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LA CONCIENCIA DE PECADO COMO FATALIDAD Y COMO DESTINO

Breves reflexiones en torno a La letra escarlata, de Nathaniel Hawthorne

(II)

   

Por Enrique Castaños Alés

   

   

  
                                                                                                               
  

E

l personaje principal de la novela, alrededor del cual gira todo, es Hester Prynne, una mujer joven y bella, de sólidos principios morales, culta, indómita y amante de la libertad, en una época en que comenzaba a emanciparse el intelecto humano (cap. 13), pues nos encontramos en plena revolución científica, como consecuencia, sobre todo, de los hallazgos en el campo de la astronomía del italiano Galileo Galilei (†1642) y del alemán Johannes Kepler (†1630), quienes impulsaron de manera decisiva el establecimiento del nuevo método científico, delimitando nítidamente las parcelas de la fe y de la ciencia, que, como argumentó reiteradamente Galileo a partir de 1610, no tienen por qué entrar en contradicción, siempre y cuando una y otra permanezcan en sus respectivos campos, sin invadirse mutuamente.

Galileo, que era un creyente y católico convencido, pretendía sinceramente, además, preservar a la propia Iglesia, evitando que cayese en el ridículo frente a los protestantes. Si las verdades de la ciencia, descubiertas a través de la observación y del método experimental, no pueden ser alteradas, pues eso sería contravenir las leyes y los fenómenos evidentes de la naturaleza, lo que deben hacer los teólogos es reinterpretar la Sagrada Escritura, a fin de acomodarla a tales verdades, lo que en ningún caso significa subordinación de la fe a la ciencia, sino delimitación estricta de sus respectivos campos de actuación [19]. No hace falta insistir que las otras dos figuras fundamentales en los cambios que se están produciendo en las ciencias matemáticas y en la emancipación del intelecto humano respecto de los prejuicios, de la ignorancia y del fanatismo, son los pensadores franceses Renato Descartes (†1650) y Blas Pascal (†1662), si bien este último hará bien en advertir del peligro del ensoberbecimiento del hombre, que cometería un gravísimo error, como de hecho ocurrirá más adelante, en creerse un dios y no ser consciente de sus limitaciones.

En cuanto al carácter indómito y al amor por la libertad de Hester Prynne, el lector evoca de inmediato a la anticonvencional y apasionada Catherine Earnshaw de Cumbres borrascosas (Wuthering Heights), la inmortal novela de Emily Brontë, publicada en diciembre de 1847, tan solo un año y medio antes del comienzo de la redacción de La letra escarlata. Aunque las circunstancias sean por completo distintas en ambas novelas, y aunque Catherine se case con el joven Edgar Linton, quién sabe si por atolondramiento de la juventud o deslumbrada ante el refinamiento de la familia que la acoge, si bien su corazón pertenece por entero íntimamente a Heathcliff, el narrador de la novela de Hawthorne hace una interesante observación en relación a Hester: «Es curioso que las personas que se atreven a dejar que su imaginación especule libremente sean a menudo las que se amoldan con mayor tranquilidad a los reglamentos externos de la sociedad» (cap. 13). La razón de ello se encuentra, al menos en el caso de Hester, tanto en la actividad del pensamiento como en el hecho de que su alma se mantiene completamente libre. Otra razón muy poderosa es la compensación que halla en su plena dedicación al cuidado y educación de su hija, la pequeña Pearl. Será este conjunto de razones, principalmente, el que la conduzca a aceptar el humillante castigo impuesto por la comunidad en la que vive.

¿Cuál ha sido su pecado? Según el gran lógico de la primera mitad del siglo XII en el Occidente cristiano, Pedro Abelardo, «lo característico del pecado es su consentimiento al mal». Para Abelardo, «la causa de la transgresión» es «un simple movimiento de abandono» [20]. Pero, como vamos a ver en seguida, en la acción de Hester Prynne ni puede hablarse propiamente de maldad ni tampoco de «abandono», esto es, de despreocupación o perezosa inconsciencia; en todo caso, y tampoco podemos estar seguros, de irreflexivo impulso. Su pecado, si puede llamársele así, es el único desliz que ha cometido en su vida: mantener una fugaz relación con el pastor protestante Arthur Dimmesdale, fruto de la cual será su embarazo y el nacimiento de Pearl. Los jueces, que podrían muy bien haberla condenado a muerte si se hubiese tratado de un adulterio normal, es decir, en el caso de haber mantenido relaciones extramaritales engañando al esposo, la obligan a llevar permanentemente una gran letra A de adúltera sobre su pecho, una letra que ella misma bordará de manera exquisita, pues era una excelente bordadora, con hilo de oro, sobre un fondo rojo. No obstante la precisión sobre el concepto de pecado de Pedro Abelardo que me ha parecido pertinente hacer, Hester Prynne sí tendrá, efectivamente, conciencia de haber cometido un pecado, aunque mayor será ese sentimiento de culpa en Arthur, un personaje verdaderamente atormentado. La educación recibida y el ambiente religioso opresivo en que viven les predisponen, sin duda, a tener esa conciencia.

  
                                                   
 

El argumento de "La letra escarlata" (The Scarlet Letter) tiene como escenario la puritana Nueva Inglaterra  de principios del siglo XVII y narra la historia de Hester Prynne, una mujer joven y bella, de sólidos principios morales, culta, indómita y amante de la libertad, que es acusada de adulterio.

(Imagen tomada de la web: Webquest: Puritans and “The Scarlet Letter”.)

 
  

Pero conviene reparar en una serie de circunstancias que Hawthorne ni mucho menos consiente que sean las que rodeen el hecho por un simple capricho de su imaginación creadora, sino presentándolas, si puede decirse así, en cierto modo como atenuantes, a la vez que las acompaña de una decisión al menos que engrandece desde el punto de vista moral a su valiente heroína. La primera es que Hester, cuando se entrega a Arthur, está absolutamente convencida de que su marido, Roger Chillingworth, está muerto, sumergido para siempre en las profundidades del Atlántico, al creer todos los habitantes del poblado que había naufragado el barco que lo transportaba de Inglaterra a Boston, pues Chillingworth, al objeto de resolver una serie de asuntos pendientes, partió después que Hester. Insisto en que no es que lo creyesen ella y Arthur, sino que lo pensaba toda la población del pequeño Boston. Lo que no se le perdona a Hester es que haya mantenido una relación, aun estando casi con absoluta certeza viuda, con un hombre sin estar casada.

Una segunda circunstancia es que un pastor calvinista, como cualquier otro sacerdote protestante, podía casarse, es decir que no estamos ante una rotunda obligación de celibato, como la establecida por la Iglesia católica para los sacerdotes, y más aún después del Concilio de Trento, cuyas sesiones finalizaron en diciembre de 1563. Naturalmente, un pastor calvinista, así como cualquier otro protestante, no podía mantener relaciones sexuales fuera del matrimonio, a pesar de que los dos únicos auténticos sacramentos admitidos finalmente por Martín Lutero serían el Bautismo y la Eucaristía. Esas relaciones, en tales circunstancias, sí eran un grave pecado, especialmente entre los puritanos y otras confesiones de similar naturaleza, y, de ahí, en buena medida, la honda conciencia de pecado que se apoderará de ambos amantes. Conviene, además, resaltar que, aunque el celibato solo regía para los sacerdotes católicos, sin embargo, la intolerancia en el seno de las confesiones protestantes en torno a estas cuestiones relacionadas con el contacto carnal extramarital era mucho mayor, entonces también, que la que era común en la Iglesia de Roma. Es muy probable que esa intolerancia derivase en parte del profundo rechazo hacia el engaño y la mentira entre las distintas Iglesias protestantes.

Una tercera circunstancia que no debe ser olvidada es que tanto Hester como Arthur han mantenido su fugaz relación como consecuencia de la atracción, tanto física como espiritual, que sentían mutuamente, afinidad que puede deducirse de la entrevista que ambos mantendrán, siete años después de la condena, en el interior del bosque, con la intención de clarificar su futuro. Aunque el novelista no nos proporciona ningún detalle relacionado con el contacto carnal entre ambos, pues sumerge al lector, desde el principio mismo de la narración, en medio del humillante espectáculo de la condena pública de Hester, es decir, lo sitúa in media res, en mitad mismo de la historia [21], sin preámbulos preliminares de ningún tipo, lo cierto es que la narración misma se encarga de dejar claro en la apreciación del lector que Hester no es precisamente una «cualquiera», una mujerzuela de moral laxa, sino todo lo contrario, una mujer de sólidos principios morales, de conducta intachable, que ha sido una buena y paciente esposa durante el tiempo que ha durado su matrimonio, a pesar del carácter del marido, y que por nada del mundo se entregaría a un hombre por capricho de la voluntad o para satisfacer meramente un apetito carnal. Si Hester se ha entregado a Arthur es porque lo ama, porque se ha dado cuenta inmediatamente de que también él le corresponde y que pueden construir juntos un porvenir. No cabe pensar que Hester Prynne se haya entregado a un hombre voluble, disoluto, a un hombre que solo pretendiese aprovecharse de ella. Ni Arthur es ese tipo de hombre, pues sus escrúpulos morales son muy firmes, ni ella tampoco lo hubiese consentido. Pero la conciencia de haber hecho algo prohibido —pues resulta indiscutible que estaba prohibido por las leyes religiosas de la comunidad en la que voluntariamente viven— es tan fuerte en ambos, que los atenaza, les impide reconducir satisfactoriamente la delicada situación a que los ha llevado su actitud impulsiva. Más aún; muy cerca del poblado hay tribus indias, y ella podría perfectamente haberse puesto en contacto con alguna de ellas a fin de obtener un brebaje que le interrumpiese el embarazo. No lo ha hecho; ni siquiera se le ha pasado por la imaginación, y ello tiene tanto que ver con sus firmes principios morales y religiosos como con la percepción de que, si bien ha hecho algo prohibido, un pecado a los ojos de los hombres, en el fondo no es algo que pueda ser considerado absolutamente malo a los ojos de Dios. La condena que se cierne sobre ella es una condena ejercida por los hombres, por los censores y jueces humanos, no una condena explícita del propio Dios. Pero, al ser plenamente consciente de la falta cometida, acepta con todas sus consecuencias el castigo impuesto, sin oponer la más mínima resistencia, de igual modo que tampoco ha ocultado ni el embarazo ni el nacimiento de su hijita.

Ahora bien, eso sí —y esta sería una nueva circunstancia que debe tenerse en consideración, o mejor dicho, un factor decisivo que pone de relieve con prístina clarividencia la dignidad e integridad moral de la heroína—, Hester se niega reiteradamente, y así se mantendrá hasta el final de la historia, a revelar el nombre de su amante, a pesar de que este, devorado por los remordimientos y por lo que ella lleva padeciendo desde que la ingresaron en prisión, la exhorta, delante del patíbulo donde transcurre su humillación pública, a que diga el nombre de su amante, a que lo pronuncie en voz alta, sin tapujos ni medias palabras. Esta exhortación de Arthur es indudablemente sincera. Constituye un deseo de expiación de su culpa. Pero Hester no lo hace, precisamente porque ama a Arthur, porque sabe que este se ha conducido honestamente con ella, no quiere perjudicarlo, arruinándole su carrera, pues ello conllevaría a hacer con él lo que están haciendo con ella, delante de todos sus feligreses, que lo tienen por un hombre recto, honrado y virtuoso. De hecho lo es, e incluso, en cuanto tenga oportunidad, intercederá valiente y noblemente por Hester para que no le arrebaten a la pequeña Pearl.

  
                                         
 

En un contexto tan cerrado y represivo como el suyo, la comisión de adulterio implicaba ser estigmatizada con la condena a llevar en su pecho una letra «A», de adúltera, para ser reconocida como tal ante todos los vecinos.

(Imagen tomada de la web: Webquest: Puritans and “The Scarlet Letter”.)

 
  

Hawthorne dibuja en Hester el personaje de una mujer fuerte, que consigue sobreponerse a la adversidad, concentrando toda su vida en el cuidado y educación de su hija. Ya en el camino de la cárcel al patíbulo para ser exhibida públicamente, Hester Prynne mantuvo una actitud serena que solo se explica por esa condición de la naturaleza humana según la cual «el que sufre no conoce la intensidad de lo que padece sino por el dolor que sigue a ese momento» (cap. 2). Sobrellevará con ejemplar dignidad la humillación a la que es permanentemente sometida, pero acabará ganándose la admiración de sus congéneres, no solo por su vida de recogimiento, de trabajo (ya he dicho que es una estupenda bordadora) y de abnegación, sino porque con total altruismo se dedicará a hacer el bien a sus semejantes, ayudándoles de verdad en momentos de tribulación, de enfermedad o de desgracia. El credo de Hawthorne se expresa en las palabras del narrador, cuando dice que la naturaleza humana, a no ser por la presencia del egoísmo, está más predispuesta al amor que al odio (cap. 13), a pesar de la delgada frontera que separa a ambos. Hester Prynne es un vivo ejemplo de ello. A continuación de esas palabras, se nos resume la evolución espiritual de Hester después de su condena, cómo no ha esperado que sus semejantes se compadezcan de su sufrimiento, cómo se ha deslizado sinceramente por la senda de la virtud, sin odio alguno hacia quienes la han humillado tan espantosamente, sino aceptando el castigo debido por su pecado y encauzando su vida por el camino del bien (cap. 13). Para Hawthorne, uno de los mayores enigmas del mundo es «ese misterio que es el alma femenina, sagrado incluso en su corrupción» (cap. 3), misterio al que tendrá que dirigirse Arthur, impelido por sus superiores, para que convenza a Hester a revelar el nombre de su amante. Ante la negativa de la joven, Dimmesdale murmura para sí: «¡Portentosa fortaleza y generosidad del corazón femenino!» (cap. 3).

A pesar de la afrenta, la humillación y la ignominia, Hester se niega a abandonar el poblado. Esta gallarda y noble determinación, también merece una reflexión por parte del narrador: «Pero hay una fatalidad, una sensación que casi invariablemente impulsa a los seres humanos a deambular y penar como fantasmas alrededor del sitio donde algún suceso grande e importante ha marcado sus vidas, y tanto más irresistiblemente cuanto más oscura sea la marca que les haya dejado» (cap. 5). La letra escarlata parecía haberle otorgado un como sexto sentido, la extraña adquisición de «una percepción muy especial, llena de comprensión por los pecados escondidos en otros corazones» (cap. 5). A veces producíanse en ella momentáneas e intermitentes pérdidas de la fe, que solo cabía interpretar como «una de las más tristes consecuencias del pecado» (cap. 5). Pero estas tentaciones del Maligno eran pasajeras, pues su fe era honda y se robustecía cada vez más.

Tampoco había desaparecido en ella la femineidad que le era consustancial; a pesar de la sobriedad de su arreglo y de su esforzada labor cotidiana, de sus privaciones y abnegaciones, la femineidad permanecía con ella: «La que una vez fue mujer y dejó de serlo puede en cualquier momento convertirse nuevamente en mujer; depende solo del toque mágico que logre efectuar la transfiguración» (cap. 13). Más adelante, cuando se entreviste con Arthur en el interior del bosque, lejos de toda mirada malsanamente curiosa, aunque sin ningún atisbo por parte de ambos de entregarse a su escondida pasión, despertará de nuevo en ella, bien es verdad que como una pura y efímera llama, aquella femineidad.

  
                                         
 

Fruto de sus ocultas relaciones, Herter será madre de una niña, y, aunque es reprendida severamente, no revelará la identidad del padre de su hija, y, tratará de vivir con dignidad en una sociedad injusta e hipócrita.

(Imagen tomada de la web: AfterWords. “The Scarlet Letter”.)

 
  

Como la inmensa mayoría de hombres que creen en la supremacía del reino del Espíritu, Nathaniel Hawthorne no solo nos muestra un sacrosanto respeto hacia la condición femenina, sino que la considera igual, en lo que a sus potencialidades intelectuales se refiere, al hombre. Pero también sabe que en una sociedad, como en la que le tocó vivir a Hester Prynne, que no permite que la mujer desarrolle esas potencialidades espirituales e intelectuales, si la mujer se entrega a meditaciones especulativas, como era el caso de Hester, podía entristecerla más aún, pues, al fin y al cabo, está abandonándose a una tarea desesperanzadora. El primer paso para que la realización plena de la mujer sea posible, debe ser destruir la sociedad constituida y volverla a edificar. Naturalmente, Hawthorne no está manifestando aquí esas tendencias anarquistas destructivas que se exponen en los textos de Mijaíl Bakunin (1815-1876), para quien el nuevo mundo de su personal utopía ácrata debía levantarse sobre las ruinas completas del antiguo. Hawthorne está aludiendo solo a la desigualdad existente entre hombres y mujeres, que debe ser corregida sobre la base de destruir, mediante la educación, los viejos e infundados prejuicios sobre la mujer. En ningún momento manifiesta Hawthorne esa ridícula idea de que hombres y mujeres deben ser completamente iguales en todo: por supuesto que deben continuar siendo diferentes en lo que a su naturaleza orgánica y a su vida anímica se refiere. La igualdad, como es lógico, la entiende Hawthorne como una igualdad jurídica y una igualdad de oportunidades. Ambos, hombres y mujeres, son sujetos de plenos derechos individuales, y, en este sentido, no puede haber restricción de ningún tipo en los derechos individuales de la mujer como miembro de la sociedad y de un cuerpo político.

No obstante, sí es cierto que en Hawthorne, y especialmente en esta novela, se manifiestan ciertas tendencias vagamente anarquizantes, seguramente por influencia de dos pensadores estadounidenses a los que conoció personalmente y estimó: Ralph Waldo Emerson (1803-1882) y Henry David Thoreau (1817-1862), ambos de Massachusetts, el primero precisamente de Boston y el segundo de Concord. De igual modo que Thomas Jefferson (1743-1826), también Nathaniel Hawthorne estaba persuadido de que los derechos naturales del hombre de que habla el pensador inglés John Locke (1632-1704), tales como el derecho a la libertad, a la vida y a la propiedad, son verdades evidentes por sí mismas, no sujetas a demostración empírica, verdades, como si dijéramos, axiomáticas, tales como lo son las verdades geométricas [22]. Muchas de las principales ideas del liberalismo político de John Locke, tal como se manifiestan en su Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil, cuya tercera y última edición en vida del autor es de 1698, pasaron a los Padres Fundadores, como el propio Jefferson, y a los mencionados Emerson y Thoreau. Para ningún historiador del pensamiento político es un secreto que las ideas antiestatalistas de William Godwin (1756-1836) proceden del liberalismo político de Locke, llevado en el caso de Godwin a sus últimas consecuencias, lo que no significa que el gran pensador político inglés no creyese firmemente en el poder político y en el Estado. En el capítulo primero de su Segundo Tratado, puede leerse: «Considero, pues, que el poder político es el derecho de dictar leyes bajo pena de muerte y, en consecuencia, de dictar también otras bajo penas menos graves, a fin de regular y preservar la propiedad y emplear la fuerza de la comunidad en la ejecución de dichas leyes y en la defensa del Estado frente a injurias extranjeras. Y todo ello con la única intención de lograr el bien público» [23]. También, en Emerson y en Thoreau, aunque en menor grado que en Godwin, hay una desconfianza hacia el Estado, como de hecho la hubo en el tercer presidente de los Estados Unidos y principal redactor de la Declaración de Independencia. Pero desconfianza hacia el Estado no significa hostilidad hacia el Estado. Esa hostilidad la veremos muy clara, después de Godwin, en Pierre-Joseph Proudhon (1809-1865), y después en el anarquismo ruso de Bakunin y de Piotr Kropotkin (1842-1921). Pero no es esta la tradición, ni mucho menos, que alimenta a los dos pensadores estadounidenses citados que influyeron en Hawthorne. En el caso de Emerson, sus ideas pueden adscribirse a lo que se ha denominado «Trascendentalismo», y parece evidente que profesaba un difuso panteísmo. En el tercero de un conjunto de cinco ensayos reunidos en castellano bajo el título de Los fundamentos de la sociedad contemporánea, dedicado a la «Política» («Politics», 1844), puede leerse lo siguiente: «Todos los fines públicos presentan un aspecto vago y novelesco al lado de los fines privados. En efecto, a excepción de aquellos que los hombres se imponen a sí mismos, todas las leyes tienen algo que mueve a risa […] Dedúcese de todo esto que a menos gobierno, a menos leyes y a menor delegación de poder, corresponde mayor bienestar. El antídoto de ese abuso del gobierno formal, es la influencia del carácter personal, el desenvolvimiento del individuo, la acción del maestro para sustituir la revuelta del poder, el influjo del sabio con quien, precisa reconocerlo, los gobiernos existentes apenas guardan una ligerísima semejanza […] El Estado existe para educar al sabio; cuando este aparece, desaparece aquel. La presencia del carácter hace inútil al Estado. El sabio es el Estado» [24].

La idea de la «desobediencia civil» es más nítida aún en Thoreau, al que le costó trabajo independizarse de las concepciones de Emerson, del que sin duda fue su principal discípulo. Thoreau, aún con más ahínco que Emerson, abogaba por una vuelta del hombre al medio natural, a un mayor contacto con la inocencia de la naturaleza, ajena como es a la artificialidad de la civilización. Intentó explicarlo en el más célebre de sus textos, Walden, que comenzó a escribir en 1846, fruto de la experiencia que vivió en la cabaña que él mismo comenzó a construir, en una parcela de su amigo Emerson, en la primavera de 1845, junto a la laguna de Walden, en Concord, adonde se trasladó el 4 de julio de ese año [25]. En 1848 pronunció su famosa conferencia acerca de la relación del individuo con el Estado, que terminaría adoptando el título de Desobediencia civil, aunque primero se publicó bajo el de Resistencia al gobierno civil, en 1849 [26]. En relación con la conciencia de pecado de ambos amantes en La letra escarlata, así como de la posible vinculación de esa convicción de haber pecado con el hecho de haber mantenido contacto carnal, debe prestarse atención a unas cuantas líneas de Thoreau escritas en el capítulo titulado «Leyes superiores» de Walden. En ellas se lee lo siguiente: «Tal vez no haya nadie que no se avergüence a causa de la naturaleza inferior y animal a la que está unido […] La sabiduría y la prudencia provienen del ejercicio; la ignorancia y la sensualidad de la pereza […] Una persona impura es universalmente perezosa […] Si queréis evitar la impureza y todos los pecados, trabajad seriamente, aunque sea limpiando un establo» [27]. Estas palabras están muy próximas a la moral puritana (recordemos la abnegada entrega de Hester al duro trabajo de bordadora después de su condena), y, de otro lado, sería demasiado aventurado pensar que Hester Prynne —en cuanto a Arthur Dimmesdale no tendría fundamento alguno dudarlo—, incluso después de su castigo público, haya abandonado en su fuero interno por completo algunos de los principios esenciales de la moral calvinista, tales como el rechazo a la mentira y la ética del esfuerzo y del trabajo como un bien en sí mismo para el hombre. Lo que Hester rechaza con todas sus fuerzas, además de la hipocresía social, es, sobre todo, el fanatismo, el extremismo a que puede conducir una confesión religiosa intransigente e intolerante, y, por supuesto, que se invada de una manera tan impúdica y tan agresiva su vida privada, habida cuenta que de su acción no se ha derivado ningún mal concreto para la comunidad en la que vive. Naturalmente, sus jueces no lo vieron así, y por eso la condenaron, porque apreciaban en su comportamiento un mal ejemplo, un ejemplo disolvente de la estructura social. Es evidente que la ética protestante en general y la calvinista en particular, al menos en lo que atañe al contacto carnal, aunque esté fundamentado en un amor limpio y auténtico, se inspira más en determinados pasajes del Antiguo Testamento, que toma al pie de la letra, que en la ética que se desprende de los Evangelios. Bastaría con traer aquí a colación el modo de proceder de Jesús con la mujer adúltera. Solo si hubiesen tenido en cuenta aquellos miembros del tribunal que juzgó a Hester la infinita humanidad y la infinita capacidad de perdón que se desprende de la manera de actuar de Jesús hacia esa mujer pecadora, hubiesen resuelto el caso de un modo completamente distinto, esto es, evangélico. Pero eso era algo completamente utópico, en aquellos tiempos, en el seno de las comunidades puritanas de la costa Este norteamericana.

  
                                         
 

Nathaniel Hawthorne (1804-1864), novelista y cuentista estadounidense, autor de la novela “La letra escarlata” (The Scarlet Letter) (1850), es considerado una figura clave en el desarrollo de la literatura norteamericana en sus orígenes.

 
  

Continuando con las ideas que vierte Hawthorne en su novela sobre la liberación de la mujer, estima que la naturaleza del hombre, del varón, debe «ser modificada en su esencia antes de que la mujer pueda asumir la que tiene que ser su posición justa y verdadera» (cap. 13). Cuando todas estas dificultades hayan sido vencidas, la propia mujer deberá, a su vez, cambiar completamente. Pero la mujer nunca podrá superar estos problemas por medio del pensamiento. Son problemas sin solución, a no ser que el corazón adquiera la preeminencia en la naturaleza de la mujer (cap. 13). Apreciamos aquí la desconfianza de Hawthorne, como en cierto modo veíamos en Emerson y en Thoreau, hacia la civilización, hacia la cultura libresca, incluso hacia la razón. Aquí se nos muestra, quizás, el Hawthorne más romántico y menos ilustrado. Aunque Hawthorne esté refiriéndose a la condición femenina, su principio podría aplicarse igualmente a la condición masculina, a saber, que el corazón adquiera primacía sobre el intelecto. Semejante alegato antiilustrado, sin embargo, es de dudosa aplicación práctica en la vida social, a no ser que se renuncie al progreso material, o, al menos, se reduzca considerablemente la confortabilidad artificial de la civilización por el bienestar espiritual que produce el contacto íntimo con la naturaleza. Hawthorne, y no conviene endulzar o tergiversar sus palabras en esta delicada cuestión, está demandando un puesto clave en la sociedad al misterioso y problemático territorio del sentimiento, en cuanto que debe ser el corazón de cada ser humano el que guíe preferentemente sus actos. ¿Qué ocurriría entonces con la competitividad salvaje? ¿Y con el ánimo de lucro?

En cuanto a la mentira, la única vez que Hester ha mentido es ocultando al mundo, y sobre todo a Chillingworth, la identidad de su amante. Lo hizo, sin duda, para garantizar el bienestar de Arthur, «pero la mentira —le dice a Arthur al desvelarle la identidad de Chillingworth— nunca está bien, aunque sea con amenaza de muerte» (cap. 17). En la biografía de Kant escrita por uno de sus más tempranos discípulos, Borowski, terminada en octubre de 1792, pero que el filósofo de Königsberg —a pesar de autorizarla después de hechas algunas correcciones— prohibió terminantemente que se publicase mientras él viviera, se nos informa cómo el padre de Kant, que era un humilde guarnicionero, inculcó a su hijo el más firme rechazo a la mentira, de igual modo que fue su madre, una ferviente creyente de religión pietista, la que le enseñó que debía rezar todos los días [28].

  

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Concluye en el próximo número.

   

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NOTAS 

19 Lo explica muy bien, con argumentos rigurosos y llenos de buen sentido, alejados de cualquier espíritu intolerante y sectario, en la carta que le escribe, el 21 de diciembre de 1613, a su principal discípulo y colaborador, el sacerdote y matemático Benedetto Castelli, uno de los padres de la hidráulica moderna. Véase, Galileo Galilei, Carta a Cristina de Lorena y otros textos sobre ciencia y religión, Madrid, Alianza, 2006, págs. 45-57. La traducción es de Moisés González García.

20 Jean Jolivet, pág. 108.

21 La expresión in media res procede de lo que dice el poeta latino del siglo I a. C. Quinto Horacio Flaco sobre Homero en el apartado XI de su Epístola a los Pisones o Arte Poética, a saber, que «lleva a los lectores a lo vivo de la acción». Horacio, Odas y Épodos. Sátiras. Epístolas. Arte Poética, México, D. F., Porrúa, 1980, pág. 173. La traducción es de Tomás Meabe.

22 La afirmación de Locke puede sorprender en un pensador que no creía en las ideas innatas, como trató de demostrar en el primer libro de su Ensayo sobre el entendimiento humano. Sobre la difícil conciliación entre la posición filosófica empirista de Locke, es decir, que el conocimiento se adquiere a través de los sentidos y de la experiencia, y su posición política a favor de las verdades evidentes por sí mismas, tales como los llamados derechos naturales, puede consultarse George Holland Sabine, Historia de la teoría política, México D. F., Fondo de Cultura Económica, 2006, pág. 407. La traducción es de Vicente Herrero.

23 John Locke, Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil, Madrid, Tecnos, 2006, pág. 9. La traducción es de Carlos Mellizo.

24 Rodolfo W. Emerson, Los fundamentos de la sociedad contemporánea, Madrid, Imprenta de Juan Pueyo, 1923, págs. 105-106. Más adelante, en la pág. 109, dirá que «las tendencias de nuestra época favorecen la idea del self-government [autogobierno]». La traducción es de Francisco Lombardía.

25 Extraigo los datos de la «Introducción» de Javier Alcoriza y Antonio Lastra al mencionado texto, del que también son los traductores. Henry David Thoreau, Walden, Madrid, Cátedra, 2009, págs. 9-50.

26 Ibídem, pág. 16.

27 Ibídem, págs. 255-256.

28 Ludwig Ernst Borowski, Relato de la vida y el carácter de Immanuel Kant, Madrid, Tecnos, 1993, pág. 18. La traducción es de Agustín González Ruiz. Aunque, con un espíritu muy poco kantiano, Borowski publicó todo lo que Kant había tachado de la biografía, dejando además tal como él los había redactado aquellos breves pasajes modificados por Kant, mostrando de este modo al público lector su propia redacción original y las anotaciones marginales del eminente pensador. En el pasaje en el que habla de la actitud y la influencia de los padres de Kant en la formación de su carácter, indica Borowski expresamente en nota al pie que no se vio alterado lo más mínimo después de la lectura efectuada por el filósofo. Borowski interpretó ese respeto en este punto en concreto como una muestra significativa acerca del rigorismo moral que caracterizaba al biografiado.

   

   

 

     

   

   

ENRIQUE CASTAÑOS ALÉS (Málaga, 1956). Profesor de Instituto de Enseñanza Media. Profesor del Departamento de Historia del Arte de la Universidad de Málaga (cursos 2006-2011). Su Memoria de Licenciatura, leída en 1981 y aprobada con la calificación de Sobresaliente por unanimidad, versó sobre los Aspectos teóricos del socialismo utópico francés. Su tesis doctoral, defendida en 2000 con la calificación de Sobresaliente cum Laude, versó sobre Los orígenes del arte cibernético en España.

Es autor del libro La pintura de vanguardia en Málaga durante la segunda mitad del siglo XX.

Crítico de arte del diario SUR de Málaga entre 1996 y 2012. Colaborador de las revistas Lápiz, Galería, Boletín de Arte de la Universidad de Málaga Arte y Parte.

Ha sido Director de la Sala de Exposiciones de la Diputación de Málaga, Director del Departamento de Promoción Cultural de la Fundación Picasso-Casa Natal y comisario de múltiples exposiciones, entre las que destacan las antológicas y retrospectivas dedicadas a Manuel Barbadillo Nocea, Stefan von Reiswitz, Godofredo Ortega Muñoz, Esteban Vicente y Francisco Hernández Díaz.

Ha comisariado exposiciones monográficas de Tomás García Asensio, Lugán, Oriol Vilapuig, Santiago Mayo, Jordi Teixidor Otto, Andreu Alfaro, Manuel Salinas, Pablo Alonso Herraiz, Dámaso Ruano Gómez, Manuel Mingorance Acién y el Colectivo Palmo de Málaga. En 1992 fue comisario de la exposición «El arte de construir el arte». Colaborador de la muestra «Andalucía y la modernidad», del volumen Arte desde Andalucía para el siglo XXI y del catálogo de la exposición «El discreto encanto de la tecnología», celebrada en el MEIAC de Badajoz y el Museo ZKM de Karlsruhe.

Ha impartido numerosas conferencias y ha sido ponente en diversos seminarios organizados por las Universidades de Málaga y Alicante. En 1997 publicó unas Consideraciones sobre Ordet de Carl Th. Dreyer.

   

   

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Trimestral de Cultura. Año XIII. II Época. Sección 4. Página 9. Número 85. Julio-Septiembre 2014. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2014 Enrique Castaños Alés. © Las imágenes, extraídas a través del buscador Google de diferentes sitios o digitalizadas expresamente por el autor, se usan exclusivamente como ilustraciones, y los derechos pertenecen a sus creadores. Edición en CD: Depósito Legal MA-265-2010. © 2002-2014 Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga.