EL METRO IBA a tope a esa hora punta. Los diez minutos de retraso en la salida habían ocasionado un atasco monumental.

En todas las estaciones entraba más gente de la que salía de los vagones. La situación se estaba volviendo insostenible. No había un solo centímetro —materialmente hablando— libre entre persona y persona.

En estas situaciones, el hecho de ser precavido no le priva a nadie de ser víctima de los carteristas de turno. Son los momentos que aprovechan los descuideros para hacer su agosto, aliviando la cartera de algún distraído viajero.

El tren comenzó a aminorar la marcha, próximo a su llegada a la siguiente estación, que, por ser principal, descongestionaría bastante los vagones, atiborrados hasta entonces de gente.

Abrió las puertas, y la tromba de viajeros que salía dejó el tren, prácticamente, vacío.

¡Qué respiro!, exclamó con un profundo suspiro una señora de avanzada edad que estaba de pie al otro extremo del vagón, y se apresuró a ocupar de inmediato uno de los ahora desocupados asientos.

El vagón había pasado del agobio de no caber ni un alfiler, a quedar, prácticamente, seis u ocho personas solamente.

Sobrevino un gran silencio, y Manolo, que así se llamaba uno de los que acaban de entrar, se dedicó a observar a los otros pasajeros de los asientos de enfrente.

Uno de ellos, de mediana edad, leía un periódico deportivo. A su izquierda, una joven oía música de su teléfono móvil con los auriculares colgando de sus orejas, al tiempo que manipulaba en el mismo, escribiendo con una rapidez endiablada.

A su lado, y apoyado en el extremo del asiento, iba sentado otro joven, de unos catorce o quince años como mucho. Fue en él en el que Manolo fijó ahora su atención. Primero lo miró, como de pasada. Después volvió sobre él, al percatarse de que su cara le resultaba familiar.

De repente, y sin saber cómo ni por qué motivo, a Manolo le vinieron a la memoria episodios de su juventud. Justo, de cuando él andaba más o menos por la misma edad del muchacho de enfrente.

A sus cincuenta años, y después de treinta y muchos, de repente le habían venido a la memoria recuerdos de su infancia en el pueblo.

Fue algo muy curioso y extraño: le vinieron estos recuerdos en el preciso momento de fijarse en el muchacho que viajaba en el asiento de enfrente.

Ahora se fijó en él más detenidamente. A Manolo le pareció que el parecido físico de aquel muchacho con él, a su misma edad, era sorprendentemente muy cercano. Era de su misma complexión de entonces, de estatura aproximada y de similar aspecto exterior. Incluso el pelo y el peinado con la raya en el lado izquierdo de la cabeza, y clásico, le afianzaron aún más en el parecido.

Manolo estaba intrigado. Aquel muchacho —podría haberlo jurado— era, prácticamente, igual a él, con una diferencia de treinta y cinco años por medio.

Manolo sacó su móvil del bolsillo de su chaqueta, y se entretuvo en buscar las fotos antiguas que tenía guardadas en su Galería. Eran fotografías antiguas que él había ido fotografiando, a su vez, de las fotos que ya tenía en papel, fotos antiguas, de cuando aún vivía en el pueblo, y poco más.

Se fijó en una concretamente, de cuando él debía tener aproximadamente la misma edad que la del muchacho que tenía enfrente, sentado.

Era una foto que se hizo al poco tiempo de llegar a Madrid, procedente del pueblo, para su ingreso en una empresa, donde empezaría a trabajar.

  
                                         

Sobrevino un gran silencio, y Manolo, que así se llamaba uno de los jóvenes que acaban de entrar, se dedicó a observar a los otros pasajeros de los asientos de enfrente.

  

La miró fijamente, y miró al muchacho. ¡El parecido físico con aquel muchacho era increíble! ¡No podía ser! ¡Qué coincidencia! ¡Su cara era idéntica a la del muchacho que iba sentado frente a él!

Pensó que estaba viendo visiones. Seguramente, el principio de un ictus, pensó. Y se asustó mucho.

Guardó el teléfono, y se agarró con fuerza a la barra del asiento.

El muchacho seguía allí. Tranquilo. Sin inmutarse. Ajeno a lo que bullía en la mente de Manolo, y su angustia.

El tren aflojó la marcha al aproximarse la siguiente estación, y Manolo se levantó del asiento, sin dejar de mirar al muchacho, que ahora alzó la vista y le miró fijamente a los ojos, esbozando una ligera sonrisa.

Se abrieron las puertas, y Manolo se dispuso a salir.

Antes, volvió rápidamente la cabeza hacia donde estaba el chico, y dudó si apearse o no del tren. Estaba indeciso. El descubrimiento que había experimentado hacía unos momentos lo había desconcertado por completo.

El tren pitó y emprendió la marcha. Manolo no se bajó. Lo había decido en el último momento.

Se sentó de nuevo en el asiento que antes había dejado, y miró al asiento de enfrente, y… ¡sorpresa…! El asiento estaba vacío.

¡No podía ser! ¡No estaba el muchacho! ¡Había desaparecido!        

Pero eso era imposible. Era cuestión de segundos. En la parada no había salido por la puerta, y ahora no estaba en ningún otro sitio del vagón. ¡El muchacho había desaparecido como por arte de magia!

Entonces, preguntó a la chica de enfrente por el muchacho que iba en su mismo asiento, en el otro extremo. Ella le dijo que a su lado iba solo un señor leyendo el periódico, pero nadie más; que iban los dos solos en el asiento desde la primera parada.

Aturdido por la respuesta de la joven, Manolo se levanta y se baja en la siguiente parada, una después de la que debiera haberlo hecho. Ahora, en la calle, le tocaba retroceder, andando, hasta su destino, que era varias calles atrás.

Por el camino, iba dándole vueltas a lo que le había sucedido en el metro. No encontraba una explicación lógica a lo pasado. Lo único que se le ocurría era la posibilidad de haber sufrido una alucinación, o algo parecido.

Estaba muy angustiado.

En esto cavilaba, cuando llega a la Comisaría de Policía, adonde acudía con el fin de tramitar la renovación de su documento nacional de identidad.

Accedió al recinto, y se puso a la cola aguardando su turno. Allí le tomaron las huellas dactilares. Entregó unas fotos y su DNI anterior, caducado, y le citaron en un mes para retirar su nueva documentación.

Cumplido el plazo, Manolo se dispuso a ir de nuevo a la comisaría, tomando el metro en la misma estación que lo hiciera el mes anterior.

Espera en el andén. Por fin, un tren inicia su aproximación, despacio, hasta la parada, pero, inexplicablemente, no abre las puertas de acceso y reemprende de nuevo la marcha, sin hacer la parada correspondiente.

Enseguida llega otro tren; para y de él sale mucha gente. De improviso, entre aquel gentío apresurado, logra distinguir a un joven, que, en su carrera por salir del andén, se cruza con Manolo, que lo mira enfadado, y lo reconoce inmediatamente.

  

  

                   

 

                   

La miró fijamente, y miró al muchacho. ¡El parecido físico con aquel muchacho era increíble! ¡No podía ser! ¡Qué coincidencia! ¡Su cara era idéntica a la del muchacho que iba sentado frente a él!

  

  

¡Es él!, exclamó. Sí, el joven del mes pasado. El mismo en el que creyó reconocerse como si de él mismo, de joven, se tratara.

Manolo sube al tren y se dirige a su parada. Sale a la calle y se encamina a la comisaría para retirar su DNI nuevo.

Debe esperar. Hay mucha gente delante. Cuando le llega el turno, entrega el resguardo y espera.

El funcionario que le atiende, después de mirar varias veces en un fichero, le dice que el DNI que entregó, caducado, no existía a su nombre.

—La numeración de este DNI —continúa diciéndole— aparece asignada a otra persona, que, desde luego, no se corresponde con usted. Por lo que aparece detallado en nuestra ficha, el titular del documento está fallecido hace ya más de treinta años. Se trata de un joven de quince años, con datos de identidad diferentes a los suyos. A efectos legales —le aclaró el empleado—, usted no existe. Falleció hace treinta y tantos años.

—¿Pero cómo puede ser eso? —exclama Manolo, visiblemente indignado—. El mes pasado hice entrega del viejo, incluso dejé mis propias huellas dactilares para la tramitación del nuevo. Compruébelas —le dijo al funcionario— porque ahí han de estar archivadas.

Le tomaron de nuevo las huellas dactilares, y las compararon con las que figuraban en el DNI correspondiente al muchacho que conociera en el metro. ¡Eran idénticas!

Eran sus propias huellas dactilares. Idénticas a las del muchacho.

—Entonces, si es cierto que las huellas no se repiten, ¿quién es el muchacho que ahora tiene asignado mi DNI? —se dijo Manolo para sí, presa de aquella increíble situación.

»¿Y quién soy yo, entonces? Según los datos policiales, “no existo”. Mi DNI está anulado por defunción hace treinta y cinco años.

»¿Qué relación tengo yo con ese muchacho, que tanto se parece a mí cuando yo tenía su edad? ¿Acaso somos la misma persona?

»Y si así fuera, ¿quién soy yo, ahora? ¿ Y quién es él?

»¡No entiendo nada! Estoy indocumentado. No existo, oficialmente.

»¡¡Me han suplantado!! ¿O no?

Manolo no salía de su asombro. Se dio media vuelta y salió del establecimiento intentando buscar una salida lógica a todo aquello.

En la calle, alguien intentó agarrarle del brazo, al tratar de cruzar el semáforo en rojo, pero ya era demasiado tarde. El autobús se lo llevó por delante...

Cuando paró, un muchacho de unos quince años se apeó del autobús y miró al atropellado con curiosidad.

La gente se arremolinaba en torno a Manolo, que yacía inerte, en el suelo. Estaba fallecido…

El muchacho se alejó de aquel sitio a paso decidido…

Su vida empezaba donde Manolo la había dejado…

Todo volvía a estar en orden…

  

  

                   

 

                   

La gente se arremolinaba en torno a Manolo, que yacía inerte, en el suelo. Estaba fallecido…

  

  

  

  

  

  

    

Enrique Arjona Compaña (Cuevas de San Marcos, Málaga, 1949) se describe a sí mismo como una persona sencilla y afable, de carácter abierto y extrovertido. Autodidacta de formación, su trayectoria laboral, que abarca desde 1964 hasta 2007, se ha desarrollado en la misma empresa, una multinacional, de élite, donde ha prestado sus servicios en sectores como administración, contabilidad, escuela de formación y marketing comunicación. Está divorciado y tiene dos hijas. Reside en Madrid desde 1962, año en que emigró con su familia de su pueblo natal. Una vez jubilado, ha descubierto en la narrativa breve una vía de escape que le está permitiendo dar rienda suelta a esa exuberante imaginación liberadora que pocas veces se alcanza.

Sobrehumanamente fecundo, en poco menos de dos años ha dado a la estampa más de una decena de libros, de distinto género y temática diversa, en todos los cuales, sin embargo, se recrea a sus anchas ese espíritu de niño que tantas veces correteó por unas huertas nutridas por la fuente vivificadora del Genil, que, a juicio de quien redacta estas líneas, no ha llegado a abandonar nunca.

Libros de nostalgias vivenciales y de recuerdos sentidos, entre sus títulos figuran Relatos cortos, narraciones y otras reflexiones, colección de narraciones cortas variadas (2016); Incesto mortal, novela (2016); Una vida vivida. (Novela cuasi histórica), novela (2016), Relatos breves (2016), Relatos breves y otras reflexiones (2016), Recuerdos familiares. (Relatos breves y otras reflexiones) (2016), La cámara de la verduga. (Ella y su sótano), novela, (2016); ¿Solo se vive una vez...? (Relatos y verso libre) (2017); El verso libre, relatos y otras reflexiones, compilación de poemas, narraciones y pensamientos (2017) y Mi padre y su guerra. (Novela cuasi histórica) (2017).

    

    

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Trimestral. Publicación no venal. Sección 1. Página 1. Año XVIII. II Época. Número 103. Abril-Junio 2019. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2019 Enrique Arjona Compaña. © Las imágenes han sido tomadas de diversas páginas de internet y se usan exclusivamente como ilustraciones. En todo caso, los derechos pertenecen a su(s) creador(es). Diseño y maquetación; EdiBez. Depósito Legal MA-265-2010. © 2002-2019 Departamento de Didáctica de las Lenguas, las Artes y el Deporte. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga & Ediciones Digitales Bezmiliana, 29.730. Rincón de la Victoria (Málaga).