N.º 57

SEPTIEMBRE-OCTUBRE 2008

9

   

   

  

  

EL MONJE Y EL LEÑADOR

  

  

Por María Ángeles Jiménez Cobalea

   

   

HACE MUCHO TIEMPO, cuando la Edad Media tendía sus tentáculos de tiempo sobre nuestro mundo, vivía un joven fraile que disfrutaba leyendo libros y hablando con viejos sabios sobre las lenguas del mundo, la existencia de Dios, las ciencias, la alquimia y la medicina. Se deleitaba ante aquellos que, con gran experiencia, contaban sus historias y deducciones acerca de las cuestiones que a él le apasionaban.

Un día, en tanto encaminaba sus pasos a casa de uno de sus amigos a contrastar opiniones sobre temas trascendentales, tropezó con algo y  cayó torpemente al suelo. Al girar la cabeza vio que sobresalía de la tierra un pequeño montículo y le pareció que se trataba de un libro enterrado de manera rápida e improvisada. Cuando se puso en pié y sacudió su hábito manchado de polvo, tiró del extraño objeto y, efectivamente, halló un extraño libro. Lo abrió con cierta aprehensión y de inmediato se percató de que estaba escrito en su lengua. La curiosidad por saber qué podría haberse escrito allí le hizo abandonar su camino y volverse sin más dilación al monasterio, donde empezó a leerlo con notoria avidez.

 

 

       

 

 

Pasaron los días y el joven fraile no salía de su asombro. Las páginas de su hallazgo relataban que existía en el mundo un gran libro que contenía todo el saber de la historia de la humanidad. Por fortuna para él, además de eso, se incluía entre las páginas un pequeño mapa que parecía indicar dónde se encontraba tan preciado tesoro. Pero había un problema, ya que para obtener el conocimiento total se necesitaba descifrar un código que estaba escrito en una lengua muerta. El fraile, decidido e ilusionado, empezó a estudiar todas las lenguas del mundo que habían caído en desuso y, en poco tiempo, se defendía en la mayoría de ellas con relativa soltura. Fue entonces cuando decidió emprender su viaje hacia la fuente del conocimiento.

Por el mismo tiempo, en una región más al sur vivía un leñador que, en un caluroso día de otoño, mientras se dirigía al bosque en busca de un poco de leña, tropezó con algo que sobresalía del suelo, haciendo que cayera de bruces sobre el polvo del camino. Pensando que podría tratarse de algo de valor, escarbó ansiosamente en la tierra, pero, para decepción suya, no encontró más que un viejo libro que sólo poseía una extraña inscripción en la primera hoja y el resto eran páginas en blanco. El hombre, enfurecido, se sacudió la ropa y, a pesar de no saber qué hacer con su hallazgo, lo guardó en su saco, pensando que, quizás, lo podría vender a algún comerciante de la zona y obtener así unas monedas por él.

Mientras tanto, el fraile había emprendido ya su largo viaje y, por dondequiera que iba pasando, preguntaba a las gentes por la existencia de su ansiado tesoro, pero nadie parecía saber nada. Muchos de ellos ni siquiera sabían lo que era un libro, y el pobre fraile se fue decepcionando por días. Sin embargo, los lugareños comenzaron a hacerse eco de las extrañas preguntas del fraile y la historia llegó a oídos del leñador, que, llevado de la avaricia, vio en su reliquia un objeto de gran valor con el que podría hacerse muy rico.

No pasaron muchas noches hasta que el leñador encontró al fraile, y, educadamente, lo invitó a acomodarse en su casa y tomar un buen vino cerca de la chimenea, mientras negociaban el precio que debía pagar el fraile por el libro. Estuvieron discutiendo sobre su valía largas horas, hasta que el rústico leñador, cuyas entendederas no podían comprender por qué era importante aquel objeto, preguntó a su invitado para qué quería un libro en blanco, con sólo una extraña inscripción que, posiblemente, jamás llegaría a descifrar.

El fraile le explicó que él sí podría leerla y le confesó la magia de la reliquia. Le dijo que, gracias a ese libro, se lograría poseer todo el conocimiento del mundo y, con esto, se podrían erradicar las enfermedades, evitar el problema de la pobreza, conocer los orígenes de la humanidad, hablar todas las lenguas conocidas, amén de otros muchos beneficios.

Todas las bondades que podría facilitar aquel antiguo legajo despertaron en el leñador su ya avispada avaricia, aunque viniesen de manos de lo que para él no pasaba de ser un inútil objeto. Concentrar todo el saber de la Tierra en sus manos, recorrer todos los reinos del mundo, curar enfermedades, hablar sobre los astros que iluminan las noches o expresarse en otras lenguas distintas de la suya podrían ser un medio indiscutible para convertirlo en el hombre más rico del planeta y eso no dejaba de martillear su poco usado meollo.

En esta creencia, el leñador le dijo repentinamente al fraile que se guardara su dinero, que el libro no estaba en venta. El clérigo, sorprendido, le insistió en que debía vendérselo, lo que no hizo más que aquel hombre se reafirmase en su negativa.

 

 

      

 

 

Comprendiendo el leñador que de poco le valía estar en posesión de algo cuyo contenido no podía entender, cogió violentamente al monje, lo ató de pies y manos y lo arrastró a una esquina de su casa, donde le golpeó con saña en la cabeza y en la espalda, y al tiempo que medía con su palo las costillas de aquel hombre sacro, le gritaba que si no leía la clave de la primera página, lo mataría sin piedad. Temiendo el pobre fraile encontrarse con el Creador antes de lo previsto, le leyó la inscripción del libro mágico con una débil pero clara voz.

De repente, de aquella reliquia empezó a emerger un agradable aroma que, a modo de sutil torbellino, envolvió todo el cuerpo del fraile y las páginas en blanco empezaron a llenarse de letras que revelaban todos los saberes del universo. Al comprobar el leñador que todo aquello sólo le reportaba sabiduría, y nada de poder y de riqueza, montó en cólera, y, cogiendo un trozo de leña, lo prendió en el fuego de la chimenea y, sin más dilación, quemó el sagrado libro, haciendo que el conocimiento de toda la humanidad se perdiera.

El monje contempló perplejo cómo su trabajo de tanto tiempo se desvanecía en un instante y, mirando indignado al leñador, le recriminó severamente haber acabado para siempre con el objeto más importante que pudiera existir en el mundo, a lo que el leñador no respondió más que con un gesto de indiferencia. Tal fue la respuesta de un hombre dominado por la incultura y la avaricia.

El fraile pidió a aquel hombre que lo liberara de sus ligaduras, cosa que éste hizo. La satisfacción de que el religioso no había conseguido su objetivo de preservar para la posteridad el conocimiento humano lo conformaba.

 

«Cuántos necios hay, aún hoy en día, que se burlan de aquellos que quieren saber, e intentan que dejen de aprender, ridiculizándolos y quitándoles importancia a sus logros, porque posiblemente temen que algún día éstos se conviertan en seres más ricos y poderosos que ellos, cuando no saben que el verdadero gran tesoro es el propio conocimiento.»

  

  

  

M.ª Ángeles Jiménez Cobalea (Málaga, 1987) cursó los estudios de Educación Primaria y de ESO en el C. P. C. “San Juan de Dios (La Goleta)” de Málaga. Los estudios de Bachillerato los realizó en el I. E. S. “Nuestra Señora de la Victoria” (Martiricos) también de Málaga. Es diplomada en Maestra de Lengua Extranjera (Sección: Lengua Inglesa) por la Universidad de Málaga. Aficionada a la lectura y los idiomas, está en posesión del título oficial de inglés de la Escuela Oficial de Idiomas de Málaga y actualmente continúa en la misma realizando estudios de francés.

    

    

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Año III. Número 23. Septiembre-Octubre 2004. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2004 M.ª Ángeles Jiménez Cobalea. © 2002-2004. Depar-tamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga.

    

    

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