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LA MERIENDA

   

Por Marcelo D. Ferrer

   

   

  

C

omo cada domingo, subíamos al tranvía tras la espera de un cuarto de hora. Teníamos por delante un recorrido de cincuenta minutos, a lo menos. Los asientos de madera, con ondulaciones apenas anatómicas, hacían que el trayecto fuese algo menos incómodo. Pero un viaje en domingo, a mediodía, a las afueras de la ciudad, era siempre penoso.

Los pasajeros iban cargados de bultos con provisiones que depositaban en el pasillo central, que, una vez  se colmaba de paquetes y de gente asida de los pasamanos, hacía que todos, a bordo, incluso los que iban sentados, terminaran apretujados. En general, la gente era de clase baja y con mal aseo; por eso, cuando el tranvía se llenaba, los tufos obligaban a la apertura de las ventanas, que, sueltas de sus trabas, iniciaban un tintineo en armonía con el traqueteo de las ruedas sobre los rieles de acero.

Mientras el carro estaba en movimiento, se hacía difícil intercambiar palabra, aunque mamá hablaba poco y sonreía todavía menos, sólo cuando nos deteníamos para el descenso y/o ascenso de pasajeros, hacíamos algún comentario. No es que mamá y yo perteneciéramos a una estirpe superior, vivíamos muy modestamente después de fallecer papá. Mamá era zurcidora y cocía botones para una reconocida tienda de la ciudad; nos diferenciaba la pulcritud.

Los tramos finales del recorrido se hacían en descampado y el paisaje que se observaba desde las ventanillas variaba diametralmente según la estación del año. La ocre sequedad de los yuyales en invierno se poblaba de motas negras a medida que la gente descendía y se perdía con sus bultos entre los matorrales.

  
              

              
 

Los pasajeros iban cargados de bultos con provisiones que depositaban en el pasillo central, que, una vez  se colmaba de paquetes y de gente asida de los pasamanos, hacía que todos, a bordo, incluso los que iban sentados, terminaran apretujados.

 
  

Para cuando el tranvía llegaba a su destino, jamás había más de seis o siete personas a bordo, incluidas mamá, yo, y algunos años atrás, la abuela Rosario. Vestíamos invariablemente de negro: ella, con lentes oscuros y un pañuelo de seda que le cubría la cabeza, pendiendo de su codo derecho el bolso con la merienda; en su mano, un ramo de frecias. Yo, con dos moños de raso sobre mis orejas, mi tapadito de paño y medias hasta la cintura.

El guardia de la puerta era un amable anciano con deseos de conversar. Después del saludo formal, descerrajaba una andanada de preguntas que mamá contestaba invariablemente sin detenerse con leves movimientos de cabeza y expresiones onomatopéyicas que dejaban al pobre con el deseo de repreguntar. Por unos pasos me lo quedaba mirando comprendiendo su necesidad, mientras el individuo, sonriendo, agitaba su mano tan veloz como un colibrí hasta que lo dejaba de mirar.

El arco de acceso era una imponente construcción de amarillo descolorido sobre dos torres con molduras barrocas. A cada lado, un paredón de varios metros de alto que repetía los arreglos del arco central. Más allá de la escalinata de entrada se abrían en abanico senderos de grava roja delimitados por setos bajos bien cortados. La sombra de enormes cipreses y cedros proveía cierta serenidad al paraje. Lo peculiar era el silencio. Ni bien trasponíamos la enorme reja de la entrada, las personas hablaban en un murmullo apenas audible; entonces, preguntas como ¿qué?, ¿cómo me dijo?, ¿no escuché bien? y otras parecidas, era usual escucharlas a cada rato.

Nuestro sendero, en diagonal a la entrada, nos dirigía a una pequeña  fuente llena de musgo cuyo motivo eran tres ángeles jalados por un cóndor. La sequedad del mármol denunciaba que la fuente, como la mayoría de las cosas en ese lugar, estaba muerta. Más allá de la fuente, nos adentrábamos a un pasadizo rodeado de construcciones grises de pesada arquitectura barroca. Mármoles oscuros, crucifijos, rejas, floreros de chapa, bronces y epitafios se sucedían sin solución de continuidad. Dolientes mujeres de riguroso negro, entregadas con devoción a la tarea de acomodar flores, persignarse o rezar, daban una suerte de movimiento al rígido silencio.

Papá estaba en un panteón más bien modesto. De esto me había percatado cierta vez que mamá me llevó a que viera las bóvedas de las familias adineradas: tenían varios pisos y subsuelos. Algunas se encontraban en tal abandono que, a través del biselado de sus puertas, se podía observar féretros abiertos o corridos de lugar, pedazos de florero esparcidos por el suelo y, en general, suciedad. Todavía no habíamos llegado a donde yacía papá, cuando mamá empezaba a extraer de su bolso implementos para limpiar; esto, aproximadamente, le demandaba una hora. Mientras ella se ocupaba de esa tarea, yo salía a caminar.

Al fallecer papá, tenía apenas seis años. Mamá era una joven ama de casa de veintiocho. Abuela Rosario, que también había enviudado joven, se había mudado con nosotras... Por años, la peregrinación del domingo la hicimos las tres.

  
              

              
 

Papá estaba en un panteón más bien modesto. De esto me había percatado cierta vez que mamá me llevó a que viera las bóvedas de las familias adineradas: tenían varios pisos y subsuelos.

 
  

Bien temprano, luego de almorzar —a veces sin siquiera lavar los trastos—, tomábamos el tranvía con todo lo necesario para la tarde. Algunas veces veníamos también los miércoles. Ellas pasaban por mí a la salida de la escuela y juntas veníamos hasta aquí. Mientras mamá y la abuela tomaban mate sentadas en el umbral del panteón, yo hacía mis tareas.

Abuela Rosario, que padecía diabetes, quedó imposibilitada para caminar, por eso no nos acompañó más, pero siempre tenía encomiendas que dar o instrucciones de cómo quería ella que luciera el lugar.

Mamá lustraba bronces, barría el piso, sacaba brillo a los vidrios, pasaba cera a los cajones y refrescaba el agua de las flores mientras dialogaba con papá. Yo, mientras, deambulaba entre las tumbas jugando a las escondidas, o imaginaba que de una cripta, se asomaba un muerto de verdad. Al cabo de un rato, mamá me llamaba a merendar. Entonces, entorno al mantel blanco con puntillas que cubría el féretro de papá, nos reuníamos las tres.

Cuando la sombra de los crucifijos se extendía a lo largo de los pasillos, emprendíamos el regreso. Los que retornaban al centro, en el atardecer del domingo, eran muy pocos. En el tranvía, casi vacío, retumbaba el traqueteo de las ruedas sobre los rieles de acero.

   

   

     

    

Marcelo D. Ferrer (La Plata, Buenos Aires, Argentina). Licenciado en Economía, ejerce la profesión de contador público en su ciudad natal. Es miembro y ha presidido diversas O.N.G. dedicadas a la educación y al servicio comunitario.  Escritor desde temprana edad, sus primeras publicaciones las realizó con el seudónimo de “McLitton” en la sección «Arte y Cultura» de la Revista Notarial del Colegio de Escribanos de la provincia de Buenos Aires. Autor de poemas, reflexiones, cuentos y ensayos, colabora en diversos medios periodísticos de Argentina y en múltiples revistas digitales. Más datos sobre este autor, en su página «Marcelo D. Ferrer».

    

    

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Trimestral de Cultura. Sección 1. Narrativa Breve (IV). Año XII. II Época. Número 81. Julio-Septiembre 2013. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2013 Marcelo D. Ferrer. © Las imágenes, extraídas a través del buscador Google de diferentes sitios o digitalizadas expresamente por el autor, se usan exclusivamente como ilustraciones, y los derechos pertenecen a sus creadores. Depósito Legal MA-265-2010. © 2002-2013 Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga.