JULIO-SEPTIEMBRE 2016  

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LA FAMILIA

  

  

Por José Luis Lozano Arenas

  

  

CONOCÍA RIGUROSAMENTE EL orden de los libros. No había ni una sola posición dentro del expositor que le hiciera inopinadamente desconocida la disciplina impuesta detrás del cristal cálido, que ni siquiera en esos días, cuando todos subían para la feria, había el gerente cambiado. Tras los anaqueles de agua flotaban rectos en el sueño, que participaban de la existencia con la mera consideración del estar allí sentados, esperando a que alguien los acogiera bajo la sombra de un gran árbol mientras el sol del tiempo cuarteaba rojísimo sus hojas. Nunca les había escuchado lamentarse por tamaña circunstancia, ciertamente, o, al menos, nunca tuvo la noticia. A veces —tal era la persistencia con que había revisado sus cubiertas—, encima del sofá, oyendo el televisor hasta que llegara Carla, era capaz de formular memorísticamente la disposición de las encuadernaciones que, ahora aún, estarían tratando, como él, de dormir, esperanzados por el día viniente; primero, dos filas de un mismo tratado de apicultura para avanzados, de oro cala, muy satinado el tórax de la faraónica obrera que llenaba la portada y crecía hacia los ojos; le seguían muy de cerca tres volúmenes de ritos y cantos folclóricos basados en el color local, el primero, demasiado inclinado, tanto, que impedía ver por el reflejo el recogido pompeyano de una bailarina sentada junto a un instrumento atravesado por tres cuerdas, también compartido por otro, con su falda de rodilla velada por franjas bermejas, blancas y negras. Tras este, un poco más allá, un huérfano cuyo título le había sorprendido por su franqueza, El renunciamiento de los Dioses, y en la “D”, un rabillo haciendo una espiral hermosa, donde tocaba el agua de su nacimiento; otros dos, después, sobre artículos escogidos por autoridades que versaban acerca del hundimiento de las praderas marinas, una nómina anunciadora, Paz para el agua, de fuerte lomo y tapas enterradas en papel calcáreo; otro seguía con dos mayúsculas en el frente, Para Bellum, político–profético, aunque liberado, pues toda la portada era ocupada por los trazos militares y déspotas de la “P” y la “B”. En la segunda fila, solo dos títulos más, repartidos en seis volúmenes: dos, donde un chamán de origen hindú instruye, junto con material audiovisual de doble CD, sobre los sacros ritos de la quiromancia; cuatro, cerrando el conjunto, a su izquierda, de adaptaciones infantiles de las parábolas, hojas A3 en horizontal, exageradamente ralas. Mientras las letras de la teletienda pasaban entre el líquido de sus ojos, volando plácidamente en la suave suspensión de la indiferencia, el expositor se alzaba triunfal sobre el yeso picado del techo, recocido para tratar de dotarle fútilmente de algo más de consistencia. Con las manos bajo el cráneo, repasaba cumplidamente la serie de volúmenes que ahora estarían poblando la sala silenciosa de la tienda, mientras los niños subían y bajaban de sus tanques de plástico, amarrados con bisagras metálicas, llevados por la palanca del feriante.

Él siempre quedaba así satisfecho, es claro, estirado sobre el verde, con los ojos llenos, de tenerlo todo frente a sí bajo las manos, en las rayas milenarias por donde otras le fueron empujando para ser; velando cercanamente, aunque a ellos, dentro de la paz que dona el vidrio, les fuera ignoto hasta el grado de la ingratitud. De sus ojos nunca sacados a la luz. Allí, detrás del círculo, viven únicamente por su gracia, por su aparato, un paciente imaginario, y no espera de ellos más que una utilización de esa existencia para que las vagas horas no hayan sido en vano. Amarrado bajo el mármol, como un padre dentro de la cabaña sobre el cerro, hacedor por la continuación. Con su gubia de tacto ligero, donde la más íntima riqueza flota, lejos de las luces debajo del cristal de buñuelos y el chasquido de la máquina cuando abre, confeccionaba, manchando la camisa, para dejarlos otro poco ahí sentados en silencio. Reposadamente. Así fue, la primera vez, que los otros lo hicieron sobre los innumerables siglos, arrodillados en un jardín del Getsemaní, y acaso aún siguen. Solo nos restan unos símbolos.

  
                                         
 

Conocía rigurosamente el orden de los libros. No había ni una sola posición dentro del expositor que le hiciera inopinadamente desconocida la disciplina impuesta detrás del cristal cálido...

 
  

Llegó llorando porque un fulano de tal le había increpado por, tras más de nueve horas detrás del mostrador, haber entregado mal la diferencia. Porque un fulano de tal no tenía derecho, y no porque no sepa, llegó llorando, y el fulano de tal llenó invasoramente toda la casa, con sus gritos de descontento y rumia de parné, llorando porque Tania le había largado no sé qué de la diferencia, porque era obvio solo después de nueve horas, es claro, y llorando el fulano de tal se hizo con toda la sala, y empezó a llenarlo todo con sus gritos y sus mantecas y las inútiles y las incompetentes y porque Tania nunca se ponía detrás a dar la diferencia, aunque sabía, y se sentaba detrás a mirar pasar los chicos, porque otro fulano de tal, que resultaba ser realmente fulano de tal, hijo de fulano de tal, un buen día cruzó con ella para subirla al auto recién sacado de otro fulano de tal, que resultaba ser fulano de tal, su papá. Llorando porque ella sabía dar la diferencia, y llenando toda la casa de diferencia, y siguiendo, llorando porque tenía encima nueve horas y no sabía, pero sí, que tantas veces lo había hecho correctamente y Tania, detrás sentada, mirando pasar los chicos, y llorando con todo el equipo dentro del televisor y vaciando todo de libros, y los números y las rayas sin relleno de los concursos, llorando por el fulano de tal, que ahora estaba entre los sillones ruidosamente, que iba a cerrarse a piedra y lodo dentro de una caja bajo la tierra y no más, fulano de tal que no sabía que no la había visto, como Tania, y estaba esperando la maldita diferencia correctamente, porque ella debía, y, por eso, llorando.

La bajó a mirar los niños columpiarse un rato. Entre la quinta y la novena, la esquina de los blancos, la llevó llorando por los cuarteles de piedra, donde dos muchachos de pestaña por bigotes sujetaban un fusil orgullosamente; la piedra fría del suelo resonaba de tan duro, los quioscos estaban todos a verja echada porque habían subido su puesto hasta la feria, y, aunque aún era temprano, mejor cerrar para llevar todo el género posible por allá arriba. Llorando la condujo, por la Avenida del Agua, para que el fulano de tal pudiera hacerse a gusto dentro de la casa. Echó la llave hasta que la cerradura se negó, colmando con un clic. Llorando ella quiso ir por el Paseo, aunque estaba muy por el arrabal, a pesar de que los puestos distaban mucho, y las luces y las formas mágicas brillaban de puro allí arriba. Quiso solo, nos dijo justificándose, aunque no fuera necesario al caso, por estar primeramente alejada un tiempo del ruido, de los hombre sudorosos que amasaban la pasta de maíz sobre aceite hirviendo y los corredores de juego detrás de un enorme expositor de regalos, muñecas parlanchinas o menaje. Y llorando entre la greda de los balcones líquida.

Al final de la calle, cruzando enfrente, se llegaba al cristal donde estaban todos ellos descansando. Por no hacer ejercicio de deslealtad, intranquilo, cruzó de un salto la piedra fría de la calle peatonal con los puños guardados, inclinando la barbilla un poco para no dejar de verla a través de los autos públicos que estaban constantemente pasando y le chillaban, y seguía dándole al gemido por los dos. Dobló reprochándose y se llegó, paternalmente calmado al fin, frente a los bultos, que no habían modificado su rigurosidad ni habían perdido una posición, es claro. Se ayudó a sí mismo para tranquilizarse perentoriamente, aseguró tras el agua la calma, y la restauró cuando advirtió que lo igualaba derrotadamente, pesadas las piernas y cumplido el llanto. No quiso traerla hacia los números, pues, por consecuencia de la costumbre y ese hábito articulador que llamamos coexistencia, ella sobradamente conocía el orden preciso de las cosas; y así, giró para orientarla a través del paso de la Carreta, hacia las luces, y abandonar el naufragio. Dobló la cara hacia el otro muro tras asegurarse rigurosamente de todo, dejando detrás el agua del cristal mientras sacaba el primer paso; ella alargó una mano, forjando pacientemente la tela con la suya, casi hasta cortar la corriente rojísima que el frío había liberado, y de nuevo frente al espejo.

— Solo un poco más.

  

  

  

  

JOSÉ LUIS LOZANO ARENAS (Ciudad Real, 1993) estudia cuarto curso de Grado en Filología Hispánica en la Universidad de Granada.

    

    

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Trimestral de Cultura. Sección 1. Página 3. Año XV. II Época. Número 93. Julio-Septiembre 2016. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2016 José Luis Lozano Arenas. © La imagen incluida en esta publicación se usa exclusivamente como ilustración del texto, y los derechos de autor pertenecen en exclusiva a su(s) creador(es) . Depósito Legal MA-265-2010. © 2002-2016 Departamento de Didáctica de las Lenguas, las Artes y el Deporte. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga.