñita de apenas cuatro años, junto con mi madre, la encontramos en el piso de su habitación muy quieta y sin respirar, con el rostro amoratado por los brutales golpes, pero con una sonrisa calmada y enigmática, como la de una Gioconda, que la hacía parecer contenta de poder dejar de sufrir. Una sonrisa idéntica a la que hoy mostraba el mojado rostro de mi desconocida vecina, que irradiaba una enorme calma y paz interior, mientras era conducida por entre la gente, que la veía pasar con la muda sorpresa que todos sentimos ante el proceder inexplicable de alguien a quien creemos conocer y saludamos a diario y que de pronto, con un solo acto, se nos revela como lo que es: un extraño que convive a nuestro lado.

  

  

  

ENRIQUE J. MARTÍNEZ LLENAS, argentino de origen y también con nacionalidad española, ejerce la Medicina en Valencia desde el año 2002. Ha comenzado a escribir muy recientemente y de forma autodidacta, en donde ha encontrado un medio para expresar todo lo que pasa por su imaginación y que él necesita para su desarrollo personal.

   

   

  

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Año VII. Número 54. Marzo-Abril 2008. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides.  Copyright © 2008 Enrique J. Martinez Llenas. © 2002-2008 EdiJambia & Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga.

    

    

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