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VICTOR HUGO Y NOTRE-DAME DE PARÍS

   

Por Pedro J. Navacués Palacio

   

L

a más célebre novela del romanticismo debida a Victor Hugo [1], Notre-Dame de París, fue publicada en 1831, y en ella, además del conocido argumento literario en torno a la bella Esmeralda y al deforme Quasimodo, se perciben las primeras críticas serias a la acción del tiempo, pero, sobre todo, a la de los hombres, sobre los nobles monumentos de otras épocas: «Tempus edax, homo edacior», que el escritor reconoce traducir muy libremente como «El tiempo es ciego; el hombre, estúpido». Con esta corrosiva sentencia como telón de fondo, el escritor francés incluye en su novela un capítulo entero dedicado a la arquitectura de la catedral de París que habitualmente pasa desapercibido para el lector medio, más interesado por el atractivo de la delicada gitana, del jorobado campanero, de Frollo, Gringoire o de la anónima multitud que llena todos los huecos posibles de aquella escena humana, magistralmente concebida por el inmortal escritor.

  

LA INCOMPRENSIÓN REVOLUCIONARIA

   

Sin embargo, aquel capítulo, que podría haberse eliminado sin sufrir merma el interés literario de la obra, pues ningún personaje actúa ni ningún escenario concreto describe, es una de las más tempranas y sentidas defensas de la arquitectura medieval, más allá del mero esteticismo espiritual a lo Chateaubriand. La actitud de Victor Hugo es radicalmente distinta y moderna, pues le interesaba tanto la concreta belleza de Notre-Dame de París como su realidad histórica, sus cicatrices y conservación.

A nuestro poeta le preocupaban las actuaciones llevadas a cabo sobre la noble catedral que, según las palabras iniciales del prefacio, visitaba frecuentemente «con propósito de estudio», poniéndose de manifiesto desde el comienzo una actitud beligerante frente a la incomprensión del arte medieval. Así, en la primera página, critica la pintura dada al edificio (se había blanqueado enteramente en 1804, con motivo de la coronación de Napoleón) y censura el raspado de los muros «porque, de esta manera, se afean desde hace más de doscientos años las maravillosas iglesias de la Edad Media», experimentando «mutilaciones en todas partes, por dentro y por fuera. El sacerdote las embadurna, el arquitecto las rasca y el pueblo, finalmente, las derriba», como había sucedido durante el periodo revolucionario.

  
                                                 
 

Victor Hugo.

.(Besançon, Francia, en 1802 - París, 1885).

 
  

Desde esta perspectiva, en la que contempla la catedral mutilada por vía pacífica, bajo el reinado de los Luises y del Imperio, y por el vandalismo revolucionario de 1789, que la convertiría en Templo de la Razón, Victor Hugo hace una lectura crítica y sensata de aquella estupidez humana, que debería ilustrarnos para no seguir cometiendo los mismos errores en nuestros días y monumentos, como por desdicha sucede.

En el caso de la catedral de París, Victor Hugo fue señalando las cosas desaparecidas o transformadas, preguntándose al contemplar su fachada: «¿Quién derribó las dos filas de estatuas?, ¿quién dejó los nichos vacíos?, ¿quién ha labrado en medio de la puerta central aquella ojiva nueva y bastarda?, ¿quién osó encuadrar en ella aquella insulsa y maciza puerta de madera, esculpida a lo Luis XV, junto a los arabescos de Biscornette? Los hombres, los arquitectos, los artistas de nuestros días».

El escritor no está novelando nada, sino poniendo de manifiesto la irracional insensibilidad de aquellos arquitectos que, en su día, mutilaron la catedral bárbaramente, a pesar de su nombre y bien ganado prestigio en la arquitectura de su tiempo. Sea el caso de Soufflot, el deslumbrante autor del Panteón de París, pero ciego a la hora de intervenir en Notre-Dame, donde no dudó en destruir (1771) el parteluz de la portada principal, de la Portada del Juicio, con la escultura del Buen Dios bendiciendo, así como los delicados relieves de su dintel y tímpano, para abrir un hueco mayor, la “ojiva nueva y bastarda”, que permitiera pasar por allí con más comodidad.

  

LA GALERÍA DE REYES DE «JUDEA-FRANCIA»

  

Cuando Victor Hugo menciona las filas de estatuas derribadas y los nichos vacíos, se está refiriendo a la destrucción de las esculturas de las portadas de Notre-Dame y a las estatuas de la Galería de Reyes de su fachada principal, que casi todos pensaban, incluido el propio Victor Hugo, que eran los reyes de Francia, desde Childeberto hasta Felipe Augusto, pues así los habían interpretado eruditos y viajeros desde Bernard de Montfaucon (1729) hasta Thiéry, el autor de una conocida guía de París (1787). Lo curioso de esta salvaje destrucción es que, por una parte, aquellos no eran los reyes de Francia, sino los reyes de Judá [2], en clara referencia a la genealogía de Cristo, y, de otro lado, tan bárbara destrucción se hizo por decreto, es decir, no fueron las masas analfabetas que, ciegas de ira, se abalanzaron vengativamente sobre la catedral de París en 1789, no, sino que fue la ejecución de una orden dada por el gobierno municipal algunos años después.

  
                                                 
 

Catedral de Notre-Dame de París.

 
  

En efecto, esta acción necia y gratuita es hija de uno de los momentos más crueles del periodo revolucionario como fue el segundo. Terror que se inicia con la caída de los Girondinos, el 2 de junio de 1793, coincidiendo con el mayor peso en los círculos revolucionarios del ciudadano Chaumette, conocido como Anaxágoras, autor de incendiarios artículos antimonárquicos y anticlericales como el publicado en junio de aquel año en el diario Révolutions de Paris, bajo el título “Señales de la realeza a eliminar”. «Pronto, un republicano podrá andar por las calles de París —escribía Chaumette—, sin el riesgo de que hiera sus ojos la vista de tantos emblemas y atributos monárquicos, esculpidos o pintados sobre los edificios públicos, [...] sin duda no se olvidará de cortar la cabeza, al menos, a todos los reyes de piedra que sobrecargan la entrada de la iglesia metropolitana».

Dicho y hecho. La Comuna de París, en su sesión de 23 de octubre de 1793, aprobó la siguiente orden que, recogiendo una general condena anterior (1792) de las estatuas reales, decía: «El Consejo, informado de que, en menosprecio de la Ley, existen todavía en algunas calles de París monumentos del fanatismo (religión) y de la monarquía, ordena que, en ocho días, los góticos simulacros de los reyes de Francia que están colocados en la fachada de la iglesia de Notre-Dame sean derribados y destruidos, y que la Administración de obras públicas se encargue, bajo su responsabilidad, de la ejecución de la presente orden». (Journal de Paris, N.° 298).

Inmediatamente, un grupo de operarios, echando una soga al cuello de los reyes del Antiguo Testamento, fueron precipitando uno a uno las veintiocho esculturas sobre el atrio de la catedral, rompiéndolas en mil pedazos. A los pocos meses, con análogo proceso expeditivo, Robespierre enviaba a la guillotina a Chaumette. Las dañadas esculturas, tenidas siempre por monarcas franceses, fueron sometidas a distintos escarnios y sus cabezas, repartidas, hasta que, en noviembre de 1793, el célebre pintor Jacques-Louis David propuso levantar un monumento dedicado al pueblo francés, sobre el Pont Neuf, en forma de Hércules galo pisoteando aquellos restos mutilados de los reyes de Judea-Francia.

Esta idea no pasó del mero proyecto y Lakanal-Dupuget, hermano del singular Joseph Lakanal, miembro destacado de la Convención revolucionaria, se hizo con aquellas esculturas para utilizarlas como piedra en la cimentación de una casa que se estaba construyendo en la rue de la Chaussée-d’Antin, como recoge Fleury en su Historia de un crimen. Durante unas obras realizadas en 1977 en esta finca, los reyes volvieron a ver la luz del día y, recuperados, descansan actualmente, con mirada aún desconfiada, en una amplia sala del Museo de Cluny.

  

La fachada principal nos muestra una distribución en pisos y está dividida en tres puertas por el exterior, con lo que parece que tiene tres naves en vez de las cinco que presenta. Sobre la primera planta de las puertas aparece un friso con las estatuas de los reyes. Según algunos autores, idea que halló eco entre los revolucionarios franceses, serían los reyes de Francia; según otros, se trataría de los reyes de Judea, precedentes de Cristo, portadores de ramitas del árbol de Jessé en lugar de cetros. El friso sería destruido durante la Revolución francesa y restaurado posteriormente por Viollet-le-Duc.

  

UNA RESTAURACIÓN DEL DESASTRE

  

La publicación de Notre-Dame de París contribuyó, sin duda, a crear un estado de opinión generalizada a favor de la restauración de la catedral, que había vuelto a sufrir los efectos de la Revolución de 1830. El arquitecto Étienne Godde inició algunas obras de restauración, pero su honda formación neoclásica le impidió entender la arquitectura de Notre-Dame, convirtiéndose así en la diana de la acerada crítica de Didron y Victor Hugo hasta que fue separado de la catedral en 1842. Es entonces cuando, después de un concurso en el que perdieron los arquitectos Arveuf y Danjoy, entraron en escena Viollet-le-Duc y Lassus, a quienes se les confió el proyecto de restauración, aprobado definitivamente en 1845. Pienso que esto produjo contento en Victor Hugo, pues, por vez primera, unos conocedores del arte medieval abordaban la restauración de Notre-Dame de un modo global, desde la arquitectura hasta las vidrieras, con unos nuevos y esperanzadores criterios, aunque discutibles y entrañando ciertamente nuevos peligros.

El hecho es que Victor Hugo no pudo conocer la acción emprendida por estos arquitectos, pues su largo destierro lo alejó de París en 1851. Es fácil imaginar que, a su regreso, en 1870, se acercaría con emoción a Notre-Dame, cuyas obras se dieron por terminadas en 1864, para contemplar en su fachada la estatuaria neogótica concebida por Viollet-le-Duc y labrada por un nutrido equipo de escultores, entre los que sobresalieron Geoffroi-Dechaume, Fromanger, Chenillion, Michel-Pascal y Toussaint, firmando este último el nuevo dintel y tímpano de la Puerta del Juicio, en 1856.

Al igual que la arquitectura, la escultura fue “restaurada en estilo”, es decir, Viollet-le-Duc localizó en otros lugares de Francia aquellas obras que, a su juicio, se avenían con el carácter de Notre-Dame de París, de modo que para el Beau Dieu del parteluz central, su autor, Geoffroi-Dechaume, se inspiró en el de las catedrales de Reims y Amiens. En cambio, para las estatuas-columnas que le acompañan, Viollet mandó sacar vaciados de la catedral de Burdeos, sobre los que realizó el modelo definitivo.

  
                                                 
 

En el Museo de Cluny podemos ver algunas de las cabezas de las antiguas estatuas de la Galería de los Reyes de Israel y Judea. Nótese las diferentes coronas que ostentaban las originales y las que ostentan las actuales.

 
  

Todo esto, que no es sino una pincelada apresurada de todo cuanto allí sucedió, devolvía a Notre-Dame una dignidad perdida, pues se había quedado muda en sus partes más expresivas. Los años transcurridos y la oscura humedad depositada sobre la fachada harían el resto, no distinguiéndose, en un primer momento, la acción restauradora sobre los elementos originales, si bien la nueva escultura nunca tendrá la fuerza de las piezas medievales que, además, incorporaban una rica policromía que Viollet no se atrevió a recuperar. Aprovechemos, pues, la limpieza en curso de las portadas de Notre-Dame, ya que nos permitirá apreciar estos delicados matices por un tiempo muy breve.

   

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NOTAS del EDITOR

1 Pasa la infancia en Besançon, salvo dos años (1811-1812) en que reside con su familia en Madrid, donde su padre había sido nombrado comandante general.

De temprana vocación literaria, en 1816 escribe en un cuaderno escolar titulado Quiero ser Chateaubriand o nada. En 1819 destaca en los Juegos Florales de Toulouse. Junto con sus hermanos Abel y Eugène funda el Conservateur littéraire, aunque su verdadera introducción en el mundo literario tiene lugar en 1822, con su primera obra poética: Odas y poesías diversas.

En el prefacio de su drama Cromwell (1827), proclama el principio de la «libertad en el arte», y define su tiempo a partir del conflicto entre la tendencia espiritual y el apresamiento en lo carnal del hombre. Pronto es considerado el jefe de filas del Romanticismo francés: el virtuosismo de Victor Hugo se puso de manifiesto en Las Orientales (1829), que satisface el gusto de sus contemporáneos por el exotismo oriental. La censura de Marion Delorme retrasa su aparición en la escena teatral hasta el estreno de Hernani (1830), obra maestra que triunfa en la Comédie Française.

En 1830 inició una fase de singular fecundidad literaria, en la cual destacaron, además de distintos libros de poesía, su primera gran novela, Nuestra Señora de París, y el drama Ruy Blas. En 1841 ingresa en la Academia Francesa, pero, desanimado por el rotundo fracaso de Los burgraves, abandona el teatro en 1843.

Entregado a una actividad política cada vez más intensa, Victor Hugo es nombrado par de Francia en 1845. Pese a presentarse a las elecciones de 1848 en apoyo de la candidatura de Luis Napoleón Bonaparte, sus discursos sobre la miseria, los asuntos de Roma y la ley Falloux anticiparon su ruptura con el Partido Conservador. El 17 de julio de 1851, denuncia las ambiciones dictatoriales de Luis Napoleón y, tras el golpe de Estado, huye a Bélgica. En 1852 se instaló, con su familia, en Jersey (Reino Unido), de donde pasó, en 1856, a Guernesey. Allí permaneció, en su propiedad de Hauteville-House, hasta 1870.

Republicano convencido, denuncia sin tregua los vicios del régimen conservador francés y, en 1859, rechaza la amnistía que le ofrecía Napoleón III. De este exilio de veinte años nacieron Los castigos, brillante sarta de poesías satíricas, la trilogía de El fin de Satán, Dios y La leyenda de los siglos, ejemplo de poesía filosófica, en la que traza el camino de la humanidad hacia la verdad y el bien desde la época bíblica hasta su tiempo, y su novela Los miserables, en la que denuncia la situación de las clases más humildes.

Tras la caída de Napoleón III (1870), Victor Hugo regresa a París, donde es aclamado públicamente y elegido diputado; sin embargo, es derrotado en los comicios siguientes. En 1876 obtiene el escaño de senador de París, posición desde la que defiende la amnistía de los partidarios de la Comuna. Sin embargo, desengañado por la política, regresa a Hauteville-House (1872-1873).

Su producción disminuía al mismo ritmo que se acrecentaba su prestigio. A su muerte, acaecida en París en 1885, el gobierno francés decretó un día de luto nacional y sus restos fueron trasladados al Panteón.

  

2 Uno de los libros que componen el Antiguo Testamento es, precisamente, el llamado Libro de los Reyes que, a su vez, se compone de otros dos libros, el Libro Primero de los Reyes y el Libro Segundo de los Reyes. En estos libros se relata la historia del reino de Israel, desde el momento mismo en que se funda, su posterior división en dos partes, hasta, por último, su total desaparición. Durante el periodo de tiempo en que el reino estuvo unido, tres fueron los reyes que ocuparon el trono: Saúl (que sucedió a Samuel, el último juez), David y Salomón.

A la muerte de Salomón, el reino se fragmenta en dos partes: Israel pasa a manos de Jeroboam y Judea tiene como rey a Roboam. Ya independiente, el reino de Israel, que estaba integrado por diez de las doce tribus, se extendía por la zona norte del antiguo reino (de ahí que también se le conociese por el Reino del Norte) y tuvo, entre 929 y 722 a. C., diecinueve reyes, hasta que desaparece con la caída de Samaria, la capital. Al mencionado Jeroboam le siguieron, sucesivamente, Nadab, Baasa, Ela, Zimri, Omri, Acab, Ocozías, Joram, Jehú, Joacaz, Joás, Jeroboam II, Zacarías, Salum, Manahem, Pekaia, Peka y, finalmente, Oseas.

Por su parte, el reino de Judea, que lo integraban dos tribus y ocupaba la zona sur (por ello su nombre de Reino del Sur) tuvo veinte reyes entre 929-587 a. C., cuando desaparece con la caída de Jerusalén, la capital. Roboam fue el primero y a este siguieron Abiam, Asa, Josafat, Joram, Ocozías, Atalía, Joás, Amasías, Azarías, Jotam, Acaz (Joacaz), Ezequías, Manasés, Amón, Josías, Joacaz II, Joacín, Joaquín y Sedequías.

Por consiguiente, tenemos que fueron 3 los tres reyes en el reino unido, 19 reyes en Israel y 20 reyes en Judea; en total, 42 reyes.

En la fachada principal de la catedral de Notre-Dame tenemos la Galería de los Reyes de Judea e Israel. En ella podemos ver 28 estatuas que representan a otros 28 reyes, lo que quiere decir que no están representados todos los reyes israelitas y judíos. Además, su identificación individual resulta poco menos que imposible, salvo la de uno de ellos, que tiene una característica muy particular. En el centro de la galería podemos ver a un rey que tiene un león a sus pies. Es el famoso “León de Judá”, el símbolo de la Tribu de Judá, según podemos leer en el libro del Génesis. Según la tradición hebrea, de esta tribu eran los ancestros de David, segundo monarca del antiguo reino unido de Israel.

Por otra parte, conviene tener en cuenta que las estatuas que vemos en la fachada no son las originales, ya que, durante la Revolución Francesa, las hordas revolucionarias tomaron la catedral de Notre-Dame y, entre otros muchos destrozos, destruyeron las estatuas de los reyes de Judea e Israel, en la creencia de que las imágenes representaban a reyes franceses. Con el tiempo, en 1977, se encontraron muchas de ellas en los sótanos de un banco de París. Actualmente, los restos de hallados de aquellas primeras estatuas se pueden ver en el Museo de Cluny.

   

Fuente: DESCUBRIR EL ARTE, N.º 14, Abril de 2000pp. 100-102.

   

   

 

     

   

   

Pedro José Navascués Palacio (Madrid, 1942) cursó los estudios de Filosofía y Letras (especialidad de Historia) en la Universidad de Madrid. Obtuvo la licenciatura en 1965, con premio extraordinario por su tesis y, en 1972, obtuvo el grado de doctor.

Profesor en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Complutense de Madrid, de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de la Universidad Politécnica de Madrid.

Es miembro de número de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, de la Hispanic Society of America y del Instituto de Estudios Madrileños. Miembro, como experto externo, del Plan Nacional de Catedrales. Doctor Honoris Causa por la Universidad de Coímbra. Desde su jubilación en 2012 es profesor emérito de la Universidad Politécnica de Madrid.

Su extensa obra escrita abarca más de doscientos libros y artículos, fiel reflejo del espíritu inquieto que caracteriza a una de las mentes lúcidas y brillantes que más saben de la arquitectura española, especialmente de la del siglo XIX.

   

   

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Trimestral de Cultura. Año XVI. II Época. Sección 5. Página 10. Número 86. Octubre-Diciembre 2014. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2006, 2014 Pedro José Navacués Palacio & Descubrir el Arte, 14, 2000. © Las imágenes, extraídas a través del buscador Google de diferentes sitios o digitalizadas expresamente por el autor, se usan exclusivamente como ilustraciones, y los derechos pertenecen a sus creadores. Legal MA-265-2010. © 2002-2014 Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga.