N.º 68

AGOSTO-OCTUBRE 2010

10

   

   

   

   

   

   

   

SUSURROS A VOCES DE ENCARNA LARA

   

  

Por María Dolores Ginés Raya

   

   

   

D

ice el poeta Julio Alfredo Egea: «Puede que el ser poeta sea ni más ni menos que el haber recibido un guiño de Dios entre la niebla». Y puede ser cierto, porque, asistida por ese guiño de complicidad, Encarna Lara vive una infancia plena, en medio de una apabullante y sublime naturaleza: un río siempre cerca, la acequia, el molino, los árboles, pájaros, el olor de la tierra, el cambio de las estaciones, el paso de las nubes, el estadillo de la primavera o las azules noches del estío, irán configurando su propio mundo interior.

  

En medio de ese paraíso, despertará a la vida y a la poesía. De los primeros poemas inéditos, cito el llamado:

  

MI CUNA

Al valle del Genil

a poco de nacer me llevaron.

En una blanca casa

plantada junto al río me dejaron.

Verde mi cuna de álamos y sauces,

y el río me cantaba desde su cauce.

  

O este otro:

 

CARICIA

Cuando era niña de veranos azules

en el vado del río me bañaba.

Bajo la atenta mirada de mi padre,

que en sus jóvenes brazos me llevaba.

Hacia los dulces brazos de mi madre

para envolverme en una manta blanca.

 

   
     

 

Encarna, con dos compañera de clase, en una foto de grupo.

   

Antes de conocer la palabra escrita, Encarna, la niña, ya posee un amplio vocabulario… un vocabulario lleno de ricas imágenes, de aromas, colores y voces ancestrales. Todo un mundo intimista y profundo donde la magia y la realidad se conjugan dándose la mano. Circunstancia en la que se ven envueltos otros poetas, como es el caso del Moguer juanramoniano o el Valle de Elqui de Gabriela Mistral.

  

Encarna y sus primeras lecturas poéticas

Con el aprendizaje en la escuela primaria de las primeras letras, desarrollará un constante interés por la poesía y la literatura. Y en aquella enciclopedia de Álvarez, al tiempo que aprende dónde está el Miño y quién fue Carlos V, lee con avidez las fábulas de Iriarte, Samaniego y la Fontaine. No le es ajeno el contacto con los clásicos: fray Luis de León, Santa Teresa, San Juan de la Cruz, Quevedo o Lope de Vega llenan sus horas infantiles en la escuela… y en casa.

La lectura no cesa: lee toda la poesía que cae en sus manos. Es por entonces cuando escribe sus primeros poemas. Y uno de ellos brota en la hoja de su cuaderno como un verde tallo de albahaca, que ella le dedica a su maestra, su tía Ana Collados, a quien, desgraciadamente, por timidez nunca leerá. Sirva el poema como homenaje a aquella gran mujer y su sabia pedagogía:

  

LA MAESTRA

De la escuela recuerdo

las baldosas de barro.

Las dos pizarras negras.

Los grandes ventanales

y las claras vidrieras.

 

Las tizas de colores.

Los rígidos pupitres.

Los lápices de cedro.

Los libros de poemas.

 

La palmera del patio.

Las figuras geométricas.

Los números, muy poco.

Las tardes de merienda.

 

Y al fondo de la clase,

en la luz entreabierta,

la figura entrañable

de mi vieja maestra.

   

Transcurridos los cinco primeros años de su vida, se va a producir un cambio, una pérdida que durante mucho tiempo considera irreparable. Habrá de trasladarse con su familia a su pueblo natal, dejando atrás su paraíso perdido.

Pero es en este maravilloso pueblo malagueño llamado Cuevas de San Marcos donde comenzará con otra etapa tan rica como la anterior. Conoce calles, plazas y alegres rincones. Así como el lazo de la amistad primera, juegos y canciones infantiles.

Cada verano regresará al edén perdido, e irá conociendo cada vez más a fondo un idílico mundo. En las largas siestas estivales, escribe en su cuaderno:

  

Volví a mi valle

          buscando el camino

de polvo y arena

          que lleva al molino,

donde el ruiseñor

          esconde su nido.

 

Muele que te muele,

rueda que te rueda,

sueña que te sueña,

mi molino “aceña”.

  

El privilegio o la suerte de conocer dos lugares distintos, dos infancias diferentes, marcará el rumbo de su poesía, y su propia personalidad. De un lado, social y extrovertida; de otro, distante y solitaria.

El amor por la literatura y el arte la llevará a cursar estudios humanísticos, que le van a servir para acrisolar los ya propios, al tiempo que le van a mostrar el camino de la educación de jóvenes y la transmisión de saberes: Encarna se diplomará en la Escuela Universitaria de Magisterio de Málaga, en la especialidad de Ciencias Humanas.

Aunque comienza a escribir a edad temprana, sus primeras publicaciones conocidas (en realidad, una ínfima parte de lo que compone su creación lírica hasta la fecha) son de edición reciente; la parte de su obra pergeñada en su ambiente de la intimidad de su madurez, quizá los versos más granados y maduros hasta ahora, permanece inédita.

  

Aparecen sus primeros poemas

En 1994, aparece impreso su primer poema en un libro homenaje a León Felipe, publicado por iniciativa de la Academia Iberoamericana de poesía de Málaga, en la que participan con obras propias más de cincuenta poetas internacionales e iberoamericanos. El poema fue mencionado por su musicalidad, y la autora tuvo el privilegio de leerlo en el viejo edificio del Ateneo de Málaga.

Un año más tarde, en 1995, aparece un segundo poema homenajeando, en esta ocasión, al cubano José Martí. Edita un tercer poema en un texto colectivo que prologa la célebre poeta malagueña Concepción Palacín Palacios, y que Encarna dedica a la poeta Alfonsina Estorni. Será en 1996 cuando publique su primer libro, que se titulará Perfil de Silencio.

   

     

La maestra, su tía Ana Collados Compaña, doña Anita, como la conocíamos todos los del pueblo.

 
   

El poemario es acogido por la crítica muy positivamente y en numerosos suplementos y revistas literarios aparecen reseñan reconociendo su calidad poética y su profundidad lírica. Todos coinciden en que hay en él una madurez y firmeza desacostumbrada para una primera entrega, características de una escritora con mucho oficio. Son numerosas las cartas de poetas, periodistas, críticos, pintores que la escritora recibe, alentándola en el difícil camino de la poesía.

La primera reseña, aparecida en el suplemento literario del ya desaparecido diario Málaga-Costa del Sol, la traza desde Sevilla el periodista Ramón Reig. Una segunda, salida de la pluma Paloma Fernández Gomá, aparece en La Isla, suplemento literario del diario Europa Sur. Una tercera reseña, escrita por el poeta y miembro de la sociedad de Críticos Andaluces José Lupiáñez, ocupa una página de Cuadernos del Sur; aparece una cuarta, escrita por Manuel Quiroga Clérigo.

Ese mismo año, la revista Ánfora Nova edita el poema “La mañana”, que la poeta dedica, con entrañable afecto, al poeta ruteño Mariano Roldán.

 

Publicar, para evitar el maleficio inédito

En parte, será Mariano Roldán el que la incite, en una amistosa carta, a publicar. Con anterioridad, Encarna Lara había escrito a Mariano Roldán, enviándole unos textos inéditos con una bellísima cita del poeta portugués Fernando Pessoa: «Si muero y mis versos quedan inéditos, allá tendrán la belleza si fueron bellos». El maestro responde: «A los que escribimos  no nos queda más remedio que publicar. Recuerde lo que decía Machado —muy en contra de Pessoa—: “Hay que publicar, aunque no sea más que para librarnos del maleficio inédito”».

Paradójicamente, Encarna calla. En efecto, tras el deber cumplido en Perfil de Silencio, Encarna se sumerge en una larga pausa de silencio en la que lee con fervor a otros poetas, medita y reflexiona.

En 1997, participa en el libro Poesía y Democracia con el poema «Presencia» y, en 1998, en el libro Ora Marítima, con el poema «Gota de Mar». En la revista Calas publica «Crepúsculo» y en Extramuros, «Innovación» (extracto del libro inédito Musas de Otoño). También aparecen poemas suyos en las revistas Arena y Cal y Arboleda.

   

Caudal de Voces, su segundo libro

Pasan tres largos años para volver a publicar. En 1999, ve la luz su segundo libro, Caudal de Voces, editado por Rafael Alcalá en su selecta colección «Puente de Aurora».

Esta segunda entrega goza también del beneplácito de la crítica, que lo acoge muy positivamente y propicia elogiosas reseñas, como la realizada por Olivia Jaén en La Isla. Tendrá aquí una segunda reseña y en Cuadernos del Sur, entrado ya el 2000 y haciendo balance cultural de los mejores libros del 99, aparece como poemario excelente.

En 2001, aparece su tercer poemario, Páramos Prohibidos, en la colección «Agua de Mar» que dirige el poeta José García Pérez, que también es reseñado muy positivamente por la crítica.

En 2008, se alza con el primer premio de poesía “Encuentros por la Paz”, de San Pablo de Buceite.

En 2009, ve la luz su cuarto libro, editado por el CEDMA, con el título de Desde la Orilla. Y será el 12 de febrero de 2010 cuando presente su último libro, Raíz Flamenca, impregnado de versos para ser recitados con las notas flamencas de la guitarra española.

 

Encarna y la «generación de paso». Evocaciones

Considerada a sí misma como parte de una «generación de paso» desde los tiempos de la Dictadura hasta la democracia actual, Encarna Lara señala que la poesía le ha permitido conocer la condición humana, que son las palabras las que valen y que la poesía es un trocito del alma que se regala.

Pero serán las propias palabras de la autora las que nos presenten lo que verdaderamente es la poesía para Encarna Lara:

«Siempre que me preguntan cuándo llegó a mí la poesía, tengo que desandar el camino y volver a la infancia, porque fue en esta etapa donde surgió el milagro. Ese estigma con el que alguien me hirió o ese rapto que transmutó mi vida para siempre.

»Mi poesía parte de la naturaleza, porque es ahí donde abro los ojos para quedar iluminada por los limpios colores del arco iris o la tenue pincelada de una acuarela. Era difícil escapar de tanta magia. La misma casa donde pasé mis primeros años está impregnada de poesía por los cuatro costados. La recuerdo como un frondoso árbol plantada en el camino, cuya sombra nos cobijaba a todos, o como un barco varado en medio de un valle, donde la diosa Ceres prodigaba sus generosos dones.

»Observé minuciosamente cada rincón de esta casa, donde las voces de mis mayores llegaban a mis párvulos oídos llenas de misterio y musicalidad; allí aprendí a amar todo cuanto me rodeaba y escuché complacida palabras que me cautivaron entonces y que todavía hoy me estremecen. No solo por la belleza que en sí encierran, sino porque fueron cercanos símbolos de aquella tierna edad. A veces, las pronuncio en voz baja o las evoco en algún lugar, y, aunque me cuesta elegir, me quedo con una especialmente bella y entrañable. Vivía en la cocina y se llamó ‘alacena’.

   
     

 

Encarna Lara: «Concibo la poesía como un arrojo, una pasión, una valentía del alma, una búsqueda constante, un pájaro herido que planea leve buscando el último crepúsculo».

   

Mis poemas iniciales serán, pues, un exaltado canto a la naturaleza y a mi entorno cotidiano.

Salir de aquella casa era encontrarse con el abierto esplendor de las estaciones y con todas las costumbres ancestrales que ellas traían consigo. Era darse de bruces con un río cercano, amado y temido, junto al que crecí e hizo mis delicias estivales. Son bellísimos los recuerdos que mantengo de ese amigo, llamado Genil, al que había que guardarle mucho respeto.

En los calurosos días del verano bajábamos, en tropel, toda la chiquillería de la casa hasta sus refrescantes aguas, vigilados y protegidos por mi padre, experto nadador. Compartí con él silencio y paciencia, cualidades de todo pescador que se precie, sentada en los guijarros de sus dulces orillas. El cauce de este bellísimo río me arrancó vividos y sinceros poemas, que muchísimos años más tarde dieron lugar al poemario “Desde la orilla.

Toda aquella chiquillería conoció muy de cerca el azul resplandor de las estrellas y quedó fascinada por la vía láctea. Hubo algunos que, alimentados por mi desbordada imaginación, vieron conmigo a Santiago en su caballo blanco.

  

ESTRELLAS

Por la vía láctea vimos a Santiago

en su blanco caballo.

Niños embelezados mirando

al apóstol ecuestre cruzar por las estrellas.

Y, de repente, al galope

de  aquel corcel ligero,

descendió hasta el valle.

Y cruzó por el río con su manto celeste,

dejando una ráfaga de estrellas en el agua.   

    

Todos tuvimos en nuestras manos el verde fosforescente de las luciérnagas y nos despertó, al alba, el canto del ruiseñor en la alameda. Todos nos subimos al trillo y quisimos dormir alguna vez al raso en el círculo amado de las eras.

Privilegio, este último, que no pude alcanzar. Todos fuimos niños sorprendidos por el eco celeste de aquel valle, por la rueda, la acequia y el molino, y por el sonoro roncar de la atarjea.

Serían, pues, interminables los recuerdos y anécdotas que alimentaron esta edad y que irían configurando un mundo propio e intimista en una imaginación precoz predispuesta a la fantasía. Mis primeros sueños estuvieron habitados por ninfas, hadas y duendes, que a veces se confundían en las copas de los árboles o en la limpia altivez de los maizales.

En toda mi obra inicial estarán presentes los húmedos surcos de la tierra como mensaje repetido, que ha ido generando otros ámbitos verdaderos y necesarios nacidos de un acto supremo de amor y entrega y de una temprana veneración al derecho de la libertad.

   

A través de la poesía, amo con vehemencia a los seres y las cosas

Concibo, pues, la poesía como un arrojo, una pasión, una valentía del alma, una búsqueda constante, un pájaro herido que planea leve buscando el último crepúsculo.

A través de la poesía, amo con vehemencia a los seres y las cosas, y me solidarizo con todo lo creado. La poesía es reflexión profunda sobre la vida y sus criaturas, es toda una filosofía, una forma de estar o de ser. Por eso, me ciño a la utopía, no como solar quimérico, sino como un lugar posible. Cada libro mío está impregnado de la dualidad que rodea al alma humana, así como la angustia existencial que la hiere. En cada libro alzo mi voz en total transparencia.

Decía Gabriela Mistral que «el poeta hace casi siempre autobiografía»; certera frase con la que estoy plenamente de acuerdo. Lucho en mi obra constantemente para hallar el lenguaje más acorde con mi tiempo y mi estado personal. Por toda ella camina la impotencia por cambiar el curso del mundo, de la vida y de las cosas, proponiendo un retorno a los orígenes para salvarnos del profundo vacío y de esa tremenda soledad que nos angustia hasta la asfixia, así como del desaliento ante el futuro que se perfila. Es lo que el poeta José Antonio Sáez ha llamado «estética del desconsuelo».

Detrás de mi poesía no late un corazón sedentario, sino un latido nómada en continua búsqueda del amor y la verdad, de la tolerancia y la libertad, y un alma andariega y mística, rebelde e inconformista, que se niega a seguir el camino trazado.

  

Y al final del camino, la esperanza

Quiero cerrar este difuminado perfil, dejando constancia de esas dos orillas por las que transcurre la vida. Ambas nos habitan y nos hieren, y en ambas vive esa inalcanzable dama ataviada de verde Veronés que se hace llamar «esperanza». Finalizo, pues, con los versos del poeta Juan Félix Bellido en los que la espera y la esperanza se abrazan y confunden, y donde las dos orillas de todos los ríos se tocarán un día.

   

Espérame a  la puerta de la espera,

porque en el quicio mismo de esa puerta,

tus manos y mis manos construirán un puente

y todas las orillas se volverán cercanas.

   

   

María Dolores Ginés Raya (Cuevas de San Marcos, 1982). Licenciada en Filología Inglesa y Diplomada en Maestro en Lengua Extranjera (Sección: Inglés) por la Universidad de Málaga.

   

   

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. II Época. Año IX. Número 68. Agosto-Octubre 2010. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2010 María Dolores Ginés Raya. Edición en CD: Depósito Legal MA-265-2010. Disegro Gráfico y Maquetación: Antonio M. Flores Niebla. © 2002-2010 Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga.

   

   

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