N.º 65

ENERO-FEBRERO 2009

12

   

   

   

   

   

   

   

EL "MAINE", ¿LACRA O LACRE HISTÓRICO?

Por  José Antonio Molero

L

o que empezó con el hundimiento del acorazado Maine marca el comienzo de la puesta en práctica de una forma de hacer política de expansión imperialista que, a esta fechas, ya nos resulta harto conocida, tanto por la forma de proceder como por el país que la pone en práctica. Urdir previamente un pretexto que ponga a un país en la tesitura de verse inexcusablemente avocado a una declaración de guerra es una cuestión en la que un país como EE UU puede considerarse lamentablemente un consumado maestro. Si la Historia puede darnos una muestra palpable del cinismo e hipocresía vergonzosos que sustentan el origen de un conflicto bélico, ésa podemos encontrarla en el momento que empezó con la más que sospechosa voladura del Maine en el puerto de La Habana.

 

 

  

  

     

     
  

El "Maine" constituía todo un símbolo de la nueva flota americana. Su construcción había sido autorizada por el Congreso norteamericano el 3 de agosto de 1886 y fue botado en 1890. Representaba un hito en la historia naval norteamericana, ya que tanto su diseño como su construcción eran íntegramente americanos. El Maine era el primero de una nueva generación de buques diseñados para igualar la potencia naval estadounidense a las de Alemania, Inglaterra o Francia.

 

 

 

  

 

Estados Unidos y la insurrección cubana: 1898

Aunque los historiadores coinciden en afirmar que la explosión del Maine fue el detonante de la Guerra Hispano-Estadounidense de 1898, el origen de la confrontación podemos situarlo mucho antes, cuando Estados Unidos, una vez superada la crisis socio-económica de la Guerra de Sección, inicia una política de expansión, por un lado, hacia el Oeste del continente, con el exterminio de naciones enteras de indígenas, y hacia fuera del mismo, a costa de los restos coloniales que quedaban todavía sin emancipar de algunos países como es el caso de España.

La doctrina del presidente James Monroe, basada en su principio «¡América para los americanos!» y puesta en práctica a partir de 1823, ve en las islas de Cuba y Puerto Rico y en el archipiélago de las Filipinas, vestigios del antiguo Imperio español donde «el sol no se ponía», un suculento aperitivo y un procedimiento de ensayo expansionista. Las continuas insurrecciones de elementos cubanos en contra del Gobierno de Madrid van a servirle de pretexto a la incipiente potencia para iniciar su intervención, que va a manifestarse, primero, en forma de una ayuda logística a los insurrectos y, luego, mediante la confrontación armada con España.

      
     

     
  

William McKinley, del Partido Republicano, 25.º presidente de EE UU entre el 4 de marzo de 1897 y el 14 de septiembre 1901.

 
     

En la lucha de la independencia cubana pueden distinguirse dos fases. La primera de ellas comienza en octubre de 1868, en el marco de la que será denominada la Guerra de los Diez Años, cuando Carlos Manuel de Céspedes, en su ingenio La Demajagua, intenta un principio de emancipación cubana, que no prosperaría y que concluiría con el Pacto de Zanjón en 1878.

En un principio, las ambiciones expansionistas norteamericanas coincidían con las intenciones originales de los insurrectos cubanos de anexionar Cuba a los EE UU como un estado más, y, aunque los dirigentes cubanos cambiaron luego de opinión, la presencia norteamericana en Cuba queda patente con el general Thomas Jordan o el brigadier Henry Reeves, entre otros, venidos a la isla en apoyo de la rebelión.

Cuando en febrero de 1895 comienza la segunda etapa de la independencia cubana, EE UU ve llegada la oportunidad que estaba esperando de intentar someter a Cuba bajo su control. Tanto el gobierno demócrata de Cleveland como el republicano de McKinley se encargaron de apoyar moral y económicamente a los revolucionarios. Por una parte, si las fuentes financieras que mantenían la insurrección manaban de las arcas públicas de la nación vecina, por otra, la prensa de ésta, en manos de magnates de inspiración imperialista, avivaba, con bochornosas mentiras y calumnias sin parangón, la solidaridad del pueblo americano con Cuba, estableciendo un oportuno paralelismo entre la situación que vivía el pueblo cubano bajo dominio español y la de los norteamericanos bajo los ingleses durante el decurso de la propia Guerra de Independencia. Sin embargo, inicialmente, en ambas Administraciones hubo un rechazo rotundo a una intervención activa y directa en el conflicto cubano.

La tensión política se incrementó con el asalto a las redacciones de diferentes periódicos proindependentistas de La Habana el 12 de enero de 1898, y, aunque, en realidad, las redacciones de los periódicos norteamericanos salieron indemnes, éstos aprovecharon la ocasión para poner de manifiesto la supuesta ineficacia de la Administración española ante el problema cubano.

      
     

     
  

Enrique Dupuy de Lôme, embajador de España en Washinting, antes de su sustitución por Luis Polo de Bernabé Pilón.

 
     

Este hecho justificó las exigencias del cónsul norteamericano en Cuba, el general Fitzhugh Lee, de mantener un barco de guerra en el puerto de La Habana. Si bien esta medida preventiva se consideró innecesaria, incluso contraproducente, por la Administración de Cleveland, los continuos y alarmistas comunicados de Lee, junto con los hechos del 12 de enero y los disturbios contrarios a la propuesta de autonomía planteada el 13 de enero por el primer ministro español Práxedes Mateo Sagasta, lograron finalmente el propósito de Lee. En este sentido, en el Wichita Daily Eagle, de 13 de enero de 1898, podía leerse: «...como consecuencia del ataque a las redacciones de algunos periódicos, quizá sea enviado el Maine a La Habana».

  

«¡Recordad el Maine!»

El 24 de enero de 1898, se ordenaba al capitán Charles D. Sigsbee, comandante del Maine, buque perteneciente a la escuadra del Atlántico Norte, partir hacia Cuba. La decisión fue tomada por John D. Long, secretario de Marina, con el beneplácito y la colaboración del Departamento de Estado. El Maine llegó a La Habana a las 11 de la mañana del 25 de enero y fue recibido con las salvas de rigor, saludado por los cañones del castillo de El Morro y los barcos anclados en la bahía, a pesar de no haber avisado previamente de su llegada, tal como exigía el protocolo diplomático.

El contralmirante Vicente Manterola esperaba la llegada del buque y su tripulación en los muelles del puerto. Cuando las maniobras de atraque concluyeron, el capitán Sigsbee informó a Washington, mediante un cable, del amable recibimiento de que había sido objeto de parte de las autoridades españolas, y del interés y la curiosidad que había despertado en el pueblo cubano la llegada del buque.

El Maine constituía todo un símbolo de la nueva flota americana. Su construcción había sido autorizada por el Congreso norteamericano el 3 de agosto de 1886 y fue botado en 1890. Representaba un hito en la historia naval norteamericana, ya que tanto su diseño como su construcción eran íntegramente americanos. El Maine era el primero de una nueva generación de buques diseñados para igualar la potencia naval estadounidense a las de Alemania, Inglaterra o Francia. Técnicamente, era un acorazado de segunda clase, medía más de 100 metros de eslora, 20 metros en la parte más ancha, navegaba a una velocidad de 15 nudos, su potencia era de 6.682 toneladas y estaba dotado de una tripulación superior a los 350 hombres.

      
     

     
  

Aunque, en realidad, las redacciones de los periódicos norteamericanos salieron indemnes, éstos aprovecharon la ocasión para poner de manifiesto la supuesta ineficacia de la Administración española ante el problema cubano.

 
     

Al gobierno español no le quedó más remedio que calificar de amistosa la visita del Maine, aunque se tratase de un barco de guerra, y, como contrapartida de cortesía, envió el Vizcaya a EE UU, un buque moderno de 6.900 toneladas, que haría su entrada en Nueva York el 19 de febrero, cuatro días después de que el Maine fuese volado en La Habana. Para evitar susceptibilidades ante el envío del Maine a La Habana y la escasa atención que se le había prestado a las peticiones del embajador español Enrique Dupuy de Lôme, el presidente William McKinley (1843-1901) fue particularmente amable con Pío Gullón, ministro de Estado durante el gabinete Sagasta, en la comida anual ofrecida al Cuerpo diplomático, celebrada el 27 de enero en Washington.

La visita del Maine no planteó mayores problemas. Las autoridades españolas trataron con toda amabilidad al capitán Charles Dwight Sigsbee y a su tripulación. En los días posteriores a su llegada, los oficiales y marineros paseaban con entera libertad por la ciudad, disfrutando los escasos permisos concedidos por el comandante del Maine. Las autoridades insulares y el comandante del buque intercambiaron regalos, se celebraron recepciones, el general Lee ofreció una cena a los oficiales de la nave e incluso el capitán Sigsbee y algunos de sus subalternos asistieron a dos corridas de toros. A pesar de que no se mostraba ningún tipo de rechazo ante la presencia del Maine en el puerto cubano, la prensa estadounidense que se había desplazado a La Habana para seguir los acontecimientos, quedó sorprendida por las medidas de precaución que se tomaron, en especial respecto a la vigilancia nocturna.

A principios de febrero, el secretario de Marina John Davis Long planteó la posibilidad de hacer regresar al Maine, ya que su estancia en el puerto de La Habana duraba ya semanas y consideraba el objetivo de la visita más que cumplido. Sin embargo, el general Lee se negaba en rotundo ante tal posibilidad si no era remplazado por otro buque de guerra americano, lo que se asemejaba más a una imposición de los deseos americanos que a la visita de cortesía anunciada por Long. Quizá si las exigencias de Lee hubieran sido desestimadas, la tragedia que estaba a punto de desencadenarse habría podido evitarse.

      
     

     
  

El capitán Charles Dwight Sigsbee, comandante del "Maine", buque perteneciente a la escuadra del Atlántico Norte.

 
     

A las 21:40 horas del 15 de febrero de 1898, la noche de La Habana se iluminó con la explosión del Maine. El estruendo fue sobrecogedor, hay quien habla incluso de dos estampidos, el segundo más prolongado, que causaron el hundimiento del Maine por la banda de babor. Sigsbee redactaba una carta en el barco mientras Lee, en la ciudad, hacía lo propio con un informe para sus superiores. Algunos oficiales se encontraban cenando en el Ciudad de Washington, un vapor correo americano anclado junto al Maine. Fueron los únicos en salir indemnes del infierno de humo y llamas en el que se convirtió el Maine, que devoró 266 vidas y causó 59 heridos.

Inmediatamente después de la explosión, una vez se tuvo conciencia de lo que había sucedido, tanto los americanos del Ciudad de Washington como los españoles del Alfonso XII, próximos al Maine, rivalizaron en valor al arriesgar sus propias vidas intentando salvar a los marineros del Maine. Los heridos eran trasladados primero a estos dos barcos y después a los centros hospitalarios de La Habana.

Las autoridades españolas mostraron en todo momento su dolor por las víctimas americanas, ofreciendo toda la ayuda disponible. El emotivo entierro tuvo lugar dos días después del suceso, el 17 de febrero, con la participación masiva del pueblo cubano y los supervivientes de la catástrofe.

En EE UU, las noticias de la explosión del Maine llegaron casi cuatro horas después de que esta tuviese lugar. El capitán Sigsbee envió un telegrama en el que notificaba del suceso. La autoridades norteamericanas estaban conmocionadas. Sólo había dos explicaciones posibles de la explosión del crucero: una, o era un accidente (existían numerosos precedentes de explosiones fortuitas en barcos norteamericanos, como los buques Oregón y Nueva York), y dos, o era un atentado, una declaración de guerra encubierta por parte de España.

La prensa amarilla estadounidense, tan partidaria de las noticias tremendistas y tan proclive a la mentira mediática, se encargó de defender y difundir la segunda hipótesis, manipulando la opinión pública bajo el grito de «Remember the Maine! (¡Recordad el Maine!)».

  

La guerra mediática

      
     

     
  

Lo que quedó del "Maine", tras la explosión que sufrió, y de cuyo hundimiento se inculpó a España.

 
     

En realidad, no era la primera vez que la prensa sensacionalista norteamericana entorpecía las relaciones diplomáticas entre EE UU y España. El 9 de febrero de 1898, The New York Journal publicaba una carta personal del embajador español en Washington, Dupuy de Lôme, dirigida al ministro español José Canalejas, en la que atacaba a McKinley. La carta, interceptada por un rebelde cubano, tuvo dos graves consecuencias: la sustitución de Dupuy de Lôme por el diplomático Luis Polo de Bernabé Pilón, y la creación de un caldo de cultivo en el que España no quedaba muy bien parada ante la opinión pública estadounidense.

La explosión del Maine fue el telón de fondo de la lucha privada que mantenían los magnates de la prensa americana William Randolph Hearst y Joseph Pulitzer, directores del The New York Journal y The New York World, respectivamente. Pero además, fue la excusa perfecta para reivindicar la tan aplazada intervención armada en Cuba que, por otro lado, también era deseada por algunos miembros del gobierno como el vicepresidente Theodor Roosevelt (1858-1919), luego presidente, al ser asesinado McKinley por un anarquista en 1901.

El 16 de febrero de 1898, el titular del The New York Journal, informado convenientemente por su enviado en Cuba Silvester Scovel, se ceñía a la realidad: «El crucero Maine explota en el puerto de La Habana». La deformación de los hechos realmente ocurridos fue tan descarada y las repercusiones tan importantes, tanto en el resto de la prensa como en el público, que algunos la llamaron la «Guerra de Hearst» (este W. R. Hearst es el personaje central de la película ‘Ciudadano Kane’). La guerra mediática comenzó al día siguiente: «El Maine, partido en dos por una máquina infernal del enemigo» (léase España). Por su parte, The New York World, en su edición del 17 de febrero, informaba: «La explosión del Maine fue causada por una bomba».

Cuando tanto en Washington como en Madrid se pensó en la creación de una comisión especial que aclarase la causa de la explosión que ocasionó tantas víctimas y el hundimiento del barco, ambos periódicos hicieron paralelamente lo mismo pero con el objetivo único de demostrar la implicación española en aquel desastre e incitar al comienzo de la guerra.

      
     

     
  

Otras perspectiva de lo que quedó flotando del "Maine", tras la explosión.

 
     

Ramón Blanco y Erenas, a la sazón capitán general de Cuba, en representación del Gobierno español en la isla, propuso una investigación conjunta para el esclarecimiento del hecho, pero los estadounidenses se negaron radicalmente, y decidieron constituir su propio tribunal naval, que estaría formado por cinco funcionarios a las ordenes del capitán William T. Sampson, los cuales partieron hacia Cuba el 20 de febrero. Rechazada la propuesta del general Blanco, la investigación española fue llevada a cabo por los capitanes Del Peral y De Salas, a quienes se les impidió, por razones diplomáticas según las autoridades norteamericanas, el examen del casco y el interior del Maine. Con todo, lograron unas conclusiones fiables y fidedignas de lo acontecido, como quedaría demostrado con el tiempo.

En su informe del 25 de marzo de 1898, el tribunal norteamericano dictaminaba que la explosión del Maine fue debida a la colocación de unas minas en el exterior del buque. Por su parte, la comisión española concluía que la explosión había tenido un origen interno y aportaba pruebas suficientemente fehacientes que así lo demostraban; no obstante, este informe fue silenciado por las autoridades americanas, al igual que ignoraron, entre otras, las opiniones del ingeniero jefe George Melville y las del experto en pertrechos militares Philip Alger, ambos pertenecientes a la Armada norteamericana. La guerra que se buscaba estaba servida.

  

El relevo imperialista

La conclusión del tribunal norteamericano era definitiva, y, a pesar de que McKinley, en su mensaje al Congreso del 11 de abril, parecer ser que puso de manifiesto una disposición a evitar el conflicto con España, era tal el veneno destilado por la prensa sensacionalista que el pueblo americano se había echado a la calle clamando venganza.

Así las cosas, el 18 de abril, el Presidente firmaba la Joint Resolution, en la que ambas Cámaras americanas exigían al Gobierno español el cese de toda autoridad en Cuba en el plazo de tres días. Esta exigencia, planteada en unos términos próximos a la humillación, fue motivo de que España diese por rotas las relaciones diplomáticas con EE UU el 21 de abril, lo que provocó que, el 25 del mismo mes, las Cámaras norteamericanas aprobasen la declaración de guerra con carácter retroactivo a partir del mismo día 21.

   
     

  

Las autoridades españolas mostraron en todo momento su dolor por las víctimas americanas, ofreciendo toda la ayuda disponible.

   

El 23 por la tarde, con órdenes de bloquear los puertos cubanos, la flota de guerra americana se encontraba a tan sólo diez millas de La Habana, y, antes del 25, ya había apresado a dos mercantes españoles. La flota española no levó anclas hasta el 29 de abril, pero, para entonces, el movimiento revolucionario se había generalizado a todas las colonias españolas: la desproporción entre las flotas españolas y norteamericanas hizo el resto. El 1 de mayo, en Cavite, la flota española que salió al frente queda totalmente destruida, sin ninguna baja entre los americanos; lo mismo ocurrió el 3 de julio en el cabo de Hornos; sin flota y cercado, Santiago se rendía el 17 de julio.

Francia se prestó a mediar entre ambas naciones, proponiendo a McKinley, con fecha de 26 de julio, el armisticio, que finalmente se firmaría el 12 de agosto de 1898 con serios perjuicios para España. El 10 de diciembre de 1898, el Tratado de París confirmaba la pérdida de las últimas colonias españolas de ultramar y precipitaba el hundimiento de nuestra economía y el pesimismo moral. El Imperio levantado hacía cuatro siglo había llegado a su fin.

  

Las humillantes negociaciones para la paz con Estados Unidos

Francia, que, como toda Europa, salvo Inglaterra, había mantenido hacia España una actitud de ineficaz benevolencia, se ofreció como mediadora y su embajador en Washington, Cambon, entregaba el 4 de agosto una nota al gobierno de MacKinley. La administración MacKinley contestó imponiendo unas condiciones tan duras que, de haber estado España en otras condiciones, no las hubiese aceptado por su prepotencia y arrogancia.

Estados Unidos exigía terminantemente la renuncia de España a la soberanía de Cuba y Puerto Rico, la cesión de Guam (una isla en el archipiélago de las Marianas) y la ocupación de Manila por las tropas norteamericanas, a reserva de lo que se tratase en las negociaciones para la paz.

      
     

     
  

Soldados norteamericanos posando victoriosos en Cuba, tras la vergonzosa victoria que infligieron a la flota española.

 
     

Inspiran admiración y lástima los hombres —políticos y diplomáticos— escogidos para negociadores de una paz que no había de ser otra cosa que una rendición sin condiciones: Eugenio Montero Ríos, presidente del Senado; Buenaventura de Abárzuza, senador del Reino; José de Garnica, diputado a Cortes; Wenceslao Ramírez de Villa-Urrutia, enviado extraordinario; y Rafael Cerero, general de división, que hubieron de enfrentarse con la comisión norteamericana presidida por el subsecretario de Estado norteamericano William R. Day, y de la cual formaban parte también políticos y diplomáticos.

Como los marines de Cavite y de Santiago, los negociadores españoles, inermes, no pudieron presentar resistencia y hubieron de acceder a todo, en honroso silencio, sin objetar nada en absoluto. España renunciaba a la soberanía de Cuba, causa y pretexto del conflicto, y cedía como ‘indemnización de guerra’ la isla de Puerto Rico, la de Guam en las Marianas y el archipiélago de Filipinas. Incluso concesiones sin importancia para los Estados Unidos, como la liberación de la Deuda cubana, abrumadora para la arruinada Hacienda española, y la puramente espiritual del reconocimiento de que las autoridades españolas no fueron causantes de la voladura del Maine, fueron denegadas tajantemente a la comisión negociadora. Los Estados Unidos se comprometían solamente a repatriar a los soldados españoles de Filipinas y a la entrega de 20 millones de dólares. La firma del tratado tuvo lugar el 10 de diciembre de 1898, fecha que ha pasado a los Anales de la Historia para gloria de España y vergüenza y escarnio de Estados Unidos.

  

Epílogo

Cuba logró finalmente su independencia en 1902, tras cuatro años de forzosa ocupación militar norteamericana, y EE UU, la nación recién nacida, recibía un bautismo glorioso en política internacional y comenzaba a aplicar su doctrina imperialista tantas veces aplazada por motivos internos. El mismo espíritu que hizo que el obispo metodista McCabe convirtiese a EE UU en «el caballero errante del mundo, defensor a ultranza de la libertad civil y religiosa de los oprimidos de todas las naciones» justifica hoy en día el intervencionismo político norteamericano en aras de «la paz perdurable». Y aunque el tiempo ha dado la razón a España y Cuba sigue hoy en día bajo el acoso yanqui, ¿quién recuerda ya esa lacra que selló con lacre el último capítulo del Imperio español?

   

   

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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José Antonio Molero Benavides (Cuevas de San Marcos, Málaga, 1946). Maestro en Enseñanza Primaria y Licenciado en Filología Románica por la Universidad de Málaga. Es profesor de Lengua, Literatura y sus Didácticas en la Facultad de Ciencias de la Educación de esta universidad. Dirige, desde su primer número, GIBRALFARO, revista digital de publicación bimestral editada por el Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura de la Universidad de Málaga.

   

   

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Bimestral de Cultura. Año IX. II Época. Número 65. Enero-Febrero 2010. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2010 José Antonio Molero Benavides. © 2002-2010 Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga.

   

   

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