N.º 58

NOVIEMBRE-DICIEMBRE 2008

14

   

GIBRALFARO

   

Aula de Literatura de Tradición Popular

FERNÁN CABALLERO

  

  

  

  

  

EL CRIMEN DE COÍN

  

Por Laura Flores Fernández

   

   

L

a historia que os voy a relatar ocurrió en Coín, un pueblo de la provincia de  Málaga que se halla en el centro del Valle del Guadalhorce y situado a 30 km de Marbella y 33 de Málaga. Por su equidistancia de la Costa del Sol, de Antequera y de la Serranía de Ronda, Coín ha constituido un punto estratégico en esta provincia andaluza a lo largo de toda la historia.

   
      

 

Ermita de Nuestra Señora de la Fuensanta de Coín. Se halla cerca de donde se encontraba la vivienda del anacoreta.

   

Por lo que interesa al caso, conviene saber que en la carretera de Coín a Monda, otro pueblo de la comarca, se alza la ermita santuario de la Virgen de la Fuensanta, la muy venerada patrona de la villa, enclavada a escasos metros del paraje donde aconteció el trágico suceso que motiva este relato.

Se tiene constancia escrita de que hacia el año 1892 vivió en Coín un sacerdote, de nombre Juan García Collet, cuya avanzada edad alcanzaba ya los 73 años. Entre todos los coineños tenía fama don Juan de santo varón y clérigo de gran temple y fortaleza, pues, por penitencia voluntaria, hacía vida de anacoreta en un molino que estaba a las orillas del río Pereyla, que, aunque muy próximo a la ermita santuario de Nuestra Señora de La Fuensanta, se trata de un lugar aislado, ya que se encontraba muy alejado del pueblo.

Para ayudarle en las labores cotidianas, el anciano ermitaño contaba con la ayuda, desde hacía seis años, de Antonio Barea Rojo, persona fiel y honrada hasta el punto de preocuparse más por los intereses ajenos que por los suyos propios. Por otra parte, dada su avanzada edad, el eremita había empleado para el cuidado del molino a una familia de jornaleros compuesta por Juan Porras Sánchez, apodado ‘el Espartero’; Francisca Villalobos Montes, la mujer de éste; los dos hijos del matrimonio, Juan y Manuel, y su sobrino Juan Bernal Palma, más conocido por el apodo de ‘el Guareño’, por ser natural de Guaro.

Juan Porras no se acomodaba a su condición de jornalero y sufría con poca resignación las penurias de su familia para sobrevivir con un salario mísero. Quería una solución inmediata. Necesitaba dinero para darle de comer a su familia y no le importaba tener que robar ni, llegado el caso, matar alguien si fuese necesario.

Con la llegada de las fiestas de Navidad, la pesadumbre de ‘el Espartero’ se acrecienta y concibe la idea de recurrir al robo. Reafirmado en su intención, comunica el plan a la familia y enseguida todos se ponen de acuerdo. Sólo les faltaba la elección de la persona a quien poder perpetrarlo. Consideran todas las posibilidades y llegan a la conclusión de que el robo les sería más fácil si lo llevaban a cabo contra una persona  anciana, que no viviese en el pueblo, que tuviese dinero y, sobre todo, si contaban con la complicidad de alguien cercano a la víctima.

La persona en la que incidían todas estas circunstancias era, indiscutiblemente, el sacerdote. Se trataba de una persona mayor, vivía alejado del pueblo y disponía en casa de cierto dinero, el procedente de las dádivas de los feligreses y las ganancias propias del molino. Sin embargo, Antonio Barea, el criado del sacerdote, se planteaba como un serio inconveniente al plan.

En los días previos al robo, Juan Porras ‘el Espartero’ notaba cómo los nervios se iban apoderando de su cuerpo sin que él pudiese nacer nada, así que decide hacer una visita al pueblo y tomar unos tragos de vino para tranquilizarse un poco. Pero, por voluntad del destino, una vez llegado al bar, se encuentra con Antonio Barea con una copa de tinto en la mano, quien, en un acto de liberalidad muy poco frecuente en él, lo invita a una ronda, y ambos se ponen a charlar amistosamente.

Los tragos se suceden y el caldo del tinto libera la lengua del criado, que comenta a ‘el Espartero’ que su amo no era bueno con él, que ya estaba harto y que lo único que le deseaba era la muerte. Al oír esto, ‘el Espartero’ vislumbra un cómplice en aquel individuo y, tras exigirle la mayor discreción, le pone al tanto de lo que pensaba hacer y de la facilidad con que podrían ejecutarlo si él, conocedor de las costumbres del viejo clérigo, se sumaba al plan. El criado, entusiasmado con la idea de echarse unos buenos cuartos al bolsillo, acepta. Acuerdan entonces que el mejor momento para llevar a cabo su propósito era a comienzos de enero, a eso de las 6 de la tarde. Para facilitar el acceso a la estancia del viejo ermitaño, Barea estaría a esa hora en el pueblo haciendo unos recados y no volvería hasta bien entrada la noche.

La mañana del 6 de 1893, el anciano preste había estado celebrando la misa conmemorativa de la Epifanía de Nuestro Señor con una nutrida participación de la feligresía y ya, al atardecer, se hallaba en su casa. Era el momento acordado.

   

      

Casa que habitaba el ermitaño. En ella tuvo lugar el crimen del anciano religioso.

 
   

Juan Porras y su familia, provistos de una vieja escopeta caza, dos navajas y un cuchillo de cocina, se deslizan por la pendiente de arriba como alimañas en busca de su presa. Llegan a casa del ermitaño, violentan la puerta de un gran empujón y sorprenden a su víctima entregado a unas plegarias vespertinas. El cura, desconcertado, se dirige a ellos y les pregunta por la razón de aquel atropello. Los malhechores nada responden. Con un empujón lo tiran al suelo, y lo atan sus pies y manos con fuertes ligaduras. Y sin el menor atisbo de compasión, disparan al pobre anciano un tiro en la boca, que le produjo la muerte instantánea.

Una vez consumado el horrendo crimen, saquean el cadáver y expolian la casa de cuanto tenía de valor. A continuación, colocan el cadáver en situación propicia para la inspección que se esperaba y, para confundir las pesquisas que se avecinaban, mueven y tiran algunos muebles y enseres, y esparcen por la macabra escena abultadas mochilas como indicio de que los autores del crimen eran unos contrabandistas.

Corren para su casa sin dilación, y allí se distribuyen el botín y celebran el éxito de su vileza con unas botellas de vivo. Para evitar cualquier sospecha sobre ellos, acuerdan primero qué responder si son interrogados y, acto seguido, dar parte a la Guardia Civil, cosa que echan a suerte. Le tocó a Juan, el hijo mayor de ‘el Espartero’.

De repente, el cielo se volvió de un manto gris oscuro, y ellos, viendo un mal presagio en aquella inusual penumbra, se echaron a temblar y a llorar. Mientras esto tenía lugar, el joven Juan Porras se hallaba de camino al cuartel de la Benemérita.

Daba la campana de la ermita el último toque de las doce cuando se oyen dos aldabonazos truenan en la puerta de la casa cuartel interrumpiendo el silencio de la villa en aquella noche tenebrosa y oscura. Juan Porras Villalobos, el hijo mayor de ‘el Espartero, entra y da parte al comandante de puesto de que el señor García Collet ha sido asesinado por unos mochileros.

Personado el Juez de Instrucción y Guardia Civil en la escena del crimen, encontraron al desdichado ermitaño García Collet, ya cadáver, en su dormitorio, sentado en una silla, vestido y en estado de rigidez cadavérica. Se le advirtió una herida en la boca, al parecer con desgarre, y chamuscada la piel del lado derecho de la cara. Sus vestiduras estaban manchadas con abundante sangre. A los pies del cadáver se encontraba una poza de sangre y, junto a ésta, un cordel ensangrentado con un lazo en uno de sus extremos. Entre las piernas del cuerpo, un pañuelo también ensangrentado.

El pueblo y la población rural de Coín, todo el mundo se conmociona al enterarse, a la mañana siguiente, de los pormenores de la tragedia. Nadie se explica cómo han podido ensañarse de aquella manera con un hombre viejo e indefenso.

Hacia el mediodía, Andrés Mateo, un jornalero que trabajaba y vivía en una finca cercana al santuario, se personó ante la Guardia Civil para declarar que, la noche del asesinato, había visto a Juan Porras en el camino que iba de casa del sacerdote muerto al molino, con manchas de sangre en la ropa. Contó a los guardias que se dirigía a la casa del sacerdote para venderle queso de oveja del que él y su familia hacían, como de costumbre, cuando vio a ‘el Espartero’ por el camino. Declaró también que en aquel momento pensó que ‘el Espartero’ bien podría venir de la matanza de un cerdo, costumbre tradicional en la zona en esa época del año.

   
         

 

Casa que Juan Porras 'el Espartero' tenía arrendada como vivienda al eremita.

   

Esa misma tarde, un sargento y varios guardias entran en el molino e interrogan a Juan Porras y su familia. ‘El Espartero’ da unas explicaciones que no convencen a los representantes de la autoridad y proceden a un primer registro de la casa. Y allí, en un viejo baúl de madera chapado de hierro, encuentran, además de ropa con restos de sangre, algunas de las cosas que habían robado en la casa del sacerdote. Eran las pruebas que necesitaba la Justicia para inculparlo de tan horrendo crimen.

‘El Espartero’ se ve acorralado y sin escapatoria, y, en un intento de disculpa, delata a Antonio Barea, pero la reputación de criado fiel y hombre honrado de que gozaba este individuo da lugar a que la Guardia Civil, al igual que el resto del pueblo, no les crea. Todo parecía apuntar a que Antonio Barea iba a escapar impune. Hasta que llega el mes de febrero.

Como siempre, un día del mes de febrero, la Virgen de la Fuensanta, patrona local, es llevada a la urbe de Coín para pasearla en solemne procesión por sus calles más céntricas, entre el repique general de campanas, vítores y aclamaciones. Durante el piadoso cortejo era costumbre hacer parar la imagen ante la puerta de la cárcel, para que la Santa Madre de Dios irradiase su infinita misericordia sobre los presos que hubiese expiando sus culpas. Allí se encuentran ‘el Espartero’ y su familia encausados como presuntos autores del sacrílego crimen del sacerdote.

Antonio Barea no había sido inculpado del asesinato; no obstante, un sentimiento de culpabilidad profundo había comenzado a atenazarle lo más íntimo de su ser. Y aquel día, la presencia de la milagrosa imagen frente a las rejas, el doblar de las campanas de la iglesia de San Juan y el clamor de la muchedumbre enardecida que esperaba en la plaza baja a la Señora hicieron que sus remordimientos le crecieran hasta un límite tal que el desdichado prorrumpió en sollozos. No pudiendo más con el peso de su culpa, pidió al alcalde que avisara al señor juez, que se personó al momento en el cuartel de la Guardia Civil y le tomó declaración respecto al macabro sucedido. Y así fue como Juan Barea, el último de los implicados, confesó, corroído por la culpa y los remordimientos, el crimen del que había sido cómplice voluntariamente.

Sometidos los inculpados a juicio sobre el sumario procesal, fue leída la sentencia, por la que se condenaba a muerte a Juan Porras Sánchez, Juan Porras Villalobos y Manuel Porras Villalobos. Juan Bernal Palma resultó condenado a cadena perpetua, al aplicársele el atenuante de confesión voluntaria con arrepentimiento.

Verdaderamente, ningún vecino de Coín comprendía ni logró comprender jamás el sentido de la saña con que cometió este crimen. Todos conocían y apreciaban a esta familia de ‘el Espartero’, familia humilde, pero buena y trabajadora, y todos querían al sacerdote, hombre bueno y sencillo, y a quien Francisca, la esposa y madre de sus asesinos, se sentía agradecida por el bajo alquiler de la casa y por quien profesaba gran admiración y profundo respeto.

  

Representación pictórica de crimen.

  

  

Laura Fernández Flores (Málaga, 1982) es diplomada en Maestro en Lengua Extranjera (Sección: Inglés). Realizó los estudios de Educación Primaria en el C. P. ‘Huertas Viejas’ de Coín y los de ESO y Bachillerato en el I. E. S. ‘Licinio de la Fuente’, también de Coín. Cursó los estudios de Magisterio en la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad de Málaga.

    

    

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Año VII. Número 58. Noviembre-Diciembre 2008. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2008 Laura Flores Fernández. © 2002-2008 Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga.

    

    

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