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EL BANDOLERISMO EN ESPAÑA

Un fenómeno social entre la realidad y la ficción

   

Por José Antonio Molero

  

  

E

n esta época que nos ha tocado vivir, en la que los atracadores, timadores, embaucadores, chorizos, cacos, sacres, ladrones de guante blanco y corruptos de todo pelaje abundan como la mala hierba en una vereda, no he podido sustraerme, llevado quizá de mi natural romántico, a escribir algo evocador de los bandoleros de antes, que, aunque solo fuese por el hecho de que ponían en riesgo sus vidas al perpetrar sus fechorías, nada tienen que ver con los de ahora, que se llevan la pasta sin quitarse la corbata, pero eso sí, muy educadamente.

Hombres toscos envilecidos desde la cuna por la mala vida; hábiles estrategas en argucias, emboscadas y celadas; gentes de patillas de boca de hacha, faca a un lado de la faja y pistolón al otro; diestros jinetes a la grupa de caballos de alto porte, rostro velado por un pañuelo y amantes pacientemente a la espera en las calles oscuras de las afueras; las más veces vengadores de las iniquidades, vilezas, abusos y atropellos cometidos por burgueses innobles, nobles arruinados y clérigos codiciosos sobre los más desfavorecidos, todo ello envuelto en un halo de romanticismo por juglares en sencillos romances que cantan indecibles desafíos épicos y venganzas feroces a la luz de la luna, son los componentes románticos de esa imagen hermoseada que solo podía tener el sentido que tiene en unas tierras como las nuestras.

Ciertamente, el bandolerismo fue cruel y despiadado. Los bandoleros eran eso, bandas de proscritos, salteadores de caminos, ladrones, gente cuyos actos iban acompañados las más veces de mucha crueldad y brutalidad, de lágrimas y dolor injustificado. Lo de robar al rico para dárselo a los pobres es más leyenda que realidad. Pero no es menos cierto también que en sus orígenes hay igualmente indicios de aquel patriotismo hispano que se enfrentó a los franceses invasores y de aquel otro que luego plantó cara a las veleidades sociales de un orden social injusto.

  
                                                 
 

Partida de bandoleros a caballo.

 
  

Acercamiento lexicográfico e histórico

  

Al definir el diccionario de la RAE [1] la palabra bandolero, la presenta, antes que nada, con un significado idéntico al de bandido, palabra a la que nos remite, y de la que nos propone un primer significado de «fugitivo de la justicia llamado por bando», o sea, «forajido por edicto o mandato solemnemente publicado por orden superior», valor semántico al que añade a continuación los de «persona que roba en los despoblados, salteador de caminos» y «persona perversa, engañadora o estafadora». Por tanto, el término bandolero presenta hoy diferencias semánticas con los de banderizo y bandero, de los que fue sinónimo en un tiempo, y, aunque caídos ya en desuso, sirven para designar a «los que siguen bando», es decir, «los sujetos a facción, partido o parcialidad». Como vemos, se trata de calificativos aplicables, en lo que tienen de peor, a muchos individuos de ahora cuyos nombres propios todos tenemos en la cabeza. Aparte de este vocablo, cuyo significado se corresponde —según queda dicho— con el de ‘forajido salteador de caminos’, durante los siglos XVIII y XIX —época a la que vamos a limitar nuestro pequeño estudio—, se usaron otros, como facineroso o, simplemente, ladrón y dronista, voz de germanía, derivada del arcaísmo dron (‘camino’).

Por su parte, Joan Corominas [2] nos dice que el término castellano bandolero procede de la voz catalana bandoler, que a su vez derivada de bàndol (‘bando, facción, partido’), palabra que se utilizó en esta región con motivo del gran desarrollo que tuvieron las banderías o facciones durante las guerras civiles que azotaron la Cataluña de los siglos XV-XVII, y que, a la larga, degeneraron en lo que hoy entendemos por bandolerismo.

El término bandolerismo aparece definido en el DRAE como «la existencia de bandoleros en un país, región o comarca de forma continuada», coincidiendo así con la que propone para la palabra bandidaje, que considera sinónimas. Si durante esta permanencia, el forajido usa y abusa del terror para imponer su voluntad, el bandidaje o bandolerismo recibe el nombre de terrorismo, y, quien lo practica, terrorista.

De lo que someramente hemos expuesto se infieren primordialmente dos cosas: una, que el término bandolero ha sufrido un proceso negativo de evolución semántica (o degradación), pasando de lo que hoy entendemos por «persona partidaria o adscrita a partido o facción» a lo que también entendemos hoy por forajido o proscrito, sean cuales fueren las siglas con que se acredite y las razones en que se ampare o emplee para cubrir sus desafueros; y dos, que esa degradación semántica ha corrido a la par con la que en la realidad sufrieron las antiguas partidas o bandas, que de un patriotismo más o menos bien entendido, se degeneraron hasta tal limite que llegaron a convertirse en verdaderas pesadillas para los ciudadanos, que se ven amenazados en sus vidas, en sus familias y en sus intereses.

Durante los siglos XVIII y XIX, se empleó el término latrofaccioso, que consideramos algo rebuscado, derivado de latrocinio («acción propia de un ladrón o de quien defrauda a alguien gravemente») y de facción («bando, pandilla, parcialidad o partido violentos o desaforados en sus procederes o sus designios») para designar a los que «se dedican al hurto y robo en cuadrilla». Otros términos empleados, como caballista («ladrón de a caballo») en Andalucía y trabucaire («ladrón armado de trabuco») en Cataluña, han caído ya en desuso por tratarse de denominaciones cuya etimología está relacionada con medios o instrumentos obsoletos.

En conclusión, tanto en la etapa histórica que vamos a tocar como en la actualidad, todo fenómeno de bandolerismo es clandestino en su organización y de ejecución insidiosa. Su manera de sobrevivir, cuando el grupo —siempre de escaso número— ha logrado algún grado de cohesión entre sí, es lo más parecido a la manada de lobos, en cuanto tienen en común reunirse para expoliar y dispersarse de inmediato, y, llegado el caso, huir cuando presienten que han sido descubiertos o localizados. Como regla de oro podemos establecer que su incubación es prolongada, su eclosión súbita, su ascensión casi siempre rápida y su extinción está en proporción directa con la intensidad con que se lo combata.

Hechas estas reflexiones preliminares, y ya por último, salimos al paso del confusionismo existente entre las denominaciones de ‘guerrillero’ y ‘bandolero’ cuando se argumentan intereses de tipo político, con el fin de dar justificación a unos crímenes que, por su misma naturaleza, no pueden tenerla. En tal sentido, y apelando a la ortodoxia léxico-semántica, asignamos la denominación de guerrillero —sin aludir, por supuesto, a los componentes de unidades militares de igual denominación— a aquellos patriotas que, a su buen saber y entender, combaten al enemigo exterior que ha invadido su patria. A los españoles pueden valernos como referencia diferenciadora las partidas sueltas o guerrillas que, de manera continuada y con elogiable audacia, hostigaron a las tropas francesas, impidiéndoles el normal desenvolvimiento de sus planes de campaña, durante la invasión napoleónica de nuestro país en la primera década del siglo XIX. Luego volveremos a mencionarlos, aunque de pasada. Los bandoleros, como queda dicho, son otra cosa bien distinta.

  
                                                 
 

Asalto a un carro.

 
  

Causas inmediatas del bandolerismo

  

En este escrito limitaremos nuestra exposición a lo que hoy entendemos todos por bandolerismo común y ceñiremos nuestro campo de estudio a España, con especial atención al que se originó en Andalucía, no sin antes haber entrado en una breve reflexión sobre los factores que pudieron haberlo determinado.

Es obvio que, a la raíz misma de cualquier fenómeno social, hay siempre unos condicionamientos que explican su afincamiento en determinadas zonas y la contumacia que lo caracteriza. Unos son de carácter socioeconómico, de los que, en el caso del bandolerismo común, podemos citar como principales el analfabetismo casi generalizado de la época, el hambre y la miseria que atenazó a ciertas regiones o zonas, la escasez de comunicaciones, la falta de una equitativa distribución de la tierra, que dio lugar a injustos latifundios (tal es el caso de Andalucía); la inestabilidad política causada por gobiernos fugaces o inoperantes, originadores de graves desequilibrios sociales; las guerras civiles, que, a su conclusión, dejaron como recuerdo núcleos descontrolados de inconformistas que buscaron amparo en la fragosidad del paisaje, entre otros.

De igual modo, ese bandolerismo necesitó para su pervivencia de unas condiciones geográficas especiales, que, en el ámbito andaluz, se concretan en la complejidad orográfica de algunas zonas y en la disponibilidad de comarcas aisladas y accidentadas que facilitan la ocultación [3].

  
                                                 
 

Una vez dueños del carruaje, muchas veces cruento, los bandidos procedían a su expolio.

 
  

El bandolerismo como fenómeno social

  

El bandolerismo no se puede reducir a una determinada época histórica, ni ubicarlo en ciertas zonas geográficas de manera exclusiva [5]. El bandolerismo es un fenómeno social, y, como tal, sus comienzos van ligados al origen mismo del hombre como animal social por naturaleza; más concreto aún, al inicio mismo de las relaciones humanas, y, en particular, a aquellas situaciones de opresión y de descontento social. Sin embargo, como ya hemos adelantado, limitaremos nuestro modesto trabajo al ámbito español, con especial atención a ese bandolerismo que se localizó en las tierras andaluzas.

Conscientes de lo que esa limitación acarrea ya por sí sola para una exacta comprensión del fenómeno en su sentido más amplio, acrecentamos aún más la restricción recordando algo que también quedó anteriormente dicho, que centraríamos nuestra incursión en este tema en el bandolerismo tal como nos lo define el diccionario de la Real Academia.

Establecidas y aceptadas convencionalmente esas limitaciones preliminares, dejamos constancia de que la figura del bandolero como forajido y salteador de caminos, delincuente motivo de extorsión en los bienes ajenos y causante de muertes de inocentes; en definitiva, el malhechor sin paliativos, tiene ya exponentes significativos en el siglo XVI.

En efecto, no cabe duda de que la pobreza que empezó a hacer acto de presencia en las tierras de la España imperial de los Austrias, a causa de la sangría económica que ocasionaba estar en continua guerra con casi toda Europa, tuvo mucho que ver en su origen. No hay más que acercarnos a la Literatura para percatarnos de que fue en este siglo cuando surge la novela picaresca, cuyo protagonista, un pícaro, emplea su destreza mental y habilidades actuales en la comisión de actos delictivos contra las personas y la propiedad ajena, llevado por la imperiosa necesidad de cubrir sus carencias más perentorias en un contexto personal de extrema pobreza.

El fenómeno se acentúa durante el siglo XVIII. El injusto reparto de tierras dará origen a un desmesurado latifundismo en Andalucía, que contrasta con grandes masas de población campesina, sin más medio de subsistencia que su trabajo, que se ve avocada a la sumisión de su esfuerzo laboral a unos terratenientes desaprensivos, que someten despiadadamente al campesinado a unos arbitrarios y míseros jornales, originando así bolsas de extrema pobreza y, consiguientemente, razonables casos de inconformismo y rebeldía sociales.

  
                                                 
 

Expolio de un carruaje.

 
  

Nacimiento del mito

  

Durante las dos primeras décadas del siglo XIX, coincidiendo con la invasión de España por las tropas de Napoleón y sin un ejercito regular para la legítima defensa del suelo patrio, surgieron muchas partidas paramilitares, entre cuyos jefes destacaron Juan Martín Díaz, “el Empecinado”; Francisco Espoz y Mina (ambos generales del ejército regular español) y el cura Merino. Su organización en partidas sueltas (o guerrillas), que hostigaron por sorpresa al ejército invasor y le impidieron maniobrar normalmente en campaña, fue, desde luego, bastante eficaz: atacaban las retaguardias, obstaculizaban los desplazamientos de los batallones y se apoderaban de sus convoyes de aprovisionamiento.

La contemporización de estas guerrillas de evidente matiz patriótico con las facciones bandoleras sensu stricto durante este tiempo, unido al empobrecimiento de los campesinos (que se agudiza durante esta centuria a causa de la Guerra de Independencia, primero, y, después, de las tres Guerras Carlistas), el descontento social por la inoperancia de políticas desacertadas y la incultura casi generalizada de la época desemboca en una confusión entre ambos tipos de actitudes grupales, indiscutiblemente muy distantes, tanto en sus principios como en sus fines.

Surge así el mito del bandolero benefactor y justiciero, ese fuera de la ley por atracar a ricos, hacendados y pudientes, pero de espíritu generoso y caritativo con los socialmente oprimidos y maltratados; ese tipo de bandido que roba sin piedad a unos para, muchas veces, ceder generosamente a los necesitados el producto de lo robado; ese facineroso autor de un acto vil y, a continuación, capaz de un insólito rasgo de nobleza. Nace, en fin, ese malvado que mata con saña y que a poco protege la vida de quienes, desvalidos, se confían a él.

Desde el punto de vista militar, los bandoleros no tuvieron estrategias prefijadas, ni acaudillaron a grandes cuadrillas, pero sus acciones fueron efectivas y su pervivencia considerable, si nos atenemos al hecho de que —al decir de los entendidos— no desaparecen hasta bien entrado el siglo XX.

En cierto modo, y sin salirnos de su claustro legendario, estas gentes tienen un carácter prepolítico que no ha dado o que no acaba de dar con un lenguaje específico en sus aspiraciones en lo tocante al mundo. Mantienen, eso sí, vínculos de solidaridad debidos al parentesco o, en el sentido antropológico, al clan, a los suyos, a los que les mantienen, a la supervivencia y también al territorio que los vio nacer.

De otra parte, los bandoleros, además de sembrar el terror de los caminos andaluces o de prodigarse en dádivas, eran protagonistas de dramas románticos, muy al gusto de los prosistas europeos decimonónicos. Así, en todo ese tiempo, encontramos bandoleros toreros, cantaores de flamenco, contrabandistas, y Ronda y sus alrededores, fue la zona por la que discurrieron numerosos de ellos y por donde, debido principalmente a su especial configuración orográfica, perpetraron sus más conmemoradas fechorías (o hazañas, según los puntos de vista).

A esa etapa de la historia corresponden los bandoleros más conocidos y aún recordados por el pueblo andaluz e incluso por toda España [4]. A título de ejemplo, podríamos nombrar a Luis Candelas, Diego Corrientes, Juan Caballero Pérez, “el Lero”; José María Hinojosa Cobacho, “el Tempranillo”; los Siete Niños de Écija, Jaime “el Barbudo”; José Ulloa, “el Tragabuches”; Joaquín Camargo Gómez, “el Vivillo”; Francisco Antonio Jiménez Ledesma, “el Barquero de Cantillana”; Luis Muñoz García, “el Bizco de El Borge”; Francisco Ríos González, “el Pernales”, y muchos más, finalizando —según algunos estudiosos del tema— el 18 de marzo de 1934 con la muerte del que ha sido considerado último bandolero: Juan José Mingolla Gallardo, “Pasos Largos”.

Por el contraste que presenta el relato de la vida de algunos de estos personajes, en su doble faceta de leyenda y realidad, hemos convenido en daremos cuenta de algunos de ellos en sucesivos artículos.

  
                                                 
 

Expolio de un carruaje.

 
  

Ruta de los bandoleros

  

En Andalucía, tanto en la realidad como en la ficción, los puntos de asalto de la campiña se extendían por el Noroeste, entre Lebrija, Utrera, Osuna, Écija, Montilla, Puente Genil, Lucena, Iznájar y Estepa; más al Sur, sus hazañas llegaban hasta la serranía de Ronda, a los espesos alcornocales de Jimena de la Frontera, Gaucín y a la deslumbrante blancura de Medina Sidonia.

Los objetivos de su bandidaje los constituían, de manera primordial, las líneas de comunicación habituales, ya atravesasen la campiña o la serranía, que eran salteadas por estos hombres, muy conocedores del terreno. Esporádicamente, expoliaban poderosos cortijos, aprovechando los días en que su custodia había disminuido por ausencia de sus dueños, o sometían a algún potentado a la sangría de una copiosa cantidad de dinero con motivo del rescate de un familiar previamente secuestrado, normalmente un hijo pequeño.

Sabedores de la suerte que se jugaban, su grado de especialización era tal que utilizaban distintos caballos, debidamente adiestrados, según tuviera que correr a campo abierto, perseguidos a través de la campiña por alguaciles o migueletes, o huir monte arriba, saltando por encima de precipicios y remontando escarpadas pendientes. Rápidos como el viento del Estrecho y huidizos como los torrentes que surcan las esquinadas sierras andaluzas, el bandolero se perdía en la exuberante variedad de la tierra que lo vio nacer.

Convertidos a veces en héroes populares, su fama agitaba la vida y la imaginación de los muchos pueblos a los que salpicaban sus meteóricos asaltos. Los famosos Siete Niños de Écija, que ganaron su imperecedero renombre en el corto período que separa a 1814 de 1818, dominaban la campiña y las sierras de Córdoba y Sevilla. También Utrera, ciudad de castillo y murallas, sufrió la amenaza de los bandoleros en sus ricos cortijos, dispersos por entre los llanos y las lomas de su extenso término.

  
                                                 
 

Enfrentamiento entre bandoleros y la Guardia Civil, cuerpo civil y militar que desempeñó un papel decisivo en la desaparición del ban-dolerismo en España.

 
  

Ronda, un espacio propicio para el bandolerismo

  

Pero donde confluyen esos dos elementos de la madre naturaleza que posibilitan un escenario idóneo para el desarrollo del bandolerismo es Ronda. Allí comienza la serranía de su nombre y la provincia de Málaga, la parte más romántica de Andalucía. Ya salvaje y grandiosa, con sus majestuosos bosques de torrentes que se despeñan con estruendo de precipicio en precipicio, sus incontables rocas, el denso tapiz verde de unos pinares que lo cubren todo, sus campos sembrados de trigo…, como diríamos al amparo de una buena veta romántica, solo esta cordillera es capaz de inspirar esa especie de terror poético tan propio del romanticismo; la serranía rondeña es, en definitiva, ese marco incomparable donde no cuesta trabajo imaginarse la gestación de un espíritu revolucionario, indómito, sencillo, de rechazo a la opresión, de lucha en ocasiones individual y de compromiso, como en muchos otros lugares que vieron nacer bandidos de ánimo similar.

  
                                                 
 

Juan José Mingolla Gallardo, "Pasos Largos", consi-derado el último bandido de España.

(Imagen tomada de SUR.es)

 
  

  

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NOTAS

1 Diccionario de la lengua española, s. v. ‘bandolero’ 1, 22.ª edición, versión electrónica de la edición de 2012, con las últimas modificaciones hasta ese año.

2 Diccionario crítico etimológico castellano e hispánico, tomo I (A-CA), s. v. ‘Bando II’, 43 y ss.

3 La orografía de algunas comarcas andaluzas ofrecía total impunidad a los bandoleros en la comisión de sus fechorías. Baste recordar en este sentido la complicidad que les brindaba Sierra Morena o la Serranía de Ronda, con sus terrenos agrestes y accidentados, minados de profundas grietas y horadados de cuevas y grutas naturales cuya existencia solo ellos conocían. Los bosques, impenetrables por extensos, se convirtieron en verdaderos refugios naturales.

4 El bandolerismo no ha sido (ni es) un fenómeno exclusivo de España. Con diferentes matices y distinto grado de agresividad, organización y postura ante los resortes de la Ley, diversas agrupaciones de malvados, proscritos y malhechores se han disputado (y disputan) la titularidad del bandidaje, la extorsión y el asesinato. Bástenos recordar los casos de la mafia siciliana, el marsellés, la camorra napolitana o el gansterismo norteamericano, por citar sólo algunos de los más conocidos.

5 De igual manera, tampoco debemos perderse de vista que el bandolero no es una figura exclusiva de España. Todas las culturas han tenido su Viriato, su Robin Hood, su Guillermo Tell, su Zorro…

   

   

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

ALVEAR CABRERA, Juan José y Rafael CABELLO CASTEJÓN (1980): Los más famosos bandoleros. Ed. Nebrija, León.

BERNALDO DE QUIRÓS, Constancio y Luis ARDILA (1973): El bandolerismo andaluz. Eds. Turner, Madrid.

DÍAZ CARMONA, Antonio (1969): Bandolerismo contemporáneo. Cía. Bibliográfica Española, Madrid.

GARCÍA CIGÜENZA, Isidro (1998): Bandoleros en la Serranía de Ronda. Ed. Guadiaro, Comares (Málaga).

HERNÁNDEZ GIRBAL, Florentino (1968): Bandidos célebres españoles (en la historia y en la leyenda). 2.ª ed., Eds. Lira, Madrid, 1993; 2 tomos.

  

  

     
     

José Antonio Molero Benavides (Cuevas de San Marcos, Málaga, 1946). Diplomado en Maestro de Enseñanza Primaria y licenciado en Filología Románica por la Universidad de Málaga. Es profesor de Lengua, Literatura y sus Didácticas en la Facultad de Ciencias de la Educación de la UMA. Desde que apareció su primer número, está al frente de la dirección y edición (en su versión web) de GIBRALFARO, revista digital de publicación trimestral patrocinada por el Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura de la Universidad de Málaga.

   

   

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Trimestral de Cultura. Año XIII. II Época. Número 85. Julio-Septiembre 2014. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2014 José Antonio Molero Benavides. © Las imágenes, extraídas a través del buscador Google de diferentes sitios o digitalizadas expresamente por el autor, se usan exclusivamente como ilustraciones, y los derechos pertenecen a su(s) creador(es). © 2002-2013 Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga.