JULIO-SEPTIEMBRE 2015  

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POR QUÉ EL PUERCOESPÍN TIENE PÚAS

   

Por José Antonio Molero

   

  

LOS CAMBIOS QUE ha experimentado el mundo a lo largo de su historia han ido afectando también a todos los seres vivos que lo pueblan. Con el paso de los años, los habitantes de la Tierra se han ido acomodando a las nuevas circunstancias geológicas, modificando ellos, a su vez, su anatomía hasta puntos increíbles, incluso han variado también en número. Este acontecimiento ya está presente, en forma de leyenda o de creencia, y desde hace mucho tiempo, en las culturas más arcaicas, cuya tradición se encarga, al igual que ocurre en nuestra cultura, de transmitir de generación en generación.

Pues bien, cuenta una tradición del pueblo chippewa [1] que hace mucho tiempo, cuando el mundo era joven, los puercoespines [2] no tenían púas. Un día, un puercoespín salió de su cobijo en busca de algo que comer al amparo de la espesura del bosque. Cuando husmeaba entre unos matojos, un oso que merodeaba por allí buscando miel se lanzó de improviso sobre él, intentando acabar con su vida. Avisado el puercoespín por su instinto de pervivencia, esquivó por un milagro el primer zarpazo, salió corriendo y trepó a la copa de un árbol con la velocidad de un rayo, salvando así la vida.  

Al día siguiente, la necesidad de buscar sustento le obligó a salir de nuevo a pesar de su temor al peligro que le acechaba. Nada más empezar su colecta, una zarzamora se abre a su vista cuajada de sus lustrosos frutos. Pero, al tratar de coger una mora, las púas de la planta le negaron su fruto, pinchándole el hocico. Curioso y extraño a la vez. Un arbusto estaba protegiendo su fruto con una suerte de ganchos punzantes.

Tuvo entonces una idea. Partió unos sarmientos bien pertrechados de púas y se los puso en el lomo, sujetos con algunos pelos, a modo de carga. Acto seguido, se fue al bosque y aguardó al oso.

No se hizo esperar el gigantesco animal. Cuando el oso saltó sobre su víctima, el pequeño animal se enroscó sobre su vientre como una pelota y tornó su lomo directamente hacia el agresor, al tiempo que sacudía su cuerpo una y otra vez lanzándole sus pinchos. El oso tuvo que irse pues las espinas le pinchaban demasiado.

Nanabozho [3], que había presenciado lo ocurrido oculto tras maleza, se presenta al momento y llama al puercoespín.

—¿Cómo sabías esa treta? —le pregunta.

—¡Siempre que salgo por comida, mi vida corre peligro por culpa del oso! —le  responde el puercoespín—. Por eso, cuando he visto lo que me hacían esas espinas, he pensado que podría usarlas en mi defensa.

Nanabozho cogió entonces varias ramas de espino blanco y les quitó la corteza hasta que apareció lo blando de su médula; puso a continuación un poco de barro en el lomo del puercoespín y fue clavando una a una las espinas en aquel barro, como si todo ello formase parte de la piel del animal.

—Ahora vete al bosque— le ordenó. Nanabozho no dijo ni una palabra más. El puercoespín obedeció, volvió a internarse en el bosque ante la mirada atenta de aquel ser mitad hombre, mitad espíritu, que se ocultó tras un árbol.

De inmediato, apareció un lobo; saltó sobre el puercoespín, pero, al momento, salió corriendo y aullando de dolor. En ese momento llegó el oso, que, al ver la escena, recordó lo que le había ocurrido a él  y siguió su camino alejándose un buen trecho del puercoespín. Tras su dolorosa experiencia, no había cosa que temiese más que a esas espinas.

La noticia del poder de las púas corrió por el bosque como el fuego avivado por el viento, y de ese bosque pasó a otros bosques, hasta que todos los animales la conocieron. Desde entonces, todos los puercoespines tienen púas.

  

                   

                   

  

PARA SABER MÁS

1 Los pueblos chippewa. Descubierto el nuevo continente en 1492, los jesuitas franceses fueron los occidentales que contactaron, por vez primera, con los chippewa. Ocurría esto en torno al año 1600. En realidad, la cultura chippewa no la constituía una única tribu, sino varias, por eso que sea más acertado hablar de tribus o de pueblos chippewa. Su hábitat se extendía por casi todo el NO de América del Norte, desde las Montañas Rocosas a la bahía del Hudson, y el actual Estado de Virginia por el sur.

Gracias a estos religiosos, los chippewa confraternizaron pronto con los colonos franceses que ocupaban lo que hoy es Quebec (Canadá), con los cuales entablan relaciones comerciales consistentes en la venta de pieles, e, incluso, muchos de estos aborígenes contrajeron matrimonio con mujeres francesas.

En más de una ocasión, los chippewa ayudaron a los franceses en sus guerras contra los ingleses por el predominio colonial en América del Norte. Durante la llamada Revolución Americana, los chippewa apoyaron a los británicos en su intento de sofocar la revuelta de los colonos angloamericanos, de quienes recelaban desde hacía tiempo a causa de las continuas incursiones que estos perpetraban en sus tierras con ánimo de apropiarse de ellas.

Una vez constituido como país independiente del Imperio Británico con la firma del Tratado de París (1783), Estados Unidos llegó a firmar con los pueblos chippewa y otras tribus del Medio Oeste, entre 1785 y 1867, hasta 44 tratados, la mayoría de los cuales relacionados con el respeto a la propiedad de tierras pertenecientes a los indígenas.

Como cabía esperar de un Estado que aspiraba a convertirse en potencia mundial de primer orden, los tratados fueron incumplidos casi todos ellos por los diferentes gobiernos norteamericanos, dando lugar a que las tribus indígenas se vieran obligadas a ir renunciando, de manera continuada, a sus tierras y zonas de caza a favor de los colonos, y a recluirse en unos terrenos áridos e improductivos y sin apenas ganado —las llamadas reservas—, que los gobiernos americanos fueron creando conforme iban expropiando las tierras a los nativos. Muchas fueron las veces, sobre todo a partir de 1862, en que estos  pueblos, indignados por el latrocinio de que estaban siendo objeto, declararon la guerra a Estados Unidos, en todas las ocasiones sin otro resultado que una segura derrota a causa de la disparidad de fuerzas enfrentadas.

  
                                       
 

Jefes chippewa.

 
  

En 1794 tuvo lugar un hecho luctuoso que constituyó un precedente en las tensas relaciones entre los aborígenes y Estados Unidos, cuando el general Anthony Wayne, tras una revuelta de los chippewa a causa del incumplimiento de un acuerdo, logra vencerlos cruentamente en la batalla de Fallen Timbers. El “Loco Anthony” como así era conocido ese general por su falta de escrúpulos y la forma irreflexiva con que llevaba a cabo sus campañas— fue el primero de una larga lista de militares estadounidenses (George A. Custer es otro ejemplo lamentable) que no tuvieron el menor escrúpulo a la hora de emplear con saña su sanguinaria máquina de guerra frente a las tribus nativas, en inferioridad de condiciones.

 Conforme iban siendo derrotados, los chippewa eran conducidos, bajo la vigilancia de tropas  del gobierno, a la reserva que previamente se les había asignado, en donde vivirán confinados y apartados de la civilización, con la excepción de algunos movimientos y traslados por algunas tribus a otros sitios más fértiles, hasta que, en 1934, de acuerdo con el Acto de Reorganización Indio, algunos grupos fueron reconocidos como naciones de pleno derecho y confederas a los Estados Unidos. En la actualidad, los que aún viven según su cultura de las nueve tribus algonquinas constituyen una población aproximada a las once mil personas, hoy se ve reducida, casi por igual, a las provincias de Quebec y de Ontario, de Canadá, y a Wisconsin y Minnesota, en Estados Unidos.

Con respecto a sus creencias, cabe decir que el pueblo chippewa constituía una cultura muy espiritual y la religión que profesaban tenía caracteres animistas. Todas las tribus reconocían un único dios, Manitú, y su idea de la creación tiene mucho de panteísta, pues creían en una fuerza misteriosa (el alma) que estaba presente en todos los seres vivos (hombres, animales y plantas) y no vivos (las cosas), razón por la cual todos los seres de la creación deben ser respetados por tratarse de almas consagradas.

Los chippewa tenían la creencia de que la parte espiritual, una vez acaecía la muerte, se iba hacia el oeste, a una tierra de verdes prados, poblada de muchos animales de caza, y allí, el espíritu de la persona fallecida disponía de todo lo que pudiese querer y necesitar en esa otra vida.

Sin embargo, presentaban algunas diferencias entre ellos; así, por ejemplo, las tribus chippewa del norte creían en que el espíritu de los fallecidos iba a visitar con frecuencia la tumba en que estaba enterrado, cosa que dejaba de hacer cuando el cuerpo queda convertido en polvo.

Los chippewa no tenía un lugar concreto para el culto a su dios, aunque los arroyos, los ríos y los bosques eran sitios muy elegidos para sus ceremonias religiosas.

  

(Gregorio Doval Huecas, Extracto de Breve historia de los indios norteamericanos,  Ed. Nowtilus, Madrid, 2009).

  
                                       
 

Escena de la batalla de Fallen Timbers, librada entre los chippewa y el general Anthony Wayne, acertadamente conocido por el “Loco Anthony”.

 
  

2 El puercoespín es un mamífero roedor nocturno que habita en el norte de África, de unos 25 cm de alto y 60 de largo, con cuerpo rechoncho, cabeza pequeña y hocico agudo, cuello cubierto de crines fuertes, blancas o grises, y lomo y costados con púas córneas, blancas y negras en zonas alternas.

(DRAE, 1.)

3 También conocido como Naanabozho y Nanabozhoo en la tradición de los pueblos algonquinos, es un héroe mitológico de la cultura de los chippewa. Algunas versiones lo presentan como hijo de padres humanos, aunque otras dicen que tuvo por padre al viento. Encarna las cualidades humanas y las sobrenaturales, reflejando su vínculo entre las personas y su creador. La parte humana heredada lo predispone a sufrir hambre y dolor físico, pero la parte sobrenatural le da poderes para producir los vientos y las lluvias, hablar con los animales y las plantas, y matar a los malos espíritus. Una de las historias que se conocen de él refiere cómo este legendario ser mitad dios mitad hombre engañó a los animales del bosque durante una gran hambruna para que le dejaran a él y a su familia los alimentos del bosque. Otra cuenta cómo castigó al bisonte, colocándole una joroba en el lomo, y a los zorros, condenándolos a vivir en los fríos suelos por haber destruido nidos de pájaros.

  

(George CATLIN, Los indios de Norteamérica, José de Olañeta, Editor,  Palma de Mallorca, 1994).

   

   

      

    

José Antonio Molero Benavides (Cuevas de San Marcos, Málaga, 1946). Diplomado en Maestro de Enseñanza Primaria y licenciado en Filología Románica por la Universidad de Málaga. Es profesor de Lengua, Literatura y sus Didácticas en la Facultad de Ciencias de la Educación de la UMA. Desde que apareció su primer número, está al frente de la dirección y edición (en su versión web) de GIBRALFARO, revista digital de publicación trimestral patrocinada por el Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura de la Universidad de Málaga.

   

   

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Trimestral de Cultura. Sección 3. Página 7. Año XIV. II Época. Número 89. Julio-Septiembre 2015. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2015 José Antonio Molero (Compilación y Redacción). © Las imágenes, extraídas a través del buscador Google de diferentes sitios o digitalizadas expresamente por el autor, se usan exclusivamente como ilustraciones, y los derechos pertenecen a su(s) creador(es). Depósito Legal MA-265-2010. © 2002-2015 Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga.