Una soleada tarde de otoño, mientras conduzco por
una carretera entre mansas colinas envueltas en
campos de olivos, quedo impresionado por la visión
de una imponente peña sobre la que se encaraman una
monumental iglesia y una regia fortaleza medieval.
Tomo el desvío que sube hasta el pueblo y estaciono
en una plaza asomada a un inmenso lago cuyas aguas
azulean resplandecientes.
A pie, me adentro en una urdimbre de calles que,
desparramadas caprichosamente sobre la ladera,
configuran un intrincado ramillete de casitas
blancas.
Mi deambular me lleva a un pequeño y elegante jardín
adosado a uno muro de la iglesia: abrazados por un
macizo de flores, cuatro frondosos naranjos y otros
tantos bancos revestidos de azulejos se disputan el
espacio. En uno de ellos, un señor mayor lee absorto
en un libro. Le doy las buenas tardes y ocupo otro
de los asientos vacíos.
Aprovecho que mi vecino hace un receso en su lectura
y le comento algo sobre las espléndidas
edificaciones que nos rodean. Su notable cordialidad
me anima a prolongar la conversación, me narra
episodios de su infancia y juventud (colegio,
amigos, juegos, trabajo, diversiones, etc.).
Recuerda con gratitud a su maestro, sólo tuvo uno,
porque supo despertarle el apego a la lectura.
«Algunas tardes —me cuenta—, el maestro abría un
libro de tapas azules y se ponía a leer en voz alta.
Fue de esta manera como navegué en las carabelas de
Colón, cabalgué junto al Cid en las batallas, supe
de las andanzas de don Quijote o crucé con Moisés el
mar Rojo cuando huía del ejército del faraón.
»El interés por la lectura nunca me ha abandonado en
mis ochenta y cuatro años de vida, y lo que al
principio sólo fue afición pronto se convirtió en
necesidad».
Buen conocedor de nuestra literatura, me cita obras
de Cervantes, Quevedo, San Juan de la Cruz, Galdós,
Clarín, Bécquer, Antonio Machado, Baroja,
Valle-Inclán, Alberti, García Márquez, Vargas Llosa,
Cortázar, Cela, Torrente Ballester, Delibes e,
incluso, de Irene Vallejo.
El avance de las sombras me indica que debo volver,
tras agradecer a mi interlocutor la amena e
instructiva ración de charla consumida, me despido
de él y emprendo el regreso.
Es domingo por la tarde. Las calles están vacías y
calladas. Asomado a una ventana, un gato me mira con
desdén, un vientecillo fresco corretea entre las
esquinas, un puñado de campanadas se descuelgan de
la torre… Una belleza desbordante cautiva el
espíritu del visitante y lo incita a retornar a este
pueblo blanco lleno de un abrumador encanto. |