| 
																	
																	a que llegó 
																	a ser 
																	considerada 
																	como una 
																	«princesa 
																	rodeada de 
																	comediantes», 
																	esa actriz 
																	que señoreó 
																	su arte y su 
																	bien hacer 
																	escénico en 
																	una época 
																	donde 
																	presidía la 
																	exageración 
																	extravagante 
																	y la 
																	vulgaridad, 
																	esa hembra 
																	fina y 
																	natural 
																	donde las 
																	haya, esa 
																	mujer de 
																	prestigio y 
																	respetada 
																	por todos, 
																	esa artista 
																	que fue 
																	causando 
																	envidias por 
																	donde iba 
																	por su 
																	profesionalidad 
																	innata se 
																	llamó Rita 
																	Luna y había 
																	nacido en 
																	Málaga. Rita 
																	Luna, en 
																	efecto, pasó 
																	por los 
																	mejores 
																	teatros de 
																	España y 
																	podría haber 
																	llegado más 
																	allá si no 
																	hubiera 
																	dejado la 
																	escena a 
																	temprana 
																	edad. No se 
																	sabe 
																	ciertamente 
																	el motivo de 
																	ello, pero 
																	debió ser 
																	algo 
																	bastante 
																	duro para 
																	ella como 
																	para 
																	terminar 
																	repugnándole 
																	el teatro y 
																	todo lo que 
																	le rodea a 
																	éste. 
																	
																	     
																	
																	
																	Infancia y 
																	adolescencia 
																	
																	Rita Vidal 
																	Alfonso 
																	García era 
																	hija 
																	del 
																	matrimonio 
																	formado por 
																	Joaquín 
																	Alfonso y 
																	Royo y la 
																	actriz 
																	Magdalena 
																	García. Conocida en 
																	el mundo 
																	artístico 
																	de la escena con el 
																	nombre de 
																	Rita Luna, 
																	había nacido en 
																	Málaga en 
																	1770 y en 
																	esta ciudad 
																	andaluza vivió 
																	sus primeros 
																	años. 
																	
																	Su padre era 
																	descendiente 
																	de una 
																	ilustre 
																	familia 
																	aragonesa 
																	oriunda de 
																	Oliete 
																	(Teruel), y, 
																	por las 
																	razones que 
																	fueran, él y 
																	su esposa 
																	vivían 
																	dedicados al 
																	dificilísimo 
																	arte de la 
																	declamación, 
																	en el que no 
																	dejaron de 
																	recoger 
																	laureles. No 
																	tiene, pues, 
																	nada tiene 
																	de extraño 
																	que las tres 
																	hijas de la 
																	pareja, 
																	Andrea, 
																	Josefa y 
																	Rita, se 
																	aficionasen 
																	al teatro, 
																	extenso 
																	campo que su 
																	genio podía 
																	recorrer, 
																	haciendo 
																	aspirar al 
																	corazón el 
																	perfumado 
																	ambiente del 
																	entusiasmo. 
																	
																	Como puede 
																	apreciarse, 
																	el apellido 
																	de Luna no 
																	era el 
																	paterno; fue 
																	adoptado por 
																	ella al 
																	salir a 
																	escena, como 
																	también 
																	parece ser 
																	que su padre 
																	ya lo había 
																	adoptado 
																	antes al 
																	hacerse 
																	comediante. 
																	
																	     
																	
																	
																	La partida 
																	está plagada 
																	de 
																	equivocaciones 
																	
																	En su 
																	partida de 
																	nacimiento 
																	se dice que 
																	Rita nació 
																	el 28 de 
																	marzo, lo 
																	cual 
																	desmienten 
																	datos de la 
																	época y así 
																	lo ha 
																	afirmado 
																	también 
																	Mesoneros 
																	Romanos, el 
																	más acertado 
																	de sus 
																	biógrafos. 
																	El error 
																	consiste en 
																	que se 
																	cambió el 
																	mes de 
																	nacimiento, 
																	pues debió 
																	ver la luz 
																	el 28 de 
																	abril y no 
																	el 28 de 
																	marzo. 
																	Prueba de 
																	ello la 
																	encontramos 
																	en que sus 
																	padres le 
																	pusieron 
																	Vidal como 
																	segundo 
																	nombre (así, 
																	Rita Vidal), 
																	siguiendo la 
																	piadosa 
																	costumbre de 
																	darle al 
																	neófito el 
																	nombre del 
																	santo del 
																	día, y la 
																	onomástica 
																	de San 
																	Vidal, el 
																	ilustre 
																	mártir de 
																	Rávena, la 
																	celebra la 
																	Iglesia 
																	católica el 
																	28 de abril. 
																	Por otra 
																	parte, 
																	también es 
																	más lógico 
																	que fuera 
																	bautizada 
																	cuatro días 
																	después de 
																	nacer y no 
																	al mes y 
																	pico. 
																	
																	De igual 
																	manera, en 
																	la partida 
																	de 
																	nacimiento 
																	se 
																	equivocaron 
																	los 
																	apellidos 
																	del padre y 
																	hubo 
																	necesidad de 
																	instruir, 
																	veintiséis 
																	años 
																	después, un 
																	expediente 
																	para su 
																	rectificación. 
																	En dicho 
																	expediente 
																	se hace 
																	constar 
																	cumplidamente 
																	que el 
																	apellido de 
																	Rita Vidal 
																	era Alfonso, 
																	y no Royo, 
																	ya que el 
																	nombre de su 
																	padre era 
																	Joaquín 
																	Alfonso, y 
																	no, Alfonso 
																	Royo, como 
																	rezaba en la 
																	partida 
																	parroquial. 
																	
																	La educación 
																	de Rita, lo 
																	mismo que 
																	las de sus 
																	hermanas, 
																	fue no tanto 
																	artística, 
																	cuanto 
																	esmerada y 
																	religiosa, 
																	pues eran 
																	muy austeros 
																	los 
																	principios 
																	que 
																	profesaba su 
																	padre sobre 
																	este punto. 
																	
																	     
																		
																			
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																				Una jovencísima Rita se traslada a Madrid, y, en un teatro provisional que el actor Sebastián Briñoli había insta-lado en un piso bajo de la casa número 20 de la calle de Barco, inicia sus represen-taciones escénicas. |  
																				|  |  |  
																	
																	
																	Comienzos 
																	artísticos 
																	
																	En 1789, 
																	cuando 
																	apenas 
																	cuenta los 
																	19 años de 
																	edad, 
																	comienza su 
																	trabajo en 
																	la escena. 
																	Ese año, una 
																	jovencísima 
																	Rita se 
																	traslada a 
																	Madrid, y, 
																	en un teatro 
																	provisional 
																	que el actor 
																	Sebastián 
																	Briñoli 
																	había 
																	instalado en 
																	un piso bajo 
																	de la casa 
																	número 20 de 
																	la calle de 
																	Barco, 
																	inicia sus 
																	representaciones 
																	escénicas. 
																	Era una 
																	forma de 
																	burlar el 
																	luto que se 
																	había 
																	impuesto 
																	oficialmente 
																	a causa del 
																	fallecimiento 
																	del rey 
																	Carlos III, 
																	según el 
																	cual 
																	quedaban 
																	clausurados 
																	todos los 
																	teatros de 
																	la Villa y 
																	Corte 
																	durante un 
																	tiempo. 
																	
																	Rita, a 
																	pesar de sus 
																	pocos años y 
																	escasísima 
																	experiencia, 
																	reveló, 
																	desde su 
																	primera 
																	salida a los 
																	escenarios, 
																	las grandes 
																	cualidades 
																	que reunía, 
																	y comenzó a 
																	recibir 
																	entusiastas 
																	y merecidos 
																	aplausos, al 
																	representar 
																	con notable 
																	acierto 
																	varias 
																	comedias de 
																	nuestro tan 
																	bello como 
																	difícil 
																	teatro 
																	clásico, en 
																	las que supo 
																	dar grandes 
																	muestras de 
																	sus 
																	brillantes 
																	cualidades 
																	artísticas, 
																	particularmente 
																	al 
																	interpretar 
																	las siempre 
																	instructivas 
																	escenas de
																	Una casa 
																	con dos 
																	puertas mala 
																	es de 
																	guardar, 
																	de Calderón 
																	de la Barca. 
																	
																	     
																	
																	
																	Competencia 
																	personal 
																	
																	Los aplausos 
																	que en esta 
																	primera 
																	época de su 
																	vida 
																	artística 
																	obtuvo no 
																	fueron sino 
																	precursores 
																	de los que 
																	el tiempo 
																	reservaba a 
																	su genio. Un 
																	año después, 
																	en 1790, la 
																	joven Rita 
																	se ajusta en 
																	la compañía 
																	de los 
																	Reales 
																	Sitios, 
																	donde 
																	comienza a 
																	crearse una 
																	reputación 
																	envidiable. 
																	
																	Su ya 
																	merecida 
																	fama hizo 
																	que el conde 
																	de 
																	Floridablanca, 
																	valido del 
																	rey Carlos 
																	IV, se 
																	fijase en 
																	ella y, el 8 
																	de abril de 
																	1792, da 
																	instrucciones 
																	para que 
																	ingresara en 
																	el Corral 
																	del Príncipe 
																	como 
																	‘segunda 
																	dama’ de la 
																	compañía de 
																	Manuel 
																	Martínez, 
																	quien ya 
																	desempeñaba 
																	sólo papeles 
																	de barba y 
																	acompañado 
																	de la bella 
																	y 
																	desenvuelta 
																	María del 
																	Rosario 
																	Fernández, 
																	conocida 
																	como ‘la 
																	Tirana’, tan 
																	famosa por 
																	su talento 
																	como por su 
																	mal carácter 
																	y sus 
																	aventuras 
																	amorosas; a 
																	la graciosa 
																	Manuela 
																	Montéis, a 
																	Victoria 
																	Ferrer y a 
																	Josefa Luna, 
																	hermana de 
																	Rita. Esta 
																	farándula 
																	contaba 
																	también con 
																	el gracioso 
																	Francisco 
																	López, el 
																	barba 
																	Vicente 
																	García, el 
																	figurón Pepe 
																	Morales y 
																	los galanes 
																	Juan 
																	Garcilaso, 
																	Antonio 
																	Robles y 
																	José Huerta. 
																	
																	En aquel 
																	teatro 
																	intervino en 
																	la comedia 
																	titulada 
																	La esclava 
																	del negro 
																	ponto, 
																	de Luciano 
																	Cornella, en 
																	la que 
																	interpretó 
																	magistralmente 
																	el papel de 
																	sultana. Su 
																	caracterización 
																	fue tan 
																	desenvuelta 
																	y su aplomo 
																	tan 
																	extraordinario 
																	que excitó 
																	de tal 
																	manera el 
																	entusiasmo 
																	del público 
																	que fue 
																	causa de que 
																	se 
																	repitieran 
																	las 
																	representaciones 
																	durante 
																	diecinueve 
																	días 
																	consecutivos, 
																	cosa apenas 
																	conocida en 
																	aquel 
																	entonces. 
																	
																	  
																	  
																	
																	
																	Rita Luna, 
																	entre el 
																	éxito y los 
																	celos 
																	
																	Triunfo tan 
																	completo 
																	como 
																	lisonjero no 
																	pudo menos 
																	que excitar 
																	los celos de 
																	la primera 
																	dama María 
																	del Rosario 
																	Fernández. 
																	Acostumbrada 
																	‘la Tirana’ 
																	a que los 
																	aplausos tan 
																	repetidos 
																	sólo se le 
																	prodigasen a 
																	ella, se 
																	desencadenaron 
																	en su pecho 
																	todos los 
																	malos 
																	sentimientos 
																	de que es 
																	capaz de 
																	incubar una 
																	profunda 
																	envidia, y, 
																	desde aquel 
																	momento, 
																	pensó 
																	únicamente 
																	en acabar 
																	como fuera 
																	con aquella 
																	naciente 
																	reputación 
																	que 
																	amenazaba 
																	con destruir 
																	en breve la 
																	suya. 
																	
																	Para 
																	conseguirlo, 
																	aprovechando 
																	que se 
																	estaba 
																	representando 
																	aquella 
																	temporada la 
																	comedia de 
																	Antonio 
																	Enríquez 
																	Gómez, 
																	Celos no 
																	ofenden al 
																	sol, 
																	pieza 
																	teatral de 
																	una cierta 
																	complejidad 
																	para la 
																	actriz 
																	principal, 
																	fingió estar 
																	enferma a 
																	fin de 
																	forzar la 
																	situación de 
																	que Rita 
																	ejecutase, 
																	sin estudio 
																	y ensayo 
																	previos, el 
																	papel en que 
																	ella era 
																	justamente 
																	aplaudida. 
																	
																	Pero Rita no 
																	era tonta y 
																	ya contaba 
																	de antemano 
																	con alguna 
																	treta de la 
																	diva, así 
																	que, 
																	previendo 
																	tan indigno 
																	proceder, 
																	había 
																	estudiado 
																	concienzudamente 
																	con 
																	antelación 
																	los papeles, 
																	el propio y 
																	el de su 
																	rival. 
																	Llegado el 
																	momento 
																	previsto, 
																	cuando se le 
																	avisa de que 
																	tiene que 
																	suplir a la 
																	primera 
																	dama, puso 
																	en escena 
																	aquella 
																	producción 
																	con éxito 
																	tan 
																	lisonjero, 
																	que un 
																	indecible 
																	entusiasmo 
																	se apoderó 
																	de los 
																	espectadores, 
																	produciendo 
																	un efecto 
																	desconocido 
																	hasta 
																	entonces. Su 
																	éxito fue 
																	arrollador. 
																	
																	Viendo ‘la 
																	Tirana’ el 
																	mal 
																	resultado 
																	que su ardid 
																	había 
																	producido, 
																	sólo pensó 
																	en salir 
																	triunfante 
																	de aquella 
																	competencia, 
																	aunque era 
																	consciente 
																	de que su 
																	rival era 
																	temible. 
																	Pero el 
																	dolor de su 
																	herida 
																	vanidad era 
																	muy superior 
																	a la mesura 
																	que pudiera 
																	sugerirle el 
																	menor atisbo 
																	de 
																	inteligencia. 
																	
																	‘La Tirana’ 
																	quiso 
																	disputar el 
																	terreno, 
																	luchar como 
																	una leona, y 
																	volvió a la 
																	escena con 
																	la comedia
																	La mujer 
																	vengativa. 
																	El desengaño 
																	fue temible. 
																	El público 
																	se mostró 
																	frío, apenas 
																	hizo sonar 
																	sus 
																	aplausos, y 
																	su reserva 
																	confirmó en 
																	aquella 
																	noche el 
																	triunfo de 
																	Rita Luna. 
																	
																	Pero ‘la 
																	Tirana’ era 
																	mujer de 
																	gran 
																	experiencia, 
																	sobrada de 
																	intención, 
																	con amigos 
																	influyentes 
																	y de 
																	admirable 
																	diplomacia. 
																	Poco a poco 
																	logró 
																	martirizar 
																	con pequeños 
																	pero 
																	continuos 
																	incidentes a 
																	Rita, hasta 
																	que ésta, 
																	harta de la 
																	presión que 
																	le suponía 
																	aquel acoso, 
																	decide 
																	abandonar la 
																	escena del 
																	Príncipe, en 
																	donde quedó 
																	su hermana 
																	Josefa, 
																	según se ve 
																	en la lista 
																	del año 
																	siguiente. 
																	Rita había 
																	actuado en 
																	el Teatro 
																	del Príncipe 
																	desde el 8 
																	de abril de 
																	1792 al 13 
																	de febrero 
																	de 1793. Con 
																	el abandono 
																	de este 
																	escenario, 
																	la malagueña 
																	dejaba 
																	también de 
																	pertenecer a 
																	la compañía 
																	teatral de 
																	Manuel 
																	Martínez. 
																	
																	     
																	
																	
																	Su 
																	consagración 
																	artística 
																	
																	En la 
																	siguiente 
																	temporada 
																	teatral, 
																	Rita fue 
																	contratada 
																	por Coliseo 
																	de la Cruz 
																	con el mismo 
																	carácter de 
																	segunda 
																	dama. En 
																	este nuevo 
																	recinto la 
																	esperaban 
																	nuevos y 
																	bien 
																	merecidos 
																	laureles. 
																	
																	En la 
																	representación 
																	de El 
																	desdén con 
																	el desdén, 
																	de Agustín 
																	Moreto, 
																	produjo 
																	entre el 
																	público un 
																	entusiasmo 
																	inefable. 
																	Juana 
																	García, 
																	considerada 
																	hasta ese 
																	instante 
																	primera dama 
																	en aquel 
																	teatro, supo 
																	de inmediato 
																	que era una 
																	empresa loca 
																	disputarle 
																	la victoria 
																	a aquella 
																	eminencia 
																	escénica, y 
																	pidió su 
																	retiro. 
																	Rita, con el 
																	camino 
																	franco, 
																	ocupó su 
																	lugar, con 
																	general 
																	aplauso. 
																	
																	Una y otra 
																	noche 
																	recibió 
																	ovaciones 
																	delirantes 
																	aquella 
																	actriz de 
																	origen 
																	malagueña, 
																	distinguiéndose 
																	en La 
																	dama boba,
																	La moza 
																	del cántaro,
																	La 
																	villana de 
																	Vallecas,
																	La más 
																	constante 
																	mujer,
																	Como 
																	amante y 
																	como honrada,
																	
																	Misantropía 
																	y 
																	arrepentimiento,
																	El 
																	socorro de 
																	los mantos,
																	El perro 
																	del 
																	hortelano, 
																	No hay 
																	contra 
																	lealtad 
																	cautela, 
																	y tantas 
																	otras 
																	comedias en 
																	las que el 
																	público 
																	continuó de 
																	día en día 
																	prodigándole 
																	sus más 
																	entusiastas 
																	elogios; 
																	jamás se 
																	aficionó a 
																	la tragedia. 
																	Fueron sus 
																	autores 
																	predilectos 
																	Moreto, Lope 
																	de Vega, 
																	Tirso de 
																	Molina, 
																	Montalbán, 
																	Leyva y 
																	Rojas. 
																	
																	     
																	
																	
																	El genio 
																	artístico de 
																	Rita Luna 
																	
																	El genio en 
																	la escena es 
																	de 
																	indiscutible 
																	reconocimiento, 
																	tanto más 
																	digno de 
																	admiración, 
																	cuanto que 
																	Rita comenzó 
																	su carrera 
																	teniendo que 
																	crear, 
																	porque en 
																	vano hubiera 
																	querido 
																	buscar 
																	modelos en 
																	su tiempo. 
																	El mal gusto 
																	declamatorio 
																	de su época, 
																	la tradición 
																	de María 
																	Riquelme y 
																	la de 
																	memoria más 
																	reciente, 
																	María 
																	Ladvenant, 
																	debieran 
																	haber sido 
																	obstáculos 
																	que se 
																	opusieran a 
																	sus 
																	triunfos; 
																	pero su alma 
																	elevada, su 
																	sentimiento 
																	artístico, 
																	su fogosa 
																	imaginación 
																	y su 
																	finísima 
																	sensibilidad 
																	lograron 
																	apartar los 
																	abrojos de 
																	su glorioso 
																	camino, 
																	abriéndose 
																	paso su 
																	talento 
																	hasta el 
																	corazón de 
																	los 
																	espectadores, 
																	cuyas fibras 
																	hería con 
																	esa pasmosa 
																	habilidad 
																	que es sólo 
																	patrimonio 
																	del genio. 
																	
																	Sus lágrimas 
																	hacían 
																	correr las 
																	de los que 
																	escuchaban 
																	su voz; su 
																	dolor se 
																	transmitía 
																	mágicamente 
																	con su 
																	acento y de 
																	su mirada 
																	brotaban ya 
																	el odio, ya 
																	el amor, ya 
																	la 
																	compasión, 
																	ya la 
																	venganza. 
																	Dotada de 
																	natural 
																	finura y 
																	distinguido 
																	porte, sus 
																	accidentes 
																	todos podían 
																	considerarse 
																	como 
																	verdaderos 
																	modelos, 
																	haciendo que 
																	pareciese en 
																	la escena, 
																	según las 
																	palabras de 
																	un 
																	distinguido 
																	literato de 
																	su tiempo, 
																	«una 
																	princesa 
																	rodeada de 
																	comediantes». 
																	
																	El teatro 
																	francés 
																	había 
																	irrumpido en 
																	los 
																	escenarios 
																	españoles y 
																	ahora estaba 
																	de moda. 
																	Pero Rita 
																	Luna 
																	representaba 
																	a los 
																	clásicos 
																	españoles 
																	del Siglo de 
																	Oro. Todos 
																	los 
																	entendidos 
																	la 
																	consideraron 
																	como la 
																	actriz más 
																	eminente de 
																	su época. Se 
																	dice que, 
																	entre sus 
																	más 
																	preclaras 
																	cualidades, 
																	figuraban el 
																	bello timbre 
																	de voz, la 
																	modulación 
																	fácil y el 
																	purísimo 
																	decir. 
																	
																	Rita Luna 
																	triunfó en 
																	toda la 
																	línea, no 
																	tuvo rival 
																	que alzara 
																	igual que 
																	ella el 
																	vuelo, y, 
																	durante 
																	dieciséis 
																	años, fue 
																	reina 
																	absoluta y 
																	señora del 
																	Coliseo de 
																	la Cruz. 
																	
																	Hubo también 
																	sus noches 
																	oscuras en 
																	la vida de 
																	esta 
																	malagueña. 
																	En medio de 
																	estas 
																	ovaciones, 
																	brotaron 
																	espinas; por 
																	la cara de 
																	la artista 
																	corrieron 
																	lágrimas de 
																	verdad, y 
																	varias veces 
																	presentó 
																	instancias 
																	amenazando a 
																	la Junta de 
																	teatros con 
																	marcharse de 
																	Madrid. Por 
																	otro lado, 
																	los sueldos 
																	en aquella 
																	época eran 
																	tan 
																	pequeños, 
																	que con 
																	ellos no era 
																	posible 
																	sostenerse. 
																	
																	  
																	  
																	
																	
																	Rita en 
																	sociedad 
																	
																	Si notable 
																	fue Rita 
																	Luna como 
																	actriz, no 
																	lo fue menos 
																	como señora. 
																	En sociedad 
																	era afable 
																	en extremo: 
																	su alma, 
																	dotada de 
																	una 
																	exquisita 
																	sensibilidad, 
																	jamás miró 
																	con 
																	indiferencia 
																	las 
																	desgracias 
																	ajenas, y 
																	todos 
																	encontraban 
																	en ella 
																	inequívocas 
																	muestras de 
																	sus 
																	sentimientos 
																	generosos, 
																	hasta el 
																	punto de 
																	despojarse 
																	de sus 
																	propios 
																	vestidos 
																	para darlos 
																	a los 
																	necesitados. 
																	
																	Su vida, 
																	modelo de 
																	virtud, era 
																	constantemente 
																	retraída. 
																	Llegó a 
																	profesar una 
																	repugnancia 
																	inconcebible 
																	a la escena. 
																	Trabajaba 
																	sola en su 
																	habitación 
																	y, durante 
																	los ensayos, 
																	no consentía 
																	ser visitada 
																	ni por la 
																	familia; tal 
																	era el 
																	tedio, la 
																	aversión que 
																	le había 
																	cobrado al 
																	escenario, 
																	que no 
																	permitía 
																	hablar 
																	delante de 
																	ella de cosa 
																	alguna 
																	referente al 
																	teatro. No 
																	sólo no le 
																	gustaba oír 
																	elogiar sus 
																	triunfos 
																	escénicos, 
																	sino que 
																	delante de 
																	ella no 
																	podía 
																	hablarse 
																	nada que el 
																	teatro se 
																	refiriera. 
																	
																	No por esto 
																	dejaba de 
																	participar 
																	de los 
																	caprichos y 
																	de las 
																	debilidades 
																	humanas, una 
																	de las 
																	cuales fue 
																	haber tomado 
																	tal 
																	resentimiento 
																	con 
																	Fernández de 
																	Moratín por 
																	haberle 
																	censurado al 
																	ejecutar una 
																	de sus 
																	comedias, 
																	que jamás 
																	volvió a 
																	representar 
																	ninguna obra 
																	más de aquel 
																	célebre 
																	autor. 
																	
																	     
																	
																	
																	Su retirada 
																	de la escena 
																	
																	Cuando 
																	apenas 
																	contaba 36 
																	años, sin 
																	motivo 
																	alguno 
																	perceptible 
																	y cuando la 
																	fortuna y el 
																	favor del 
																	público 
																	parecían 
																	sonreírle, 
																	puso fin a 
																	su gloriosa 
																	carrera, 
																	retirándose 
																	del teatro 
																	sin que nada 
																	fuese 
																	bastante 
																	para hacerla 
																	variar de 
																	propósito. 
																	Corría el 
																	año de 1806. 
																	
																	En vano 
																	fueron para 
																	su 
																	inquebrantable 
																	voluntad los 
																	mensurados 
																	consejos de 
																	respetables 
																	personas; en 
																	vano los 
																	ruegos de 
																	sus buenos y 
																	numerosos 
																	amigos. Poco 
																	interesada, 
																	desoyó 
																	también las 
																	amplias y 
																	generosas 
																	ofertas de 
																	la 
																	Municipalidad 
																	de Madrid, 
																	que, para 
																	satisfacer 
																	los justos 
																	deseos del 
																	público, le 
																	hizo las más 
																	ventajosas 
																	proposiciones. 
																	Su 
																	resolución 
																	era 
																	irrevocable, 
																	e inútiles 
																	fueron todos 
																	los 
																	esfuerzos 
																	para que 
																	continuase 
																	un camino 
																	que siempre 
																	encontró 
																	sembrado de 
																	flores. 
																	
																	La 
																	curiosidad 
																	del público, 
																	avivada por 
																	tan 
																	inesperada 
																	cuanto tenaz 
																	resolución, 
																	se esforzó 
																	en vano 
																	durante 
																	largo tiempo 
																	por 
																	descubrir 
																	las causas 
																	verdaderas 
																	que hicieron 
																	a Rita 
																	abandonar la 
																	escena, y 
																	renunciar 
																	para siempre 
																	a sus 
																	legítimos 
																	triunfos. 
																	Unos lo 
																	atribuyeron 
																	a 
																	desavenencias 
																	con el 
																	Corregidor 
																	de Madrid; 
																	otros, a un 
																	excesivo 
																	fondo de 
																	melancolía, 
																	y otros, 
																	quizá los 
																	más 
																	acertados, 
																	las 
																	interpretaron 
																	como la 
																	última 
																	página de la 
																	historia de 
																	unos 
																	malogrados 
																	amores. 
																	¡Quién sabe 
																	si todas 
																	estas causas 
																	aunadas 
																	contribuyeron 
																	a hacerla 
																	tomar tan 
																	extrema 
																	resolución! 
																		
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																			Si 
																			notable 
																			fue 
																			Rita 
																			Luna 
																			como 
																			actriz, 
																			no 
																			lo 
																			fue 
																			menos 
																			como 
																			señora. 
																			En 
																			sociedad 
																			era 
																			afable 
																			en 
																			extremo. |  
																			|  |  |  
																	
																	Se cometa 
																	que solía 
																	decir que 
																	estaba 
																	dispuesta a 
																	casarse con 
																	quien la 
																	retirara de 
																	las tablas. 
																	A su pesar, 
																	permaneció 
																	soltera. 
																	Bella, 
																	agraciada y 
																	solicitada 
																	en 
																	matrimonio 
																	por 
																	numerosos 
																	actores, 
																	nunca se 
																	quiso casar 
																	y, al 
																	parecer, 
																	tuvo alguna 
																	pasión no 
																	correspondida 
																	que amargó 
																	sus últimos 
																	años, que 
																	pasó 
																	voluntariamente 
																	recluida y 
																	practicando 
																	numerosas 
																	obras pías y 
																	de caridad. 
																	Rita 
																	pertenecía a 
																	la Cofradía 
																	de la Virgen 
																	de la Novena 
																	o del 
																	Silencio, 
																	como la 
																	mayoría de 
																	los actores 
																	y literatos 
																	de Madrid.
																	 
																	
																	Retirada de 
																	las escenas 
																	la eminente 
																	Rita Luna, 
																	se pensó en 
																	Coleta, 
																	joven 
																	discípula 
																	suya, para 
																	sustituirla. 
																	María Coleta 
																	García 
																	Godínez de 
																	Paz era 
																	madrileña, 
																	de familia 
																	hidalga, en 
																	la que jamás 
																	hubo 
																	comediantes. 
																	En la 
																	temporada 
																	1799-1800 
																	fue 
																	contratada 
																	por la 
																	compañía de 
																	Luis 
																	Navarro, en 
																	la que iba 
																	de primera 
																	actriz Rita 
																	Luna, a la 
																	que 
																	sustituyó en 
																	varias 
																	ocasiones. 
																	
																	     
																	
																	
																	Rita, en 
																	Málaga 
																	
																	Durante la 
																	invasión 
																	francesa 
																	(1808-1813), 
																	prefirió la 
																	calma de 
																	Málaga y 
																	aquí se 
																	trasladó a 
																	vivir la 
																	calma del 
																	Mediterráneo, 
																	apartada de 
																	los 
																	trastornos y 
																	revueltas 
																	que en la 
																	Villa y 
																	Corte se 
																	padecían. De 
																	aquí se 
																	traslada a 
																	Carratraca, 
																	municipio 
																	cercano, 
																	para buscar 
																	alivio a sus 
																	dolencias, 
																	y, más 
																	tarde, a 
																	Toledo, 
																	desde donde 
																	trasladó de 
																	una vez su 
																	residencia 
																	al Real 
																	Sitio de El 
																	Pardo, en 
																	Madrid. 
																	
																	Entregada a 
																	prácticas 
																	religiosas y 
																	reducida a 
																	un 
																	voluntario y 
																	total 
																	retraimiento, 
																	apenas salía 
																	de casa. En 
																	una de esas 
																	ocasiones, 
																	contrajo una 
																	pulmonía que 
																	sería la 
																	causa de su 
																	fallecimiento, 
																	que tuvo 
																	lugar el día 
																	24 de 
																	febrero de 
																	1832. La que 
																	había sido 
																	merecidamente 
																	una gran 
																	actriz de 
																	las escenas 
																	españolas 
																	durante 
																	muchos años 
																	bajaba al 
																	sepulcro a 
																	los 62 años 
																	de edad. 
																	
																	     
																	
																	
																	La crítica 
																	ante Rita 
																	Luna 
																	
																	Apartados ya 
																	por casi dos 
																	siglos de la 
																	época de sus 
																	brillantes 
																	triunfos, y 
																	más 
																	distantes 
																	aún del 
																	gusto 
																	peculiar y 
																	de las 
																	conveniencias 
																	artísticas 
																	de aquel 
																	periodo, no 
																	nos es 
																	posible 
																	calificar 
																	hasta qué 
																	punto fue 
																	justo ese 
																	entusiasmo, 
																	ni merecida 
																	aquella 
																	continua 
																	ovación de 
																	que, al 
																	decir de la 
																	fama, fue 
																	objeto 
																	constante 
																	Rita Luna. 
																	No obstante, 
																	creyendo, 
																	como 
																	creemos, que 
																	nunca un 
																	público 
																	entero se 
																	equivoca 
																	fácilmente 
																	en sus 
																	apreciaciones 
																	artísticas, 
																	y habiendo 
																	leído la que 
																	han hecho de 
																	ésta 
																	críticos tan 
																	entendidos 
																	como 
																	respetables, 
																	no podemos 
																	menos de 
																	convenir en 
																	que debió 
																	ser una gran 
																	actriz, y 
																	que las 
																	lágrimas y 
																	la simpatía 
																	que logró 
																	excitar con 
																	dramas tan 
																	medianos 
																	como La 
																	esclava del 
																	negro ponto 
																	o La 
																	viuda de 
																	Malabar, 
																	y otros de 
																	la época, 
																	hubiera 
																	sabido 
																	alcanzarlos 
																	con mayor 
																	razón en la 
																	tragedia 
																	clásica, y 
																	en el 
																	romántico 
																	drama 
																	moderno. 
																	
																	Por 
																	desgracia, 
																	el arte de 
																	Rita Luna 
																	floreció en 
																	tiempos de 
																	gran 
																	decadencia 
																	literaria, 
																	una época en 
																	que el 
																	teatro 
																	estaba 
																	avasallado 
																	por ‘los 
																	Comellas’ y 
																	‘los 
																	Valladares’. 
																	Era 
																	sorprendente 
																	verla 
																	descollar en 
																	la escena, 
																	por la 
																	sencillez y 
																	la 
																	naturalidad 
																	de la 
																	expresión, 
																	en unos 
																	tiempos en 
																	que dominaba 
																	el mal gusto 
																	y la 
																	exageración 
																	extravagante. 
																	Hasta el 
																	gran actor 
																	Isidoro 
																	Máiquez, que 
																	pocos años 
																	después 
																	debía 
																	regenerar 
																	con sus 
																	esfuerzos la 
																	escena 
																	española, no 
																	llegaría a 
																	compartir 
																	los laureles 
																	de la Rita, 
																	privando a 
																	la 
																	admiración 
																	del público 
																	contemplar 
																	juntas las 
																	dos más 
																	grandes 
																	figuras 
																	teatrales 
																	que jamás 
																	brillaron en 
																	el teatro 
																	español. Con 
																	todo, su 
																	mérito como 
																	artista fue 
																	inmenso y 
																	así está 
																	reconocido. 
																	
																	  
																	  
																	
																	
																	Rita Luna y 
																	los dos 
																	cuadros de 
																	Goya 
																	
																	Tuvo la 
																	oportunidad 
																	de que 
																	Francisco de 
																	Goya y 
																	Lucientes la 
																	retratase, 
																	al menos, en 
																	dos 
																	ocasiones. 
																	En el primer 
																	retrato, que 
																	se conserva 
																	hasta 
																	nuestros 
																	días, 
																	perteneciente 
																	a una 
																	colección 
																	particular, 
																	aparece la 
																	cómica 
																	peinada muy 
																	discretamente, 
																	con una 
																	mirada 
																	melancólica 
																	y triste 
																	cara, y 
																	ataviada de 
																	un manto muy 
																	pudoroso y 
																	modesto. Así 
																	la pintó 
																	Goya, de 
																	medio 
																	cuerpo, 
																	entre 1814 y 
																	1816. 
																	
																	Por lo que 
																	luego 
																	ocurrió, se 
																	supone que 
																	el otro 
																	retrato hubo 
																	de ser «más 
																	alegre» que 
																	el primero. 
																	Se tiene 
																	constancia 
																	de que, 
																	entre los 
																	motivos que 
																	aparecían 
																	plasmados en 
																	el lienzo, 
																	Rita se 
																	situaba en 
																	el campo, en 
																	un rústico 
																	asiento, y 
																	al lado suyo 
																	un perro que 
																	ladraba. A 
																	su pie, 
																	aparecía 
																	escrito de 
																	mano del 
																	autor: «Los 
																	perros 
																	ladran a la 
																	Luna, porque 
																	no la pueden 
																	morder». La 
																	inscripción 
																	estampada 
																	por Goya se 
																	refería a 
																	las muchas 
																	envidias que 
																	el exquisito 
																	arte de la 
																	malagueña 
																	había 
																	suscitado en 
																	su tiempo. 
																	
																	Con respecto 
																	a este 
																	cuadro, se 
																	sabe que 
																	cuando la 
																	actriz, ya 
																	en sus 
																	últimos años 
																	de vida, 
																	pasa por una 
																	exaltación 
																	religiosa 
																	fuera de lo 
																	común, quiso 
																	romper todo 
																	recuerdo 
																	relacionado 
																	con su 
																	pasado 
																	íntimo y con 
																	el ejercicio 
																	de su 
																	profesión 
																	histriónica. 
																	Se dice que 
																	el cuadro 
																	fue pasto de 
																	las llamas 
																	por orden 
																	expresa de 
																	la 
																	retratada. 
																	No se sabe 
																	qué 
																	remordimientos 
																	podría 
																	traerle a la 
																	memoria. |