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LA CONCIENCIA DE PECADO COMO FATALIDAD Y COMO DESTINO

Breves reflexiones en torno a La letra escarlata, de Nathaniel Hawthorne

(y III)

   

Por Enrique Castaños Alés

   

  
                                                                                                                   
  

  

  

E

n cuanto a Arthur Dimmesdale, que es un hombre de profundas convicciones religiosas, temeroso de Dios y entregado por entero a su feligresía, el sentimiento de culpa lo atormenta de manera terrible por su acción con Hester, de la que se arrepiente sinceramente, aunque continuará amando apasionadamente en secreto, dentro de sí mismo, a la valerosa joven. Desde el principio del calvario por el que tiene que pasar Hester, le insta a que desvele su nombre, aunque, como hemos dicho ya, con nulo resultado, pues ella quiere evitar a toda costa que finalice su actividad como pastor y que se exponga de manera tan humillante al escarnio público. Pero no vaya a pensarse que Arthur es un cobarde o un despiadado egoísta. Hace todo lo que está en su mano por aliviar el sufrimiento de Hester. Por ejemplo, cuando intercede con valentía e impecable argumentación, en presencia del Gobernador de la colonia, Richard Bellingham [29], y de su superior, el humanitario reverendo John Wilson [30], en favor de que Hester continúe viviendo con su hija Pearl, haciendo una encendida y conmovedora defensa de los «derechos inalienables» que asisten a una madre que ama con total desinterés y dedicación a su hija (cap. 8). Entre madre e hija, alega el ministro, «existe una relación terriblemente sagrada», que se ve acentuada por el hecho de que la misión de Pearl es la de bendecir, «de ser la única bendición en la vida de esta mujer»; más aún: la función de la pequeña Pearl es de carácter expiatorio, y eso explica que el atuendo de la niña recuerde el símbolo que su madre lleva sobre el pecho (cap. 8).

Arthur no es un hombre de ideas liberales; para tener paz espiritual, necesita sentir sobre él la presión de la fe, que lo confinaba en una especie de armazón de hierro (cap. 9). Pero, aunque sinceramente arrepentido, el sentimiento de culpa casi lo conduce a la locura. Ello es así, en parte, por la sutil y demoníaca actuación de Roger Chillingworth, quien, bajo la apariencia de la amabilidad y la amistad, tratará de destruir psicológica y moralmente a un espíritu tan sensible como el de Arthur. Su sensibilidad es tan intensa, su imaginación y su pensamiento tan activos, que la enfermedad física tenía así muchas probabilidades de originarse en el interior de este turbulento magma espiritual (cap. 9). En Arthur se daba una «extraña compenetración de su cuerpo con su alma»; de ahí que, en su caso, «una enfermedad del cuerpo» pueda ser «sólo un síntoma de una enfermedad del espíritu» (cap. 10). Pero un «hombre que está agobiado por un secreto», como era su concreta circunstancia, «debería evitar toda intimidad con su médico» (cap. 9), pues no olvidemos que Chillingworth ha tenido la suprema habilidad de ganarse la confianza de Dimmesdale sin que este sospeche nada, ofreciéndose como su médico, pues como tal se ha presentado en la comunidad después de su repentina aparición en el poblado, sin que nadie, salvo, naturalmente, Hester, lo reconozca. En una conversación con el sigiloso y vengativo falso médico, Arthur manifiesta juicios y opiniones que pudieron haber influido en Miguel de Unamuno al escribir San Manuel Bueno, mártir (novelita publicada en marzo de 1931), especialmente porque, además de esconder un profundo secreto que no quiere conozca la comunidad de feligreses a la que atiende espiritualmente, sugiere que si tal secreto se conociese, entonces no podría llevar su bálsamo y consuelo a los pecadores, que necesitan verlo como un hombre puro y sin mácula. Su tormento, indecible, es interior, está oculto, y, por eso mismo, es aún más devastador (cap. 10).

  
                                                             
  

Hester Prynne (Demi Moore), con la marca que la señala como adúltera.

(Fotograma de la película "La letra escarlata", dirigida por Ronald Joffé en 1955).

  
  

Cuando descubra la identidad de su compañero de casa y de cuáles son sus verdaderas intenciones, desveladas por Hester en lo más profundo del bosque, Arthur recibirá una impresión muy intensa. Esta escena del encuentro en la umbría de los que una vez fueron fugaces amantes, después de transcurridos siete años [31] de sufrimiento en silencio, es de una belleza indescriptible. Es la cita furtiva entre dos seres puros y buenos que todavía se aman con ternura y absoluto desinterés. «Si fuera un ateo —le dice Arthur a Hester entre el rumor de las hojas—, un hombre sin conciencia, un desalmado con instintos toscos y brutales, puede que hubiese encontrado paz hace mucho tiempo. Más aún, no la habría perdido nunca» (cap. 17). La penitencia que ha hecho hasta entonces la estima insuficiente, una prueba más de su severa autoexigencia moral: «¡Es verdad que ya he hecho bastante penitencia! Pero no he logrado verdadero arrepentimiento» (cap. 17). Para Arthur, el pecado de Chillingworth es mayor que el de Hester y el suyo propio, pues el médico «violó a sangre fría el sagrado secreto de un corazón humano» (cap. 17). Sólo ante los ojos de Hester, delante de ella en la soledad del bosque, podía Arthur, que había sido falso ante Dios y ante los hombres, ser, por unos instantes, él mismo (cap. 17). La cruda verdad, dice el narrador en referencia a Dimmesdale, «es que las huellas que la culpa deja en las almas no se pueden reparar en este mundo» (cap. 18).

Es al final del relato cuando Arthur nos ofrece una actitud inequívocamente gallarda y decidida, precisamente al tomar la irrevocable decisión de comunicarle a toda la comunidad —después de haber pronunciado su último sermón, que casi lo ha transfigurado en un santo a ojos de todos— cuál es la verdad del hecho que tan celosamente ha guardado, bien es cierto que a instancias de Hester, durante siete prolongados años, y la expresa, además, encima del mismo patíbulo vergonzoso en el que Hester Prynne, con su hijita en brazos, sufrió entonces tan espantosa humillación. Hace algún tiempo que siente, que intuye de un modo muy difícil de explicar racionalmente que va a morir, y no está dispuesto a permitir que esto ocurra sin haber asumido públicamente su culpa. Las graves palabras que pronuncia desde el oneroso tablado, dejan atónita y sobrecogida a la multitud que lo escucha en profundo y recogido silencio. Se arranca violentamente la banda de clérigo, y la misma marca, igual a la de Hester, que ha estado durante todo ese tiempo quemando su corazón, surge de pronto, como un signo del castigo divino, ante las miradas de una multitud paralizada por el horror, sobre su pecho (cap. 23). Pero Hawthorne nos propone aquí una metáfora, pues el narrador no deja definitivamente aclarado si la marca era o no real, nítidamente visible o no, ya que algunos de los presentes manifestaron haberla visto con sus propios ojos, mientras que otros afirmaron, igual de resolutivos, que no habían visto estigma alguno hendido en la carne viva del pecho de Arthur Dimmesdale. Lo importante, viene a decirnos el novelista, es el estigma que durante siete interminables años ha quemado lo más escondido del corazón y el pecho de Arthur, con independencia de que los ojos de los sentidos puedan o no verlo. Lo que sí pudo comprobar la muchedumbre congregada es que el espíritu de Dimmesdale, desde el momento en que se hubo desprendido de su culpa, se hundió en un profundo reposo, como si un pesado fardo le hubiese sido arrancado.

Para Nathaniel Hawthorne, que nunca pierde de vista el temible combate entre las fuerzas del bien y las fuerzas del mal que tiene lugar a todo lo largo de la existencia de la vida de los hombres desde el momento de la caída, la actitud de Arthur confirma que el demonio no puede triunfar; expresado de otro modo: que Chillingworth ha fracasado por completo. Pero Arthur lo perdona lealmente, sin atisbo alguno de rencor. Pearl, que un poco antes se había abrazado a las piernas de su padre, lo besa ahora en los labios. Las lágrimas de la que está a punto de dejar de ser una infanta, caen sobre su padre como una promesa de futuro y de esperanza para ella. Arthur, al fin de esta conmovedora escena, muere en brazos de Hester, muy poco después de que ella le haya dicho: «¡Estoy segura de que hemos pagado el precio de la libertad, el uno con el dolor del otro!» (cap. 23). La libertad, parece decirnos Hawthorne, la libertad individual, la libertad de elegir, lleva aparejado el sufrimiento, en este caso provocado por unos principios religiosos impregnados de prejuicios, de intolerancia y de fanatismo.

Hay aquí un contacto muy tangencial con la cosmovisión dostoyevskiana de la libertad, un autor, en cualquier caso, que no pudo influir absolutamente nada en el contenido moral de La letra escarlata. Para el gran novelista ruso, sobre todo a partir de 1866, año en que comienza a publicarse Crimen y castigo, la libertad, que constituye el máximo distintivo del ser humano, es libertad de elegir entre el bien y el mal; el problema de la libertad no puede disociarse del problema de Dios y del problema del mal; la redención del mal cometido exige arrepentimiento y castigo; y la vida del hombre es inconcebible sin sufrimiento, pues este es consustancial a la condición humana.

En la novela de Hawthorne, el precio de haber elegido libremente los amantes, en el seno de una comunidad intransigente, conlleva ineluctablemente el recíproco sufrimiento de ambos, la separación definitiva y la marginación social de uno de los amantes, que se sacrifica voluntariamente y a un precio terrible por el otro, una muestra indubitable de la misteriosa fuerza del amor. Las últimas palabras de Arthur, antes de expirar, son memorables. Dice que lo que ambos hicieron fue una cosa en la que mostraron olvidarse de Dios, algo que supuso una violación del respeto que mutuamente se debían el uno para con el otro, algo que parecía hacer para siempre imposible que se encontrasen en la otra vida, en la vida verdadera, en la vida eterna, pero la infinita misericordia de Dios hará posible ese anhelado encuentro, de igual modo que esa misma misericordia se ha manifestado en las terribles aflicciones de Arthur: en el estigma que abrasaba su pecho (por eso se ponía tanto la mano en él, para asombro constante de la pequeña Pearl), en la aparición y fatal presencia obsesiva de su enemigo declarado Chillingworth, en su confesión pública delante de todos.

  
                                                             
 

Arthur Dimmesdale (Gary Oldman), clérigo de profundas convicciones religiosas, pero atormentado por un sentimiento de culpa.

("La letra escarlata", de Roland Joffé, 1995).

 
  

Después del penúltimo capítulo, el autor coloca una Conclusión del relato, el capítulo 24, que debe ser leída con atención, pues está impregnada de un hondo significado moral. Dos cuestiones deben ser subrayadas. La primera, que al exhalar su último suspiro en los brazos de Hester Prynne, Arthur Dimmesdale está expresándole a toda la humanidad cuán débil es el derecho de los hombres a la autosatisfacción. En presencia de todos estaba dejando entrever una gran verdad: que todos somos pecadores frente a la Pureza Infinita, esto es, Cristo. La segunda, y este sí puede ser considerado un planteamiento ético kantiano, que hay que decir la verdad, la verdad más recóndita que anida en nuestro ser, y si no somos capaces o no tenemos el valor de decirla completa, al menos debemos manifestarla de tal manera que permita a los demás atisbar cómo somos verdaderamente por dentro y qué escondemos.

Quizá sea este el momento de discrepar con algunas de las rotundas afirmaciones del eruditísimo e inimitable escritor argentino Jorge Luis Borges, contenidas en el texto de una conferencia sobre Nathaniel Hawthorne que pronunció, en marzo de 1949, en el Colegio Libre de Estudios Superiores de la ciudad de Buenos Aires. Apoyándose en la opinión de Edgar Allan Poe de que Hawthorne tendía a la alegoría, algo indefendible para el gran escritor bostoniano, así como en la creencia de que un «error estético» dañó al autor de La letra escarlata, «el deseo puritano de hacer de cada imaginación una fábula lo inducía a agregarles moralidades y a veces a falsearlas y a deformarlas» [32], Borges concluye diciendo que los cuentos de Hawthorne son mucho mejores que sus novelas. En su excesiva propensión a la metáfora, lo compara con Ortega y Gasset, y, además, opina que, a pesar de su «curiosa imaginación», Hawthorne es un escritor «refractario, digámoslo así, al pensamiento» [33]. Las preferencias de Borges se decantan por Twice-Told Tales (Cuentos dos veces contados, de la primavera de 1837), en donde se prefiguran, sobre todo en Wakefield, el mundo de Herman Melville y de Franz Kafka [34]. No sólo no creo que haya fundamento para afirmar que un escritor como Hawthorne es «refractario al pensamiento», siempre y cuando ese concepto de pensamiento se amplíe, como debe hacerse, a la esfera de lo religioso y lo moral, sino que, antes de leer el deslumbrante ensayo de Borges, he entrevisto relaciones, desde el punto de vista de las consecuencias morales y del trágico fin que puede derivarse de una acción, con uno de los más excelsos relatos de Herman Melville, Billy Budd, marinero, aunque el escritor bonaerense no acierte a ver ninguna. Tampoco me parece un descrédito, sino todo lo contrario, procurar «hacer del arte una función de la conciencia» [35], como con acertado juicio crítico deduce el rioplatense de las novelas del estadounidense. A diferencia de lo que opinaba Henry James, Jorge Luis Borges no ve «objetividad» alguna en La letra escarlata. Objetividad que, tanto para Henry James como para Ludwig Lewisohn (1882-1955), se fundamentaba básicamente en la autonomía e independencia del personaje de Hester Prynne. Esa objetividad, sin embargo, la ve Borges en Joseph Conrad o en León Tolstoi, pero no en Hawthorne [36]. Nosotros, no obstante, sí compartimos la opinión de ese gran representante de la novela psicológica que fue Henry James.

   

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Sólo resta completar el dibujo de la personalidad del complejo personaje de Roger Chillingworth, el marido de Hester Prynne al que todos creían muerto en un naufragio, durante el viaje desde Inglaterra hasta la Bahía de Massachusetts, pero que aparece de improviso en el poblado, bajo un nombre supuesto y ocultando su identidad, salvo a su propia esposa, después de haber sido retenido durante un periodo prolongado por los indios, de los que ha aprendido mucho, en especial el elevado poder curativo de las hierbas y plantas silvestres. Él mismo admite que ha empleado «sus mejores años en alimentar el sueño hambriento de la sabiduría» (cap. 4).

Chillingworth es un hombre, desde mucho antes de conocer a Hester, volcado casi exclusivamente en el estudio y en el mundo frío, marmóreo y rígido de los libros. La aventura imprevisible de la experiencia de la vida, con sus caídas y contradicciones, con sus aciertos y desatinos, con sus misterios y transparencias, es algo completamente desconocido para él. Sólo vive encerrado en el limitado universo de los libros que estudia, sin pasión, sin ardor, sin fuego que abrase el alma. En la única entrevista que mantiene con Hester cuando ésta se halla en la cárcel, le dice a la que una vez fue su esposa: «Mi mundo era un mundo sin alegría. Mi corazón era una habitación suficientemente grande para albergar a muchos huéspedes, pero solitaria y fría, y sin un fuego que la calentara» (cap. 4). En esa misma conversación carcelaria, le confiesa a Hester que está decidido a descubrir la identidad del hombre que ha yacido con su mujer: «Créeme Hester, hay pocas cosas (ya sea en el mundo exterior, o, hasta cierto punto, en la esfera invisible del pensamiento), pocas cosas que permanezcan ocultas al hombre que se dedica intensa y exclusivamente a resolver un misterio» (cap. 4). Chillingworth se nos presenta, pues, como un ejemplo de perseverancia, aunque el objeto de sus indagaciones sea la venganza. Sin haber estudiado Medicina en ninguna Universidad, sus amplias lecturas y sesudos conocimientos le facultarán, mediante el engaño y la simulación, ejercerla en Boston, en donde se presenta como médico, manteniendo desde muy pronto unas excelentes relaciones con las autoridades locales.

Enterado desde el principio de lo que su mujer ha hecho, es decir, simultáneamente al resto de los miembros de la comunidad, el principal y casi único objetivo de la existencia de Chillingworth es la venganza, especialmente dirigida contra ese hombre, todavía desconocido, que es el padre de Pearl, hombre cuya vida se propone destruir lenta y cruelmente, pero con la astucia de un zorro y la prudencia de una serpiente como valiosas auxiliares. Todo el motor de su vida, desde que conoce los hechos, nos dice el narrador en la Conclusión del libro, había sido entregarse a la organización y ejecución de esa despiadada venganza.

  
                                                             
 

Roger Chillingworth (Robert Duvall), en realidad, el marido de Hester, dado por muerto. Cegado por el odio, sólo vive para vengarse de su mujer.

("La letra escarlata", de Roland Joffé, 1995).

 
  

Entrado en años, deforme, inteligente y astuto, Chillingworth es, sobre todo, un malvado. En cierto modo, al igual que el Claggart de Billy Budd, marinero, el mal que anida en el corazón de Chillingworth es una maldad más allá del vicio, que «no participa en nada de lo sórdido ni de lo sensual», aunque, a diferencia de Claggart, no se trata de una «depravación natural» [37], sino de una malignidad alimentada por el odio e incluso por una incapacidad para asimilar correctamente los parabienes de la civilización, representados por los libros de la más alta cultura. La única persona que conoce la verdadera identidad de Chillingworth es, naturalmente, Hester, aunque, bajo siniestras amenazas, tendrá que mantenerla oculta, decidiéndose, al fin, pasados siete años, a revelarle a Arthur, en la entrevista del bosque, la identidad de Roger y que comparte casa nada menos que con su más declarado enemigo.

   

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Pearl, por último, es el fruto, la encantadora hija nacida de la relación adúltera entre Hester y Arthur. Representa la inocencia, lo indómito, lo incontaminado y natural, y, en este sentido, podríamos encontrarle un cierto paralelismo con la niña Catherine Earnshaw que se cría medio salvaje en las landas del Yorkshire, del mismo modo que hay en ella destellos luminosos que proceden de ese culto «trascendentalista» a la Naturaleza de Ralph Waldo Emerson y de Henry David Thoreau, y quién sabe si no la tuvo algo en cuenta Melville para pergeñar la más pura inocencia y bondad que aflora de todas sus creaciones, «la bondad más allá de la virtud» [38], tal como se revela en la enigmática e inmarcesible encarnación del bello marinero Billy Budd.

Pero Pearl también parece estar inconscientemente rodeada de un extraño halo de misterio, pues de su comportamiento se desprende una innata capacidad para saber qué ocurre a su alrededor, cómo es el interior de las personas, qué energía desprenden, si salutífera y buena, o perversa y demoníaca [39]. Pearl [40] es traviesa, indomable, caprichosa, inquieta, algo así como un duendecillo de los bosques, pero ama con locura a su madre. Representa lo contrario de las convenciones sociales, de las normas trasnochadas, de la hipocresía, del fanatismo religioso y la falsedad moral. Como muy bien acierta a decir Arthur —ya lo hemos recordado—, la misión de Pearl «es la de bendecir; de ser la única bendición en la vida de esta mujer [Hester]. Su función es también, como la misma madre ha dicho, expiatoria» (cap. 8). En la educación de Pearl encontrará un campo propicio para desahogarse la fantasía del pensamiento de Hester Prynne.

A la muerte de Chillingworth, Pearl recibió una sustanciosa herencia. Después de esa muerte, madre e hija desaparecieron durante largos años. Pero, al fin, Hester Prynne regresó al que consideraba su verdadero hogar. Madre e hija terminaron separándose, y es comprensible pensar que Pearl vivió con comodidad y entre los encantos de su juventud, posiblemente en Inglaterra, o en lejanas y extrañas tierras, aunque con certeza nunca más se supo de sus pasos. Hester Prynne, por su parte, y sin que nadie se atreviese ahora a obligarla a ello, colocóse voluntariamente de nuevo la letra escarlata sobre su pecho, pero, en esta ocasión, el estigma sólo provocaba admiración y respeto entre quienes la rodeaban. Deseaba en lo más íntimo continuar haciendo penitencia. Hester Prynne dedicó lo que le quedaba de vida al trabajo y a la altruista dedicación a sus semejantes, y, como había tenido una gran experiencia en el dolor y en el sufrimiento, sus consejos eran muy estimados por los habitantes de la colonia. Al morir, su tumba fue cavada junto a la de quien una vez había sido el hombre de sus sueños.

  

  

Málaga, 1 de mayo de 2014, festividad de Santa Columba de Cornualles, princesa virgen del siglo VI que fue decapitada por no querer casarse con un esposo pagano.

  

  

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NOTAS

29 Personaje histórico, nacido en Inglaterra en 1597, emigrante a Nueva Inglaterra en 1634, fue durante varios periodos teniente-gobernador, y, finalmente, en 1641, 1654 y desde 1665 hasta su muerte, ocurrida en 1672, Gobernador de Massachusetts. Los datos los proporcionan los traductores en la nota número 12 de la citada edición de la novela de Hawthorne.

30 Pastor protestante, superior en jerarquía a Arthur Dimmesdale, se trata también de un personaje rigurosamente histórico, nacido en Inglaterra en 1591, donde obtuvo, en el King’s College de Cambridge, los grados de bachiller y licenciado en Artes, trasladándose posteriormente a Nueva Inglaterra, en 1630, donde trabajó como profesor en la Primera Iglesia de Boston, lugar en el que permaneció hasta su muerte, acaecida en 1667. Asimismo, estos datos biográficos los proporcionan los traductores en la nota número 13 de la mencionada edición de la novela.

31 El simbolismo bíblico del número siete no debe ser desdeñado.

32 Jorge Luis Borges, «Nathaniel Hawthorne», en Prosa Completa, Barcelona, Bruguera, 1980, volumen 2, pág. 180.

33 Ibídem.

34 Ibídem, pág. 185.

35 Ibídem, pág. 189.

36 Ibídem, pág. 190.

37 Herman Melville, Benito Cereno. Billy Budd, marinero, Madrid, Alianza, 2007, pág. 240. Las expresiones de la novela corta de Melville corresponden al capítulo 11. La traducción del segundo de los relatos de Melville recogido en la edición de Alianza, que es el que ahora nos ocupa, es de José María Valverde.

38 Hannah Arendt, Sobre la revolución, pág. 111. En el apartado 3 del capítulo 2 de su profundo ensayo, quizás lleve a cabo la gran pensadora judía la que puede ser considerada como la más aguda —a pesar de su concisión— interpretación jamás realizada del magistral relato de Herman Melville.

39 Similar intuición profunda para distinguir la malignidad de la inocencia, también pareció adornar al intachable capitán Vere en Billy Budd, marinero, sublime encarnación de «la virtud más allá de la bondad», y que, a pesar suyo, puesto que las leyes no están hechas ni para los ángeles ni para los demonios, sino sólo para los hombres, no tendrá más remedio que persuadir al Consejo de guerra sumarísimo de que Billy Budd, un «ángel de Dios», debe ser ahorcado, después de haber matado, casi con completa seguridad involuntariamente, a su superior Claggart de un manotazo. La inocencia pura castiga implacablemente, del único modo que sabe hacerlo, al mal absoluto, a la «depravación natural», pero, por eso mismo, en tiempo de guerra y en un mundo en el que sólo pueden regir las leyes humanas, a Billy Budd no le queda otra salida que la ejecución, promovida por quien menos desea su muerte; de ahí la inmensa tragedia que contiene en sus entrañas este relato único. Véanse para toda esta cuestión los mismos capítulos señalados en las notas precedentes de los libros de Herman Melville y de Hannah Arendt.

40 En 1649 tiene siete años cumplidos.

  
                                                             

   

 

     

   

   

Enrique Castaños Alés (Málaga, 1956). Profesor de Instituto de Enseñanza Media. Profesor del Departamento de Historia del Arte de la Universidad de Málaga (cursos 2006-2011). Su Memoria de Licenciatura, leída en 1981 y aprobada con la calificación de Sobresaliente por unanimidad, versó sobre los Aspectos teóricos del socialismo utópico francés. Su tesis doctoral, defendida en 2000 con la calificación de Sobresaliente cum Laude, versó sobre Los orígenes del arte cibernético en España.

Es autor del libro La pintura de vanguardia en Málaga durante la segunda mitad del siglo XX.

Crítico de arte del diario SUR de Málaga entre 1996 y 2012. Colaborador de las revistas Lápiz, Galería, Boletín de Arte de la Universidad de Málaga Arte y Parte.

Ha sido Director de la Sala de Exposiciones de la Diputación de Málaga, Director del Departamento de Promoción Cultural de la Fundación Picasso-Casa Natal y comisario de múltiples exposiciones, entre las que destacan las antológicas y retrospectivas dedicadas a Manuel Barbadillo Nocea, Stefan von Reiswitz, Godofredo Ortega Muñoz, Esteban Vicente y Francisco Hernández Díaz.

Ha comisariado exposiciones monográficas de Tomás García Asensio, Lugán, Oriol Vilapuig, Santiago Mayo, Jordi Teixidor Otto, Andreu Alfaro, Manuel Salinas, Pablo Alonso Herraiz, Dámaso Ruano Gómez, Manuel Mingorance Acién y el Colectivo Palmo de Málaga. En 1992 fue comisario de la exposición «El arte de construir el arte». Colaborador de la muestra «Andalucía y la modernidad», del volumen Arte desde Andalucía para el siglo XXI y del catálogo de la exposición «El discreto encanto de la tecnología», celebrada en el MEIAC de Badajoz y el Museo ZKM de Karlsruhe.

Ha impartido numerosas conferencias y ha sido ponente en diversos seminarios organizados por las Universidades de Málaga y Alicante. En 1997 publicó unas Consideraciones sobre Ordet de Carl Th. Dreyer.

   

   

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Trimestral de Cultura. Año XIV. II Época. Sección 4. Página 8. Número 86. Octubre-Diciembre 2014. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2014 Enrique Castaños Alés. © Las imágenes, extraídas a través del buscador Google de diferentes sitios o digitalizadas expresamente por el autor, se usan exclusivamente como ilustraciones, y los derechos pertenecen a sus creadores. Edición en CD: Depósito Legal MA-265-2010. © 2002-2014 Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga.