N.º 72

MAYO-JULIO 2011

15

  

  

  

   

  

   

   

EL CID VELA POR BURGOS

  

  

Por José Antonio Molero

   

   

«El Cid y sus vasallos     cabalgan con gran prisa.

La cara del caballo     tornó a Santa María;

alzó su mano diestra,     la cara se santigua:

"¡Loado seas, Dios,     que cielo y tierra guías!

¡Válganme tus virtudes,     gloriosa santa María!

Tengo airado a mi rey,     me marcho de Castilla;

no sé si entraré aquí más     en todos mis días.

¡Vuestra virtud me valga,     Gloriosa, en mi partida,

y me ayude y me socorra     de noche y de día!

Si Vos así lo hiciereis     y la ventura me fuese cumplida,

haría a vuestro altar     mandas buenas y ricas;

y con Vos quedo en deuda     de hacer cantar mil misas.»

      

(ANÓNIMO: Poema de Mío Cid, Cantar I, 12)

  

   

  

EL PEREGRINO SE HABÍA extraviado. El camino a Santiago de Compostela parecía haberse difuminado entre las quebradas de aquellas tierras solitarias.

Quería entrar en Burgos antes de la anochecida, pero el sol fue más raudo y las sombras de la noche le habían ocultado los senderos con su negro manto.

Desde un otero podía vislumbrar las mortecinas luces de la ciudad, pero no quiso aventurarse entre zarzas y ortigas, con riesgo de caer por uno de los muchos barrancos que horadaban aquel desolado terreno.

Allí, al arrimo de una encina, pasaría la noche y, a la mañana siguiente, con el alba, continuaría su camino a Santiago.

Al poco, en un acto providencial, un pastor de ovejas merinas que apacentaba el ganado por aquellos pagos llegó hasta el sitio donde estaba el romero, con quien compartió el vino y el queso que llevaba en las albardas.

Al calor del fuego, los dos hombres conversaron apaciblemente.

Hablaba el pastor de su rebaño y si era tiempo de esquilar, o si el queso estaba bien curado, o si aquellos montes eran propios para el pastoreo.

El peregrino narraba sus aventuras en Puente de Reina y en Logroño, y decía cuántos deseos tenía de visitar el Papamoscas de Burgos, Frómista, León, Astorga y Ponferrada, y llegar al fin a Santiago para abrazar al Santo Apóstol.

A pesar del vino y la amena conversación, el pastor se mostraba intranquilo y, de tanto en tanto, miraba a un lado y a otro como buscando algo.

Quiso el peregrino saber si tenía temores o había alguna cosa que le infundiera miedo. El buen hombre contestó que precisamente aquella noche no era buena para estar en el campo porque era la Noche de Difuntos, y afirmaba haber oído hablar de apariciones extrañas y de livianos espectros fantasmales pululando por aquel lugar, cerca del monasterio de Fresdelval.

Aunque el romero era tan supersticioso como su acompañante, para darse ánimos a sí mismo y tranquilizar a su contertulio, dijo:

—¡Ea, buen hombre! Sobreponed vuestro espíritu, que todo eso no es más que cuentos de viejas. Remojemos el gaznate con un tanto de vino y ahuyentaremos nuestros temores.

No había acabado aún de pronunciar estas palabras cuando los dos pudieron oír el trote de un caballo avecinándose tras unos cercanos matorrales. ¿Quién podría estar cabalgando a horas tan intempestivas? Pensar en una respuesta coherente les helaba la sangre.

Giraron el rostro y pudieron ver la silueta de un caballero sobre su corcel. El fulgor de las llamas de la fogata centelleaba en el duro metal de su armadura y dibujaba nítidamente los pulidos hierros de la espada y la lanza.

El pastor y el peregrino se agazaparon junto a la lumbre y observaron con terror que el brioso caballo dirigía sus pasos en línea recta hacia ellos. Era un imponente ejemplar y las penumbras de la noche parecían envolver sus luengas crines.

Sin duda, caballero y caballo eran fantasmas: no cabía duda de que eran almas en pena que vagaban en la Noche de Difuntos por aquel solitario paraje, buscando, quizás, una paz que les había sido negada en vida.

El espectro se detuvo impasible ante ellos sin levantar la celada de su yelmo para dar a conocer su rostro. De repente, aquel guerrero de fiera silueta volvió grupas y, espoleando a su cabalgadura, remontó el collado y fue a situarse en lo alto de la loma.

Los finos destellos de la luna recortaban como un todo la figura de jinete y caballo en la cima del otero. Allí estuvo un buen tiempo, como si estuviera observando la ciudad de Burgos.

El pastor y el peregrino comprendieron, por los gestos del caballero, que una suerte de triste melancolía embargaba aquel alma errabunda.

Al poco, tiró de las riendas y, veloz como el viento, se dirigió al otro extremo del cerro, desde donde podía vislumbrar toda la extensión de las tierras de Castilla. En ese lugar permaneció también sin moverse y con el gesto sereno.

De nuevo volvió atrás y se quedó mirando la ciudad de Burgos y sus aledaños. Su penetrante mirada se deslizó celosa de uno a otro lado, todo le pareció conforme y comenzó a bajar por la cuesta en donde nuestros amigos estaban sentados observando expectantes tan extraña conducta.

El misterioso caballero pasó junto a ellos y, sin descubrirse, se detuvo un instante.

—Recordad que yo, don Rodrigo Díaz de Vivar, velo por Burgos y por Castilla.

La voz sonó como un trueno que rompe el silencio de una tranquila noche, dejando a aquellos hombres tan aterrados que apenas pudieron susurrar un lastimero «¡Dios nos valga!».

El caballero partió enseguida e inició su descenso hacia el páramo por un barranco, y la quietud más absoluta se adueñó de la escena.

El pastor y el peregrino apenas podían dar crédito a lo que habían visto. Estaban sumidos en el más terrible de los espantos.

A la mañana siguiente, los dos hombres se desearon la paz y emprendieron diferentes caminos.

El pastor volvió a su pueblo y contó el suceso maravilloso que le había acaecido, asegurando que el Cid iba la Noche de Difuntos a aquel lugar para asegurarse de que Burgos aún estaba allí y de que Castilla continuaba siendo tan hermosa como siempre, que el mismísimo don Rodrigo Díaz de Vivar así se lo había dicho.

También el peregrino bajó a Burgos y contó la misma historia por los mesones y en posadas de la ciudad.

—Y cada Noche de Difuntos —no cesaba de afirmar enfervorecido al concluir su relato—, Mío Cid sube a aquel otero y vigila sus tierras de Castilla, y vuelve otra vez al collado para admirar su ciudad, su Burgos, y así pasa toda la noche. Y si queréis comprobarlo, id... id allí y lo veréis.

   

              

              
 

Mío Cid sube a aquel otero y vigila sus tierras de Castilla, y vuelve otra vez al collado para admirar su ciudad, su Burgos, y así pasa toda la noche.

 

   

   

     

     

 

José Antonio Molero Benavides (Cuevas de San Marcos, Málaga, 1946). Diplomado en Maestro de Enseñanza Primaria y licenciado en Filología Románica por la Universidad de Málaga. Es profesor de Lengua, Literatura y sus Didácticas en la Facultad de Ciencias de la Educación de la UMA. Desde que apareció su primer número, está al frente de la dirección y edición (en sus dos modalidades: web y CD) de GIBRALFARO, revista digital de publicación bimestral patrocinada por el Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura de la Universidad de Málaga.

    

    

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Bimestral de Cultura. Año X. II Época. Número 72. Marzo-Abril 2011. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2011 José Antonio Molero Benavides. © Las imágenes, extraídas a través del buscador Google de diferentes sitios o digitalizadas expresamente por el autor, se usan exclusivamente como ilustraciones del texto, y los derechos pertenecen a su(s) creador(es). Edición en CD: Director: Antonio García Velasco. Diseño Gráfico y Maquetación: Antonio M. Flores Niebla. Depósito Legal MA-265-2010. © 2002-2011 Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga.

  

  

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