N.º 75

ENERO-MARZO 2012

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NIRVANA @CCIDENTAL

   

Por Álvaro Campos Suárez

   

   

  

A mi padre,

y a Rafael Ballesteros, Enrique Brinkmann, Stefan von Reiswitz, Rafael Pérez Estrada

y Juan Campos Reina.

 

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«In claris non fit interpretatio.»

AFORISMO LATINO

 

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ANEXO AL ACTA NOTARIAL N.º 6666 DE D. EDWARD H. FRIEDMAN

(Léase en caso de apertura testamentaria.)

 

*     *     *

  

  

S

oy un hombre casado y (me temo) buen padre de familia.

De inicio, confieso que el mero hecho de escribir estas líneas me avergüenza soberanamente y, a la vez, siento que, si no lo hago, el mundo de la cultura habrá perdido una de sus más fascinantes intrahistorias. O, al menos, la que desde hace cuarenta años ronda mi cabeza como un enigma sin respuesta.

Lo que sigue es el relato sucinto de una extraordinaria tarde de verano del año 1995, durante mi estancia en España, concretamente en la provincia de Málaga, cuna de grandes artistas y sublimes intelectuales como Pablo Ruiz Picasso o María Zambrano. Estos no fueron, empero, objeto de mi mayor atención aquel año, sino la vida y obra del ilustre hispanista Gerald Brenan, a cuyos últimos días en la localidad de Churriana dediqué la recensión final de mi PhD en Literatura Española y Comparada de la Vanderbilt University en Nashville (Tennessee).

Desde luego, no hacía falta viajar a la capital de la Costa del Sol para desarrollar con originalidad y coherencia un essay sobre el autor. Sin embargo, necesitaba completar un ejercicio sobresaliente que me facilitara el acercamiento al director de mi tesis, que no me perdonaba mi vida disoluta y a ratos «académicamente irresponsable». Curiosamente, fue él mismo quien me brindó la posibilidad de unas vacaciones en el Sur, aunque en nada se correspondieran con lo que, en principio, un joven de mi especie entendía como tales: descanso, sí, mas solo tras horas de denodado esfuerzo diario. El fantasma que creía desterrado, la lectura y el trabajo paciente, volvía amenazante de su exilio. «Nada de mojitos», me dije casi sin pensar a la salida de su despacho, tras el pretendido exordio al pupilo.

Bruce —así se llamaba mi director— había prometido a mi padre, ya moribundo, que no dejaría que me perdiera en los «malos vicios», cualesquiera que fueran —estimo que muchos—, y que me reconduciría cual buen pastor al fiel rebaño de los sumisos. Yo lo más cercano que estaba de los Santos Evangelios era de la parábola del hijo pródigo. Hasta la fecha, lo cierto es que me había divertido mucho. Ser heredero a edades tan tempranas de una fortuna, por pequeña que fuera, hizo mella. Mi condición virginal de pecador se vistió cual bonhomme dispuesto a vaciar sus bolsillos repletos de monedas (especialmente si de féminas se trataba) en el nombre de la fiesta junto a mi nocturna corte de palmeros, propia de las grandes estrellas de Hollywood: cambiante cada noche, menguante a cada ronda. Eso sí, me consideraba a mí mismo una suerte de ángel caído, a medio camino entre el Bien y el Mal: borracho y putero (no lo oculto), pero siempre solidario con los que me rodeaban. Así pasé, debo admitir, los días más felices de mi vida, durmiendo la borrachera hasta la sobremesa, leyendo en paz por las tardes y, al ritmo de Pollack, danzando maldito en el calor de la noche: nu-jazz en la obra de Miles Davis, electro-tango sobre las piezas de Piazzolla para avivar las llamas y, más tarde, en el fuego de la alcoba, back to the classics: Ella, Louis, Nina…

     
     

  

En ocasiones, cuando me encontraba más animado (el ritmo febril de trabajo me impedía hacer del deseo costumbre), daba un paseo para abrir el apetito.

   

Mi director había trabado convenientes relaciones a través de un amigo galerista con el pintor Enrique Brinkmann, residente en la citada localidad malacitana, que, disculpando anticipadamente su ausencia en una hermosa carta, me ofreció generoso su hogar para que me sirviera de centro de operaciones cara a las futuras pesquisas que necesitaría realizar en los distintos archivos de la provincia, no sin antes advertirme de que, como única e indiscutible conditio sine qua non, habría de asistir al almuerzo estival que anualmente congregaba a amigos del artista en su propia residencia.

La suya era una de esas apacibles casas a lo americano que tanto afloraban en las ciudades-dormitorio anteriores al Gran Crash. Releer allí a Fitzgerald me teletransportaba por segundos a Long Island, y a emular los grandes fastos de mi otro yo, ese al que tanto añoraba y que desde hacía meses había sido aniquilado por la persistencia de mi Cerbero particular. Organizar parrandas era lo mío. Quizá, en suma, no era más que una manifestación de lo que hasta el momento conformaba un destino natural de relaciones públicas y famoseo.

De cualquier modo, lo que a mí me marcó (después llegaría la pasión, pues en aquel tiempo no veía más allá del Quijote de Cervantes o las comedias de Lope) fue el haber hollado con tan absoluta libertad el taller de Enrique, anexo al complejo. Mientras escribo estas líneas, me sobrecoge el recuerdo vibrante de sus obras, a las que dediqué menor atención de la que sin duda merecían, lo que me reprocharía en no pocas ocasiones a mi regreso a los States ante la falta de incentivos vitales y experiencias de calado.

Por supuesto, no dudé un segundo en aceptar la oferta del pintor. Más bien parecía un regalo, si se tiene en cuenta la oportunidad subsiguiente que imaginaba de pulsar la opinión de intelectuales y hombres de letras sobre la figura del escritor británico.

Tracé un plan de trabajo espartano, acorde a la reflexión y estudio que se avecinaba. Solía levantarme a las 6:30 a. m. para realizar mis ejercicios de tai-chi al fresco de la aurora, seguidos de una ducha fría y un desayuno frugal: café y tostadas de pan con aceite. La actividad física me predisponía graciosamente al trabajo, que se prolongaba hasta la hora (española) del almuerzo, sólo salpicada por el consumo adictivo de las nueces del nogal del pintor, que a media mañana devoraba sobre una manta en el césped del jardín mientras apreciaba las vistas al derredor en un simple pero muy satisfactorio ritual en soledad que, cual Aladino, me hacía volar a otros mundos más afortunados. Mundos que, en algunas madrugadas de melancolía, no solo llegaba a imaginar sino incluso a sentir con la ayuda de los ácidos que había conseguido pasar por la aduana, cortesía de mi camello que, lógicamente, quería que siguiéramos manteniendo nuestras transacciones comerciales a mi vuelta.

En ocasiones, cuando me encontraba más animado (el ritmo febril de trabajo me impedía hacer del deseo costumbre), daba un paseo para abrir el apetito. Desde mi más temprana adolescencia, me hallaba imbuido por los textos de Robert Walser y su fatal destino sobre los bosques nevados de Herisau. De hecho, justo antes de iniciar la etapa universitaria, tenía un sueño recurrente en el que emulaba al suizo y, tras una vida de servicio a la comunidad como académico, ingresaba voluntariamente en un convento —mis lecturas freudianas alejaban en mí toda idea de frenopáticos— para un retiro de escritura y meditación.

Por las tardes, alternaba entre un postrer repaso, la visita a la fundación de Brenan en el municipio de Alhaurín el Grande o, en ocasiones puntuales, un deambular incierto que me llevaba desde conocer a familiares y amigos de mi protagonista (no podía saber a la fecha que iba a ser yo la estrella de una eventual narración) hasta visitar el Café Maravillas, donde los parroquianos se me aparecían felices de mi llegada y me instruían sobre el acento local y las leyendas populares. A estas últimas, al no ser supersticioso, solía prestar apenas interés, y así fueron transcurriendo los días hasta la inolvidable velada del 23 de junio.

La noche de la víspera, en que celebraba el término de mi investigación, Álvaro, gerente de la tasca, se había mostrado especialmente generoso con los cubalibres, de tal forma que me desperté hacia el mediodía en el porche de la casa sin mayor recuerdo que el del perro del pintor, que me lamía juguetón la cara mientras, a lo lejos, observaba a unos desconocidos profanar mis libros y notas.

Un lánguido Stop it! salió de mí (de mi entero ser) en aquel instante; tamaña era la resaca a la salud de los borrachos de la antigua Syriana. Cuando me recompuse, caminé vacilante y con no muy claras intenciones hacia aquellos extraños.

Enrique me detuvo. O quizá fuera el olor de su cigarrillo:

—Vaya juerga la de anoche, ¿eh, Teddy? —me espetó entre bocanadas—. ¡Come algo que te veo esmayao!  —decía, mientras señalaba una mesa camilla aprovisionada con jamón ibérico, queso viejo, aceitunas partidas, regañás y otros manjares de la nunca más bendita madre Tierra.

Mientras engullía como un autómata, sorprendido de mi hambre, Enrique me fue presentando al resto de los comensales: Juan, los «Rafaeles» y Stefan, un trío misterioso (los segundos contaban como una entidad) a la par que histriónico a mi parecer, pues el primero sólo probaba los caldos cordobeses, los siguientes gustaban en exclusiva de tintos locales y el último regaba su garganta bajo el monopolio de la uva blanca de Franconia.

Yo, por no parecer distinto a los demás, completé el cuadro de bebidas con cerveza Victoria, transparente ironía en un panorama que para mí resultaba cada vez más inquietante ante la súbita retirada de mi anfitrión a los fogones.

Empezamos a charlar sobre diversos temas. Bueno, más bien empezaron. Me limitaba a escuchar y asentir con monosílabos, poco más, mientras, al tiempo, se iban pasando una guitarra española cuyas cuerdas rasgaban finamente y se alternaban al cante bajo la atenta mirada de Rafael El Mayor, que dibujaba con soltura retratos de señoritas desnudas junto a los improvisados músicos en universos solo por él conocidos.

Cerámica japonesa, toros, artes de la mar, poesía de románticos y suicidas… me sentía libre, casi extasiado… tal era la belleza del momento, tal la extrema delicadeza con la que se afinaban voces y toque, que, por momentos, me quedaba absorto en el mástil de la guitarra, recreando un naufragio en que yo, marinero en tierra, invocaba al genio de Cádiz en pleno deleite de mis sentidos.

     
     

  

Hasta que… tan absorto… es difícil de explicar… de pronto, los tres hombres pareciéronme ninfas que quisieran atraerme con su canto para transformarse a continuación en los tres jueces del Infierno.

   

Hasta que… tan absorto… es difícil de explicar… de pronto, los tres hombres pareciéronme ninfas que quisieran atraerme con su canto para transformarse a continuación en los tres jueces del Infierno, que escrutaban mi rostro (mi alma) sin pudor, comenzando un ciclo de alucinaciones eternas en que se mezclaban ruidos de explosiones, música estridente, dragones engalanados con su propia llama y una mujer… a la que besaba sin descanso (este sí fue mi verdadero almuerzo) cuando, entre roces celestiales, comprobé que los plumíferos salían disparados hacia el cielo dejando una estela de luces enjoyadas, como si de unos proyectiles aflamencados se tratare.

Stefan, el único que permanecía a ras de suelo, se afanaba impasible en atrapar la escena en sus alambres de cobre, con el aire de un abducido que ejecutara mecánicamente lo que, desde el éter, dibujaban sus compañeros de velada en multicolor.

Y de repente, el colapso.

Cuando volví en mí, la paella humeante del pintor esperaba. «Siempre al punto», me exclamó sonriente. No recordaba nada de lo transcurrido, y sólo pude traer a mi memoria aquellas imágenes pasados unos días, a mi regreso a los Estados Unidos.

  

  

*           *          *          *          *

  

  

He viajado a Madrid en ocasiones para dictar conferencias y otros menesteres académicos, pero soy de los que piensan que en la vida ocurren cosas que, simplemente, no podemos explicar. Sea como fuere, no he vuelto a Málaga (supongo que ahora sí soy supersticioso y no deseo tentar a la suerte).

El ensayo del de Bloomsbury lo titulé The Fictions of Gerald Brenan y fue recibido con elogios por la cúpula universitaria de mi actual departamento, aunque en lo que respecta a lo que aconteció aquel día, nunca supe qué sucedió realmente. Puede que aquellos bastardos me drogaran, aunque en el fondo me parece imposible que sustancia alguna tenga esos efectos. Uno, cuando consume, se embarca en un viaje, no en una odisea, y lo mío, accidental o no, fue más propio de Telémaco que de Huxley.

Por aquel tiempo, yo ya estaba comprometido, y ahora, como católico y devoto, he aquí mi confesión; sólo ansío que ayude a redimir mis penas en el Juicio Final.

Schiller tenía razón: «El único demonio que te perjudica es la duda».

Nihil Scitur.

  

Prof. Edward H. Friedman

   

   

Álvaro Campos Suárez (Málaga, 1981). Licenciado en Derecho por la Universidad de Málaga, tras una estancia en la University of Sheffield. Estudios de Lengua y Literatura en Oxford y en Toulouse. Ha vivido en Madrid y en la actualidad reside y trabaja en Málaga. Su primer poemario, Buda en el Bolshói, se encuentra en vías de ser publicado.

    

    

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Trimestral de Cultura. Año XI. II Época. Número 75. Enero-Marzo 2012. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2012 Álvaro Campos Suárez. © Las imágenes, extraídas a través del buscador Google de diferentes sitios o digitalizadas expresamente por el autor, se usan exclusivamente como ilustraciones, y los derechos pertenecen a sus creadores. Edición en CD: Director: Antonio García Velasco. Diseño Gráfico y Maquetación: Antonio M. Flores Niebla. Diseño Gráfico y Maquetación: Antonio M. Flores Niebla. Depósito Legal MA-265-2010. © 2002-2012 Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga.