N.º 62

JULIO-AGOSTO 2009

9

   

GIBRALFARO

   

LITERATURA DIDÁCTICA

  

  

  

  

  

UNA LECCIÓN DE HUMILDAD

  

Por María Luque Fernández

  

  

P

or la mañana temprano, Borja y Rafa, dos amigos de un pueblecito malagueño situado a muy corta distancia de la costa corrían, como de costumbre, a lo largo de la playa. Practicaban diariamente esta rutina para así calentar un poco antes de ir al gimnasio. Luego, desde aquellas arenas, bañadas por un mar surcado mil veces por los pueblos más antiguos de la historia, solían recorrer, ya con paso más sosegado, el escaso kilómetro que mediaba entre la costa y el centro deportivo municipal. 

Aunque los jóvenes se conocían de pequeños, cosa habitual en los pueblos de poca población, la amistad entre ambos no iba más de cuatro años atrás, cuando coincidieron por vez primera en el gimnasio. A partir de ese instante, empezaron a compartir no sólo su afición por lo que ellos llamaban ‘estar en perfecta forma’, sino el mismo círculo de amistades de chicos y chicas y otras distracciones propias de la edad.        

Un día, mientras iban a trote ligero por la orilla, Borja comenzó a fanfarronear de su condición física. 

―Soy segundo de Andalucía en natación, en la especialidad de cuatrocientos metros libres y, además, tengo varias medallas, conseguidas en otras disciplinas de este deporte acuático, como el crol, espalda, braza y mariposa. 

   
     

 

«Soy segundo de Andalucía en natación, en la especialidad de cuatrocientos metros libres y, además, tengo varias medallas, conseguidas en otras disciplinas de este deporte acuático, como el crol, espalda, braza y mariposa.»

   

Extrañado por este comentario tan innecesario como intempestivo, Rafa dijo con aires de humildad pero cargados de un cierto tono de recriminación:

―Me alegro mucho de tus aptitudes para la natación y te felicito por ello. Yo me conformo con ser un aficionado y dominar el estilo a braza. 

Después de esta breve cruce de palabras, los dos amigos continuaron la marcha a buen ritmo hasta situarse muy cerca del desvío que les llevaría al gimnasio.

Fue entonces cuando oyeron unos gritos desesperados que parecía proceder de mar adentro. Sorprendidos, miraron a todas partes y de pronto vieron cómo una niña de pocos años pedía auxilio al tiempo que agitaba con fuerza los brazos en un desesperado esfuerzo por no ser engullida por las profundidades marinas.

Sin pensarlo dos veces, Rafa, nervioso y conmovido, gritó al instante:

―¡Allí, allí hay una niña ahogándose! Rafa, tú estás más preparado que yo y nadas con más velocidad, ve por ella de inmediato y sácala o perecerá sin remedio.

No había terminado Rafa de concluir su ruego cuando a Borja se le puso la cara blanca y un visible temblor se apoderó de todo su cuerpo. El solo hecho de pensar que había de arrojarse a aquellas aguas tan encrespadas lo dejó paralizado.

―No quiero que pienses que salvar una vida no me importar ―logró balbucear Borja, con voz entrecortada y la mirada gacha―, pero la verdad... la verdad es que yo apenas sé nadar. Si… si yo voy, pereceré también ahogado. Por favor, no pierdas un momento. Sálvala tú.

Rafa no lo dudó un instante. Poniendo en riesgo su vida a causa del fuerte oleaje, se lanzó decidido al agua, nadó hasta donde vislumbraba la figura infantil envuelta en espuma y consiguió traer sana y salva a la pequeña hasta la orilla.

No tardaron en llegar los efectivos de vigilancia de la playa y la policía municipal, que procedieron a trasladar a la niña hasta un centro hospitalario para tratarla de la hipotermia que la aquejaba.

Ya solos, los dos amigos prosiguieron su marcha, aunque en esta jornada, el incidente les había quitado las ganas de acudir a su cita con el gimnasio, y decidieron dar media vuelta y volver a casa.

Rafa y Borja caminaron cabizbajos y silenciosos, casi sin cruzarse las miradas ni mediar palabra. Ambos sabían que aquel desagradable incidente iba a cambiar las cosas a partir de ahora. La inoportuna mentira y la desdeñable presunción de atleta de Borja hacían que Borja se sintiese sumamente humillado y avergonzado.

Por fin, Rafa, para tratar de consolar a su amigo, rompió el hielo.

—Amigo Borja —comenzó a decir Rafa—, tú me conoces ya muy bien y sabes que mi natural no es alardear de saber más que tú y que no soy propenso a darle consejos a nadie; estas cosas no van conmigo, no sirvo... ya sabes. Sin embargo, me vas a permitir que, de manera excepcional, me escuches con atención esta historia que voy a contarte; de paso, llenaremos el trecho que nos queda para llegar a casa. Y si te ruego que me atiendas es tan sólo porque en ella se refleja muy bien el episodio que acabamos de vivir tú y yo. Además, a mi modo de ver las cosas, creo que va servirte para que modifiques en algo tu actitud ante la vida y tus amistades.

Tras este breve preámbulo, Rafa comenzó su historia.

«En una ocasión, caminaban juntos un hombre y un león. Abundando cada uno en razones, se elogiaba a sí mismo exagerando su fortaleza.

En un puesto del camino encontraron una estatua de piedra que representaba a un hombre estrangulando a un león. Entonces el hombre, mostrándola a la fiera, le dijo:

—Ya ves cómo los hombres somos más poderosos que vosotros.

A lo que el león, sonriente, respondió:

—Si los leones supiéramos hacer estatuas, ¡verías también a tus semejantes bajo las garras del león.»

—Este cuentecillo —continuó Rafa diciendo tras una breve pausa— lo leí en un libro de lecturas cuando estábamos en la escuela, y aún lo recuerdo con la claridad que te lo he referido. Puedo haber olvidado algunos detalles, pero, desde luego, lo esencial está en él. Me gustó y he procurado tenerlo presente, y la verdad es que me ha ayudado a evitar incurrir en comportamientos que puedan dañar mi dignidad y mi amistad con otras personas.

»Tú has cometido hoy —añadió Rafa con el rostro visiblemente serio— dos errores muy graves: te has jactado de unas cualidades que no tienes y me has mentido a mí, a tu amigo, a tu único amigo, porque, como tendrás comprobado, nadie quiere juntarse contigo a causa de los valores, temeridades y audacias que continuamente te arrogas, menospreciando a los demás y, muchas veces, con intención de humillarlos. Pero ten por seguro que ya nadie te cree. En más de una ocasión, la realidad ha puesto de manifiesto tus mentiras y has hecho el ridículo.

»Yo te aprecio y continuaré teniéndote como amigo —dijo Rafa con intención de concluir lo que pretendía ser un simple consejo—, porque sé que, en el fondo, eres buena persona y porque soy consciente de que no puedes evitar la presunción de ser el primero en todo. Pero enorgullecerse y presumir mucho de lo que sabemos hacer o de lo que hemos hecho, sobre todo cuando no se corresponde con la realidad, nos pone, tarde o temprano, en circunstancias como la que hemos vivido hace unos momentos. Has quedado en evidencia ante mí y, si eres creyente, ante Dios.

Justo a la entrada de la casa de Borja, Rafa daba fin a su intervención. En ese momento, Borja miró fijamente a sus ojos y le agradeció sinceramente sus palabras, prometiéndole que, a partir de ese día, tendría siempre muy presente su consejo. No se despidió de él, sin antes decirle:

—Gracias por ser mi amigo.

  

  

María Luque Fernández (Málaga, 1985). Licenciada en Pedagogía por la Universidad de Málaga. Cursó los correspondientes estudios en la Facultad de Ciencias de la Educación de esta Universidad.

    

    

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Año VIII. II Época. Número 62. Julio-Agosto 2009. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2009 María Luque Fernández. © 2002-2009 Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga.

    

    

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