HABÍA UNA VEZ un país que solo tenía dos ciudades, pero las dos muy distintas entre sí. Se llamaban Gatolandia y Perrolandia. Sus diferencias no solo afectaban a la naturaleza de sus habitantes, sino también a su ubicación geográfica y a sus correspondientes dietas.

Por un lado, Gatolandia estaba situada en un valle, cerca de la costa, y sus habitantes, todos ellos gatos, disponían de los suculentos alimentos que generosamente les daba el mar que bañaba sus orillas.

Perrolandia, por su parte, se erguía sobre el promontorio de un frondoso monte, gozaba de una vistas privilegiadas, y sus habitantes, que eran todos perros, disponían de los exquisitos alimentos que les ofrecían el bosque y los verdes pastos.

A pesar de sus contrastes, los habitantes de ambas ciudades vivían en la abundancia, reinaba entre ellos la concordia y eran felices.

Pero un día el infortunio cayó sobre una de aquellas tierras. Un grupo de individuos desaprensivos y dañinos provocaron un tremendo incendio en el bosque de Perrolandia, sin tener en cuenta la desgracia que iban a acarrearle a toda aquella población. El fuego arrasó árboles y pastos, todo lo que encontró a su paso, dejando a los habitantes en la más absoluta indigencia, sin tener nada que llevarse a la boca.

Movidos por la desesperada situación en que se hallaban, acordaron reunir el Consejo de Ancianos de la ciudad, para ver si podían encontrar alguna forma de afrontar la angustiosa penuria que les había sobrevenido.

Acordaron que, como los vecinos tenían comida de sobra, una representación de la ciudad iría a hablar con ellos para pedirles alguna ayuda con que mitigar sus carencias. Al frente de dicha legación iba un embajador harto prudente y muy hábil en el arte diplomático.

Al llegar a Gatolandia pidieron entrevistarse con su líder, un gato muy corpulento, de cerviz huidiza y aspecto taciturno, que los recibió y escuchó como correspondía. El legado dio detalles de las calamitosas circunstancias que les aquejaban y que motivaban su solicitud de ayuda.

El mandatario gatolandés les dijo que su pena era grande y que lo sentía, pero que no podía prestarles ayuda alguna. Argumentó su negativa diciendo que los excedentes de comida que ellos tenían estaban reservados para suplir las carencias que se les planteasen a ellos cuando llegase el mal tiempo y no pudiesen pescar.

El legado perrolano se marchó con sus compañeros frustrado y refunfuñando, y, tras explicarle al Consejo de Ancianos el nulo resultado de su gestión, decidieron declararles la guerra a sus vecinos.

Gatolandia era una ciudad muy bien fortificada: estaba rodeada de un foso y cuatro compactas murallas, con ocho torres defensivas; además, disponían de un eficaz cuerpo de arqueros y otro más de lanceros igualmente efectivo.

En Perrolandia se dedicaron a construir torres de asalto, catapultas, arietes, escalas, ballestas, escudos y garfios de anclaje con el fin de asediar al enemigo y abordar la ciudadela, declarada enemiga a partir de su acto insolidario y egoísta. Una vez el ejército estuvo preparado, la maquinaria bélica se puso en marcha, llegó a las inmediaciones de Gatolandia y puso cerco de inmediato a la fortificación, impidiendo que nadie entrara o saliera.

Los gatolandeses intentaron romper el cerco en varias ocasiones saliendo a combatir a campo abierto, pero siempre eran derrotados. El ímpetu bélico perrolano parecía sobrehumano. El campo de batalla ofrecía un aspecto desolador: un ingente número de cuerpos inertes yacía en un baño de sangre, dolorosamente abandonados. Convencidos, por fin, de su inferior potencial bélico ante las huestes de Perrolandia, acordaron permanecer al amparo de sus murallas.

Consciente Perrolandia de que el enemigo estaba tan desgastado que apenas podría soportar otra acometida, se preparó para el asalto final, que inició al amanecer del día siguiente.

La lucha fue muy dura. Las catapultas no dejaban de lanzar piedras de grandes dimensiones y terribles bolas incendiarias dañando seriamente la murallas de la fortificación y las viviendas de sus moradores. Mientras tanto, las torres de asalto se acercaban a los muros para abordarlos, pero los de Gatolandia estaban dispuestos a defender sus hogares hasta el último hálito de vida, y, sacando fuerza de flaqueza, lanzaban una lluvia incesante de flechas, dardos, saetas y lanzas contra los enemigos.

  

  

 

 
 

La lucha fue muy dura. Las catapultas no dejaban de lanzar piedras de grandes dimensiones y terribles bolas incendiarias dañando seriamente la murallas de la fortificación y las viviendas de sus moradores.

 

  

  

Pasaron los días… las semanas… los meses. Estuvieron mucho tiempo luchando, sin que ninguno de los dos contendientes consiguiera una victoria definitiva. No había victoria, pero sí bajas en ambas partes, tantas, que hubo un momento en que ninguno de los beligerantes podía continuar la lucha.

Decidieron, entonces, pactar una paz honrosa para ambos, y los líderes de ambos bandos acordaron firmar un armisticio sobre la base de dos únicos términos pero de obligado cumplimiento: uno, repartir entre ambos pueblos todas las provisiones que se habían salvado del desastre en ambos territorios, y dos, deshacerse de las armas, utilizando la madera de las armas para calentar los hogares y el metal para hacer platos y calderos.

Desde ese día, gatolandeses y perrolanos empezaron a compartir todos los bienes que la naturaleza gratuitamente les ofrecía, y ellos, agradecidos, se comprometieron a protegerla conjuntamente y a no luchar jamás, pues había llegado a la firme convicción de que los enfrentamientos solo acarrean odio, destrucción y muerte.

   

   

   

   

   

   

Antonio Jesús Daza García (Málaga, 1985). Cursa la Educación Primaria en el C. P. “Juan Ramón Jiménez” de Málaga y los estudios de la ESO en el I. E. S. del mismo nombre. El Bachillerato lo cursa en el I. B. “Ben Gabirol” de la ciudad. Hoy es maestro en Educación Musical, cuyos estudios los llevó a cabo en la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad de Málaga. Fue alumno nuestro en la asignatura de Lengua y Literatura y su Didáctica, curso 3. º de la especialidad de Maestro en Educación Musical durante el curso académico 2008-2009.

    

    

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Trimestral. Sección 1. Página 4. Año XXI. II Época. Número 111. Abril-Junio 2022. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2022 Antonio Jesús Daza García. © La imagen que ilustra el texto es una copia de una miniatura tomada de un codicilo medieval del siglo XIV y se usa exclusivamente como ilustración del relato; en todo caso, los derechos de autor que pudieran concurrir sobre la misma pertenece a su(s) creador(es). Diseño y maquetación: EdiBez. Depósito Legal MA-265-2010. © 2002-2022 Departamento de Didáctica de las Lenguas, las Artes y el Deporte. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga. Ediciones Digitales Bezmiliana. Calle Castillón, 3, Ático G. 29730. Rincón de la Victoria (Málaga).

    

    

     

  

  

  

  

  

 

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