MAYO-JUNIO 2008

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APOLOGÍA DEL HAMBRE.

Por una lectura deseante desde la estética de la recepción

   

Por Luis Quiles Pando  

  

  

—¿Ayunas todavía? —preguntóle el inspector—. ¿Cuándo vas a cesar de una vez?

—Perdónenme todos —musitó el ayunador, pero sólo lo comprendió el inspector, que tenía el oído pegado a la reja.

—Sin duda —dijo el inspector, poniéndose el índice en la sien para indicar con ello al personal el estado mental del ayunador—; todos te perdonamos.

—Había deseado toda la vida que admiraran mi resistencia al hambre —dijo el ayunador.

—Y la admiramos —repúsole el inspector.

—Pero no deberían admirarla —dijo el ayunador.

—Bueno, pues entonces no la admiraremos —dijo el inspector—; pero ¿por qué no debemos admirarte?

—Porque me es forzoso ayunar, no puedo evitarlo —dijo el ayunador.

—Eso ya se ve —dijo el inspector—; pero ¿por qué no puedes evitarlo?

—Porque —dijo el artista del hambre levantando un poco la cabeza y hablando en la misma oreja del inspector para que no se perdieran sus palabras, con labios alargados como si fuera a dar un beso—, porque no pude encontrar comida que me gustara. Si la hubiera encontrado, puedes creerlo, no habría hecho ningún cumplido y me habría hartado como tú y como todos.

Estas fueron sus últimas palabras, pero todavía, en sus ojos quebrados, mostrábase la firme convicción, aunque ya no orgullosa, de que seguiría ayunando.

—¡Limpien aquí! —ordenó el inspector, y enterraron al ayunador junto con la paja. Mas en la jaula pusieron una pantera joven.

FRANZ KAFKA: Un artista del hambre.

  

  

Yo [1]

Tengo que yacer

Quieto como una piedra

Junto al tabique de hueso

De jilguero escudando el

Lamento de la madre oculta

Y la oscurecida faz del dolor

Que arroja el mañana como una espina

Hasta que las matronas del milagro canten

Y el turbulento recién nacido

Me encienda su nombre y su llama

Y rasgue el alado tabique

Con su tórrida corona

Y la oscuridad arroje

De su costado y

La transforme

En luz [2].

  

  

UNO

Lo intento. Una y otra vez. Por más que lo intento, no logro rescatar de este poema un qué redondo, “perfecto”, pensaría un griego (ya sabe, tón ápeiron, y todo eso), pues de sobra es conocida la filia helena por la circularidad, entre otras declaradas); un qué finito, decía, contenido dentro de unos pérata bien definidos, definible, valga la redundancia, como “un” algo del que se puede dar una razón precisa (lógon didónai); un qué manejable, dócil y aseado, de ésos de andar por casa[3]. Un qué sereno y pequeño, sin estridencias ni aristas cortantes que le asomen, amenazantes, por entre las costillas, que no se guarde, tahúr o prestidigitador, sorpresas bajo la manga. Previsible y mensurable.

Sí; este poema se me resiste, una y otra vez, se burla de mí y me ningunea. Es un PROBLEMA, así, con mayúsculas, un severo dolor de cabeza (si por cabeza, digámoslo ya, se tiene una máquina de Turing, ese prodigio calculador que a cada input espeta infaliblemente el output correcto, uno y sólo uno, en escrupulosa aplicación del software algorítmico binario que se le programó previamente).

En caso contrario, es decir, si usted, como yo, no carga sobre los hombros un computador última generación o un rudimentario ábaco, que para el caso valen igual, este poema le planteará un difícil problema; si no, no hay problema, por seguir jugando con las palabras, pues se consolará pensando que no hay problema que valga (la pena considerar en demasía). Toda dificultad metafísica es, sin más, un pseudoproblema, algo que parece, más o menos verosímilmente, un verdadero problema, y ello a causa de una disfunción lingüística para el que la agilísima lógica binaria de su maquinaria superior sugerirá sin esfuerzo la (di)solución apropiada (o sí, o no, o todo lo contrario). Y a otra cosa. Pero no es el caso. Y conste en actas que parafraseo con premeditación y alevosía a Wittgenstein, firmante del Tractatus, summa logicae del siglo pasado.

No es el caso, porque yo sólo sé que no sé qué debería saber acerca de él. Así es que no puedo dejar de leerlo. Porque, mientras menos me da a entender, más me permite sentir.

  

 

 

     

 

Salvador Dalí.

Figueras, Girona (España), 1904-1989

 

 

DOS

En una ocasión, a Dalí se le preguntó (Philippe Bern y Daniel Abadie, pongamos por caso): “¿Los científicos le toman siempre por loco?” El paranoico (crítico, ojo) de Figueres, que probablemente levitaba en aquel momento en torno a huevos danzantes o muchachas en flor, abiertas en canal como fauces de tigres autofagocitadores, respondió: “Mi única ventaja es que no conozco nada de nada, así que puedo hacer funcionar mis caprichos más caprichosos y más irracionales basándome en mis pequeñas lecturas. Y como estoy dotado de cierta genialidad, de vez en cuando digo algo que no les parece tan improbable”.

¿Tenía razón? Por supuesto que no; todo lo contrario. No la tenía, y con razón (nuevo oxímoron). El genio lo es porque le faltan escrúpulos, o vergüenza, dicho en plata. Es en virtud de este defecto moral (‘de-fecto’ o ‘carencia’, que no ‘mácula’) que mira en derredor sin seriedad alguna, y por eso, al mirar, “ve” lo que se le antoja, huero de respeto por las tradiciones o solidaridad para con el otro, que, postrado en frente, le sonríe paciente, aguardando la comunicación de imágenes suficientemente tiernas como para poder triturarlas, y digerirlas luego sin acidez de estómago, con los dientes (romos) que le presta el “sentido común” (de su época). Su mundo, el del genio, es “otro”, cualitativamente distinto del mundus habitado por el vulgus profanum; y tan otro es, que no ocupa el lugar “n” en la serie (caso que la hubiera) de varianzas de “el” mundo.

El suyo difiere no sólo cualitativamente de “nuestro” mundo, pequeño terruño, pero inconmovible, sólido e inmóvil bajo nuestros pies, que es uno y el mismo llueva o truene, desde siempre, para siempre. Y eso por más que usted lo mire desde allá y yo lo haga desde acá; también lo difiere numéricamente. Pues no se trata de este mundo cotidiano, familiar o compartido, tuyo, suyo y nuestro, que cada cual abre según le vayan su campo visual, sus ganas y sus desganas. Otro mundo, reiteremos, es otro mundo numéricamente distinto, situado más allá del allá de la mirada de cualquier tercera persona posible. Mundo-Límite, u-tópos, inaccesible, por alzarse demasiado alto, si antes no se ha desembarazado uno de las rígidas cadenas del tercio excluso, el principio de identidad, el apolíneo principium individuationis y lastres lógicos afines. Véase: 2+2= ¡vaya usted a saber!, cualquier cosa (¿o acaso la fractura de la racionalidad parmenídea, el naum, no es la gramática alocada que estructura, cual osamenta, la desordenada encarnadura del cadáver exquisito?); ahí es nada. Mutatis mutandis: que es cierto, mal que le pese al silogístico Aristóteles, que yo soy, y que no soy (muero) y soy (mortal, ergo muero) a la vez. Pase que hoy yazco inerte, cual higo deshidratado, arrumbado sobre el tabique de marfil que vocea mi epitafio, pero mañana... ¡mañana! El chiquillo, turbulento (Henry Michaux entiende a Dylan Thomas), desasosegado porque las espinas de la nazarena corona se le hunden en la frente, esputará negra savia por uno de los boquetes que se le asoman al abdomen hasta formar una marea tóxica, y ésta reducirá a escombros los muros de mi silente cárcel de piedra, embate a embate (imaginen un ariete de ácido pardo y sal contra las puertas de un panteón), generando tal estruendo que mis aletargadas células acabarán por reanimarse.

Así (¡porque sí!), sin razón, se justifica poéticamente el reciclaje de la muerte en vida, de la oscuridad, antaño emblema inequívoco de la mortandad, en luz salvífica y sanadora. Apélese a la alquimia, al zafio truco de prestidigitación (¡nada por aquí...!), a la ciencia exacta del birli-birloque o lo que se quiera. Pues, recuperando la tenebrosa imaginería del Goya de los “Caprichos” (¡curiosa coincidencia!), “el sueño de la razón produce monstruos”. Y conste que no pensamos en un Frankenstein cualquiera, que, por otra parte, parido como un estofado de carnes ajenas, pasaría por ser un collage tridimensional, buscando la analogía pictórica. Nada más lejos de los lugares comunes de nuestra (in)conciencia colectiva. Nuestro freak es más caro a la plancha con clavos que un sarcástico Man Ray nos obsequiaba como su Cadeau particular, mientras se desencaja riendo, zaratustriano, infinitamente divertido, al contemplar nuestro rostro henchido de estupor ante ese “raro” engendro que no sabemos muy bien de dónde viene ni de qué manera puede servirnos; nuestro monstruo es del tipo de un reloj imposible, que se funde en la diacronía onírica del lienzo daliniano, o ese, también imposible, “yo”, que “tiene que yacer quieto como una piedra junto al tabique de hueso”.

  

TRES

La ignorancia es el pan del yo-leyente (que no lector). Y quiero poner esto en boca de Nietzsche: el axioma in veritate, libertas es completamente falso. Sólo la ausencia efectiva de una verdad “real”, que nos precede (y que, por tanto, no nos necesita) nos hará libres. Libre es quien se dispone a leer, no por obligación, sino por hambre. El primero, obediente lector de oficio o, mejor, oficiante de lector (que hace “las veces de” tal), teme ponerse cara a cara con el texto; antes pregunta, se in-forma acerca de lo que le cabe esperar, siendo esta guía de lectura (que es lección, lectura magistral, catecismo, dogma venerable) la que corrige la derrota de sus movimiento sus movimientos al modo de un algoritmo exacto, salvándolo de cometer perjurio o calumnia, pecar de herejía o, peor aún, arrojarse a la trágica hamartia heroica que describiera el estagirita en su Poética. Pues no es lo mismo obrar mal por un descuido, ignorancia o falta de entendimiento que hacerlo por soberbia (hybris). En el primer caso, la redención sería asequible, pues bastaría con pagar una multa (véase la legislación relativa a los derechos de autor) o rezar cuatro padrenuestros para restaurar el daño infringido; no empero, hacer el mal a sabiendas es harina de otro costal, a sabiendas, decimos, de que estamos haciendo algo que no  “debe” hacerse porque, de hecho, no “se puede” hacer, operativamente hablando. Leer con esas precauciones es, sin duda, tele-leer (lección tele-dirigida o tendente hacia un télos que le es natural, por retorcer la argumentación aristotélica, en la que conquistará su summun bonum, su Bien, id est, la actualización de su potencia más propia).

El segundo, el aventurado leyente, osado (descerebrado) mercader ciego que adquiere unos pocos gramos de libertad a cambio de kilos de onerosa y reluciente ciencia, se zambulle en la procelosa textualidad sin taparse la nariz ni exigir rescates al destino, Deus ex Machina aristotélico. Tras el salto (mortal) inicial, la sal de la incógnita irrumpe nerviosamente por sus fosas nasales, abriéndose paso página tras página, arañando el interior de su garganta hasta anidársele entre los intestinos. Sin embargo, la boca de nuestra víctima no clama por una crítica, un abstract o sinopsis a los que aferrarse y poner fin así al doloroso naufragio por la incertidumbre de la lectura “a pelo”, sin “memoria” ni “futuro” providente o pre-visto (pre-pro-visto). Es doloroso, sí, este zambullido vertiginoso y sin red en el Ab-grund textual, pero cuando nos referimos al dolor lo hacemos contagiados del masoquismo de Oscar Wilde. El sufrimiento personaliza cuando hunde sus alfileres en la carne propia, haciendo que uno llore al sentir-se [dañado]. Por eso, al sufrir, el ego se sujeta/subjetiviza, se [man]tiene a sí mismo (en vela).

Debido a su falta de ciencia (infusa, nunca mejor dicho), el texto no se le muestra al leyente con tal o cual pre-forma, antes bien, le atropella, “sale al paso” como una banda de saqueadores forestales,  exhibiendo una impúdica desnudez de carne des-figurada, des-ordenada, reventando el corsé de la figura y el orden, carne que se desborda tumultuosa como lo haría una lluvia de trigo eléctrico. Sabroso, sabroso trigo, cuya cadencia levanta agradables fragancias que seducen al estómago. Leer es calmar tal apetencia rumiando el texto con los dientes que uno tiene, y que, si no los tiene, los sustituye con lo que puede. Y es que, ya se sabe: si el texto es un problema que hay que resolver por uno mismo, el hambre agudiza el ingenio.

  

 

 

     

 

Roland de Barthes.

Cherburgo (Francia), 1905 - París, 1980

 

 

CUATRO

Un amigo mago suele reprenderme cuando le exijo una explicación de sus performances: “callo por ti; créeme, es bonito no saber ciertas cosas”. No le falta razón: él es ilusionista, no porque fabrique ilusiones, simulacros ópticos, sino porque, de hecho, ilusiona al personal. Su oficio no es el engaño. El secreto de la buena magia, de la (¿buena?) lectura también, es hacerla con humor. Defender ante el auditorio de turno la más absurda de las propuestas como si fuera verosímil (¡conejos habitando chisteras sin fondo!).

Y esto, ¿a santo de qué?

Cuando leemos, nuestro duro cráneo se reblandece durante un instante, él, puzzle arquitectónico perfectamente ensamblado tras años de albañilería socializadora, apuntalados sus pilares con el cemento de la estadística y diseñada su planta a partir del encofrado arquitectónico del consejo paterno. El genio del texto aprovecha el cambio de guardia en las puertas de nuestra cordura para inocular entre las circunvalaciones del cerebro un veneno mortal: la convicción de que las cosas pueden ser de otro modo, y más concretamente, del modo más otro de todos (el más insospechado). Lobotomizada la necesidad de nuestra materia gris, ya todo es posible, mas, recordemos, sólo momentáneamente. La realidad desanuda sus correas, como quién concede libertad a su vientre tras un soberano atracón de marisco, entregándose a un vagar sin derrota programada.

El ser narrado cósmicamente, Ordem e Progresso, estático y satisfecho en su pecera de constantes aguas eternas, ya no es lo que era. La culpa es de la anárquica oralidad del lógos. El que tiene boca se equivoca, pero se equivoca por [falta de] sistema: vocalizar es, invariablemente, errar. La voz pro-clama el reino del Káos, sus aristas, veloces, afiladas, incompasivas, licuan la re[ex]sistencia substancial del presente. Se derrumba el ensamblaje óseo que lo cierra sobre sus entrañas, exponiéndolo a la intemperie, dócil carne humillada, que gime, que presagia el roce erótico de lo que antaño rondaba, sediento, en el exterior. La letra mayúscula de Dios ya no infunde temor en la bóveda blanca y negra, y las cosas no se reconocen en el nombre [propio e intransferible] que les asigna. El soberbio yo-que-estoy-leyendo osa ocupar la cátedra del Padre; re-interpreta inversamente la Creación, re-nombra las cosas des-nombrándolas. Porque las ama, las lleva de excursión más allá de la estricta mansión celestial, estructura de distinciones diseñada por el gran Relojero. La diseminación semántica de la Obra [de Dios] conlleva su maleficación. El reino citerior de Luzbel es el único lugar adonde ir cuando estamos fuera de casa. Pero es un camino sin retorno; ya no seremos bienvenidos, cuales hijos pródigos, en el hogar denostado. No volveremos a ser lo que éramos; en la ilación narrativa (planteamiento-nudo-desenlace) pierde su sitio un sí-mismo protagonista que se desenvuelva continuadamente. El yo original fragmenta su proximidad respecto al yo copia; el régimen de la coherencia intratextual cede a favor del intermitente raccord temporal. En un extremo, la tesis; en el otro, la antí-tesis (disimulada simulación tética). Cuando el mundo escrito es des-escrito por el ácido corrosivo que esputa la voz leyente, no se contenta con mudar de calcetines, se desviste entero. De espejo donde la divinidad se refleja pasa a ser un mundo desconocido por Dios [in-mundo], infernal [in-feros, in-ferior respecto a la Voluntad o querencia de Dios: intentio auctoris]. Entre la cosa hablada y la escrita no hay “medias tintas”. O lo uno o lo otro.

    

CINCO

Edipo disfruta del incesto. Después ríe con sorna cuando se le castran los genitales, porque sabe (así se lo confiesa a su padre y verdugo) que el ajusticiamiento siempre es retributivo, pero sólo eso. Yo penaré, pero lo hecho, hecho está. No hay vuelta atrás.

Ya nada es como nada, ergo todo puede ser como todo. ¿El mundo... (cinco segundo antes de acabar la lectura, Dalí mediante)? Pregúntenle a Bataille: un escupitajo, una araña, un garabato o el cuadrado blanco sobre fondo blanco de Malévich; todo. Nada.

La Autoridad no da abasto, aun cuando son muchas personas en una sola (auctoritas, auctor, magister, doctor, pater), muchas manos, por tanto, grapadas al mismo tronco, muchos puños cerrados para golpear el rostro de los revolucionarios (tú, sí, tú, no desvíes la mirada, tú que ahora me lees a mí, ahora que estoy leyendo) o blandir puñales que traspasen sus corazones. No da a basto, decimos, pues los insurgentes atacan desde todos los flancos, y la falta de táctica militar los vuelve, además, impredecibles. Finalmente, se rinde exhausta.

Es entonces cuando comienza este retro-texto (lectura en retroceso o en retro-exceso).

Alborea el tiempo de Sodoma y Gomorra, nuestro tiempo, el de los proscritos que nos fugamos al otro lado del espejo (ego lego), aquí, justamente, al extremo opuesto al escritorio-mesa de paritorio, para romperlo en mil pedazos y colocar en su lugar un retrato de nuestro propio puño y letra. En vez de “venerar” la obra como el sacro becerro de oro, la “amamos” como “aman” los hindúes a sus sagradas vacas. La estimamos como una madre, como una fábrica de juguetes o un laboratorio biotecnológico funcionando a pleno rendimiento y limpio de escrúpulos morales, que produjese sin denuedo oleadas de engendros impensados hasta ahora, todos distintos y originales. Y no nos atreveríamos a rechazar a ninguno, que no somos espartanos. Desfile festivo de exóticas monstruosidades que no saben interpretar guiones, que entran por la puerta trasera de la conciencia sin pedir permiso, resquebrajando la membrana de nuestras antiguas expectativas.

Eso que le falta a la obra es lo que amamos del texto, su espíritu deportivo, su generosidad, su tolerancia, su infinita productividad.

  

 

 

     

 

Dylan Thomas.

Swansea, Gales, (G. B.) 1914 - Nueva York, 1953

 

 

SEIS

Dylan Thomas no [me] (im)pone “un” sentido en palabras. Me invita a emanciparme de ellas, a tomarlas como mera excusa, a seccionar su coherente trenza de enunciados con la insolente tijera del ex-curso y reconstruir a mi arbitrio (o sin él) un nuevo discurso con los fragmentos recién amputados, aún calientes y sangrantes. Ya le aburre tanta lección autobiográfica; por eso me reta, un tanto maliciosamente, a que le hable de otra cosa que el texto, y ello a propósito del texto. Tiene sed de novedad. Le interesa que me interese lo que no dice su obra “al pie de la letra”, y que ella evocaba, justamente, con su silencio. Entiéndase bien esto, no ha lugar acusarme(te/le/la/l@s) de vanidad. Pero sé muy bien que Thomas no pensó en mí cuando [me] escribía como se piensa en un cajón abierto:  “No tiene opinión propia, pero sí le sobra espacio para guardar los enseres de otro sin ni siquiera saberlo”. El texto que leo ruega lo use como simple pretexto (pre-texto, texto que antecede, sólo cronológicamente, a mi-texto), sabedor de su nula habilidad para expresar algo por sí mismo. El lenguaje que le da vida es tan delgado como el significante, forma hueca que me espera el relleno de mi experiencia. Lo escrito está ahí para que yo ab-use de él; su inerme implosión será combustible para el despliegue explosivo que financien mis ganas de exotismo. Ego lego, ergo omnia sunt. La causa eficiente del óntos no es su inscripción en un texto escrito (escrituración). El sentido del ser no es patrimonio privado, a nadie pertenece con exclusividad. Su usufructo es un derecho universal. La escritura es pre-sentación de im-presencias; el sonido de la palabra no es indicación deíctica de lo palabreado, sino mostración de su ausencia, no es duplicación lógica de su estancia, sino anónima huella que los pies de ésta sellan en las arenas de la historia cuando marchan en retirada. La escritura es dicción de la nada, flatus vocis; pura palabrería. Por eso, el lector es prototipo del perpetúo disconforme. Las cosas nunca están bien como están, porque, de facto, aún no están. Para que algo sea, parafraseando a Vico, debe ser hecho [por mí], de modo que el esse es rendimiento del agere, y no al revés. Al igual que el camino es tal cuando es andado por el viandante, el sentido es sentido cuando es sentido[por mí], yo, yo, yo, sintiente, leyente.

Al Hijo le exigimos que oiga, reiterémoslo, hambriento, que reciba el Verbo con ganas de trans-formarlo, [con su acento], en [mi]carne, [mi]vida, [mi]mundo, nunca de transcribirlo cual copista autómata en polvorientos pliegues de papel muerto, abocado a yacer en herméticas urnas de cristal que lo protejan de la erosión de la duda, la crítica y la exégesis (por la Gracia de Dios, per saecula seculorum [amén]). Palabra, que, en cuanto redactada con calidad de original, se ve condenada a callar para siempre; y es que el grueso vidrio del dogma que la envuelve impide escuchar y ser escuchada. La verdad, si es verdadera, es una; y no hay más que hablar. Ésa es máxima escolástica (escriturista): todo está ya puesto en palabras, luego, no queda sino asentir y aprender, dejarse de estériles tópicas, que de nada sirve re-descubrir un Mar que ya es nostrum.

Esto es lo que yo hago cuando leo a Thomas. Bajo la mirada al abismo. Atrás quedó la ingenua niñez en que escrutaba paciente sus ojos, con la esperanza de encontrar la estrella que me condujera por la vía augusta hasta el portal. Yo leo personalmente, y eso se traduce en excesos. Extra-limitarme escribiendo una nota a pie de página ex-cesiva, ilegítima. (¡ésta!). Olvidar el respeto adomingado de lector becerril en el traje que me viste de humildad a diario. No, no, ya no rezo, realizo. Soy el primum de la nueva generación, esa maldita prole nietzscheana de machos cabríos que no reciben con los brazos abiertos y una endeble sonrisa de sacrificio la [bien]venida de un futuro ya hecho, prehecho, previsto, manoseado, empaquetado y listo para consumir, manual de instrucciones mediante; porque quieren ser ellos (malditos, malditos y orgullosos, malditos y románticos, enamorados, ¡niños!) quiénes lo moldeen a su medida, a fuerza de martillo (y cincel, o bien, pluma y tinta).

No me queda capacidad de atención, las energías reactivas-creativas [re-activas, re-creativas] que en mí bullen no me permiten con-centrarme (en un centro que ya no centraliza), ni fijarme (en un fundamento fijo que se diluye en la corriente de composibilidades). Y todo ello porque no hay ya Un-Qué emitido por Un-Quién digno de veneración, una Dicción que otro Dicta duramente, [incontestable pro-videncia del Dictador]. La ranchera se equivocaba: su Palabra ya no es la Ley, sino una invitación formal al desacato. Porque él ya no es Él, porque, nos arenga Raskolnikov, si Él ha muerto, todo vale. La batailleana cabeza que licencia y reprime al fin se rinde y muere, ofendida por los puñales que le lanzo, Idiota, rebelde, lector-re-escritor. Y con ella se despiden de esta onto-teo-logía de la realidad textual el Padre y el Crítico, los que creían saber el genuino, y único, leit motif del texto, detentadores semánticos del decir (scientia est potentia): ¡Herr! Gieb uns blode Augen für / Dinge, die nichts taugen, und Augen / Voller Klarheit in alle deine Wahrheit.

Thomas escribe y se convierte en mártir. La existencia poética por él engendrada ve la luz con el único objetivo de dejar, cuanto antes, de verla. Al nacer como autor, muere como autoridad. Pero Barthes se equivocaba; no nos hace falta Inquisición: con una mano escribe Giordano Bruno su obra mientras que con la otra azuza el fuego que más tarde lamerá la punta de sus dedos.

Yo desconozco la moraleja, pero no iré en su busca, ya fingiré otra en su lugar. Gracias a ese arrebato de escolar desobediente me salvo del tedio. No quiero ser pre-visor, quiero derrochar. Ni me gusta el sabor a hipoteca que dejan en el paladar las cosas antes de que yo las vea. Detesto la fatalidad (fatum: pre-destinado destino), el por-venir inexorable de los Hados. Ya no leo, cuando leo, Anunciaciones, a lo sumo alguna esquela. No, no. Yo no pregunto, yo deseo, y que el bueno de Cernuda, paisano y tocayo mío, excuse la paráfrasis. Quien se atreva a estas alturas que me acuse de plagio. Pero ése ya es motivo de otro cuento.

  

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NOTAS

1 Dylan Thomas: “Visión y oración”.

2 Lo que sigue no es más que una nota alusiva al texto citado. Por eso omito adrede, premeditada y alevosamente segundas referencias, porque éstas, si quisiéramos aplicar a rajatabla la justicia de los derechos de autor, remitirían a otras tantas terceras citas, y éstas, a su vez, a otras tantas cuartas y quintas, en un proceso ad infinitum. De tal manera, quien detecte flagrantes ‘autorías de papel’ en la próxima red de palabras, expuesta multívocamente (en cooperación con innumerables otros anónimos), y que yo firmo indebidamente, como individuo diferenciado por un nombre propio, y titulo a mi particularísimo antojo, que las indique.

3 Por la casa platónica de los conceptos trascendentales que vertebran nuestra tradición, ergo, nuestra manera de pensar, citando a Heidegger; ya se sabe: “lo” bueno, “lo” verdadero, “lo” bello y sus correspondientes antítesis, correspondientemente absolutas (¿no es esto una contradicción, como se interrogaba, no con poca sorna, el retorcido dialéctico de Heráclito?).

  

  

LUIS QUILES PANDO (Sevilla, 1982) es licenciado en Filosofía por la Universidad de Sevilla desde 2006, en donde está desarrollando toda su labor investigadora. Ha sido Alumno Interno del Departamento de Metafísica y Corrientes Actuales de la Filosofía, Ética y Filosofía Política (curso académico 2004-05), que culminó con la realización de una investigación monográfica sobre la estética de Friedrich Nietzsche, y Becario de Colaboración en el Departamento de Estética e Historia de la filosofía (curso 2005-06), realizando una investigación sobre los fundamentos y problemáticas metafísicas de la racionalidad poética romántica. Durante el curso 2006-07, supera la Fase de Docencia del Programa de Doctorado “Metafísica y Pensamiento Contemporáneo” dentro del Departamento de Metafísica, Ética y Filosofía Política. Actualmente prepara su tesis doctoral en el ámbito de la filosofía decimonónica alemana, especialmente sobre el eje estética-metafísica romántico-idealista, bajo la dirección del Departamento de Metafísica y Corrientes Actuales de la Filosofía, Ética y Filosofía Política.

  

  

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Año VII. Número 55. Mayo-Junio 2008. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides.  Copyright © 2008 Luis Quiles Pando. © 2002-2008 EdiJambia & Departamento De Didáctica de la Lengua y la Literatura. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga.

  

  

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