N.º 74

NOVIEMBRE-DICIEMBRE 2011

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LA VIRGEN DEL SADO

   

Por Miguel Fernando Yacamán

   

   

C

uando abrió las puertas, me di cuenta de que hubiera preferido ir a cualquier hotel. Me encontraba en una vecindad, con un patio enorme, en cuyo centro se erguía la estatua de una Virgen sin cabeza, adornada con focos de colores.

De las habitaciones de donde salía luz se escuchaba música y carcajadas de borrachos. La pintura azul se caía de las paredes. Al pasar cerca de la Virgen, sentí un escalofrío: al parecer era una pieza antigua que, en cualquier momento, se desmoronaría. Sus colores estaban corroídos y olía a orines.

Su cuarto era el último de todos. Abrió la puerta, prendió la luz, vi una cucaracha, un colchón sobre el piso, paredes blancas y olía a humedad. Me aventó contra la pared, empezó a lamerme el cuello, apretó mi verga y me dieron ganas de orinar.

—¿Dónde está tu baño?

—Afuera, pero orínate en ese envase de caguama.

Salí de la habitación, caminé hasta el baño. Era pequeño y no tenía techo. Ni siquiera pude acercarme a la taza, el peste me provocaba vómitos. Oriné donde pude. Cuando salí del baño, me percaté de que había un hombre a unos pasos de mí, al que no podía verle el rostro. Caminé de regreso al cuarto. Cuando volteé atrás, el hombre seguía en el mismo lugar. Mi nerviosismo me impulsó a darle las «buenas noches».

Al abrir la puerta, encontré oscuridad. Me quité la ropa. Él estaba sobre el colchón, le agarré la cara con las dos manos, luz salió de sus ojos y así vimos nuestros cuerpos en penumbras. Nuestras bocas dejaron de ser nuestras, veía cómo salían hechas pedazos por todas partes. Los brazos se hicieron más largos, la piel se abría, el aire ya no era suficiente. Ninguno de los dos sabía lo que realmente sucedía, hasta que, con tiempo, alcanzamos el orgasmo. El cuerpo me temblaba, escurría en sudor y, sin decir palabra, reímos.

      
     

     
  

Al ponerme en pie, me aventó contra la pared, me agarró del cuello, escupió en mi cara y sólo veía cómo sus puños se llenaban de mi sangre.

 
     

Él se levantó y prendió un cigarro; mientras, yo lo contemplaba, me gustaba su cuerpo y la cicatriz que tenía en el pie. Cuando apagó el cigarro, la luz de sus ojos destelló con más fuerza, se acercaba lentamente y, justo a punto de abrazarnos, vi una sombra por la ventana.

—Alguien nos observa.

—Sh, sh, sh, tranquilo, no es nadie.

Le agarré la piel a puños como si fuera tierra, los latidos de su corazón golpeaban mi pecho ¡Esto es una batalla! De lenguas, manos, ojos, ¡sus ojos! No paraba de temblar, por primera vez sentí lo cerca que podía estar con alguien, me parecía que lo conocía desde hacía años, que en su cuerpo encontré algo que era sólo para mí y ni siquiera sabía su nombre.

Cuando desperté, había cucarachas muertas sobre el colchón, la ventana estaba cubierta por fuera, prendí la luz, en las paredes blancas estaba escrito «pinche puto» con color rojo, me vestí, traté de abrir la puerta, pero estaba atrancada, la jalé con fuerza, comencé a gritar, de golpe la abrieron, caí al piso. Apareció un hombre vestido de negro, alto, gordo, de unos cuarenta años y vociferó:

—Así que te estás tirando al ‘Yogui’.

—¿A quién?

—No te hagas el pendejo.

Al ponerme en pie, me aventó contra la pared, me agarró del cuello, escupió en mi cara y sólo veía cómo sus puños se llenaban de mi sangre.

Cuando desperté, estaba desnudo sobre el colchón, el techo era más alto, las paredes del cuarto eran negras, seguían apareciendo cucarachas. Vi mis pies atados con sogas. Me acordé de la Virgen de la entrada y comencé a rezarle. En un rincón estaba el hombre cuarentón. Estaba desnudo, sólo tenía puestas unas botas negras. Se acerco a mí, puso su pesada mano sobre mi cara y la hundió en el colchón.

—Puedo hacer lo que me dé la gana contigo.

Escupió un gargajo en mi cara.

—¡Entiendes!

Puso su boca en mi cuello, enterró sus dientes, hasta que brotó sangre.

—Esto te pasa por cogerte al ‘Yogui’.

—¿A quién?

—¡Deja de hacerte el pendejo! Ayer hasta tuviste el cinismo de decirme «buenas noches». Cuando me acerqué a la ventana, escuché tus repugnantes gemidos. Yo me trago a los amantes del ‘Yogui’, ¿entiendes?

—No, no entiendo, no sé de qué hablas. ¡Déjame ir! ¿Qué chingados hago aquí?

    

     

Tú eres como nosotros dos, como el ‘Yogui’ y yo. Te gusta lo perverso, ¿verdad, cabrón? Podemos olfatearnos, ¿no crees? ¿No te gustaría hacer un trío? Imagina: tú, yo y el ‘Yogui’, pero él no aceptaría.

 
   

Se montó encima de mí, estaba peludo como una bestia, era tan pesado que no dudé en que devoraba hombres. Comencé a sentir metal sobre mi cuerpo, se trataba de una pistola que recorría por mis pies, entre las piernas, en mi verga; finalmente, la apuntó en mi culo.

—¿Esta es la delgada línea que separa la vida de la muerte? A ti te encantaría, ¿verdad, puto? Eres tan maricón que sé que te mueres de ganas de que apriete el gatillo. Tú eres como nosotros dos, como el ‘Yogui’ y yo. Te gusta lo perverso, ¿verdad, cabrón? Podemos olfatearnos, ¿no crees? ¿No te gustaría hacer un trío? Imagina: tú, yo y el ‘Yogui’, pero él no aceptaría. La última vez que cogimos se asustó, yo tenía esta misma pistola entre mis manos y le disparé en el pie. Desde ese momento, no quiso volver a saber de mí. ¿No te lo contó? ¿No te dijo ni siquiera mi nombre?

—Ni siquiera sabía que le decían el ‘Yogui’, lo conocí ayer en…

—Me vale madres saber en qué putero se conocieron. Me llamo Marco y sabes, el ‘Yogui’ no es tan cabrón como pensaba. Vivimos cinco años juntos y me resigné a su adiós. Con el paso del tiempo, me di cuenta de que este ambiente está lleno de pura mierda o, más bien, no logro encajar con alguien. Él, a veces, hasta leía mis pensamientos, el cabrón es sádico y yo entraba con gusto a su mundo. He intentado recuperarlo, pero es un pinche terco, siempre me dice «Ni muerto regresaría contigo» y quiero comprobar que no miente. Quiero verlo muerto y quiero que lo mate alguno de sus amantes, para que en el último momento de su vida, se sienta una mierda, aquí es donde tu tendrás la gran participación en esta historia. No te dejaré ir hasta que lo mates. A ti no te pasará nada, tendrás que irte corriendo, mientras, esperaré a que llegue la policía y diré que yo fui el culpable. Los pinches cerdos no podrán hacerme nada, porque me daré un balazo para alcanzar rápido al ‘Yogui’ en el infierno, a ver si es cierto que ahí me sigue diciendo que no.

—Búscate a un demente. ¡Déjame ir!

—Y si decides no hacerlo vas a sentir hambre como nunca en tu vida.

En cualquier momento tendría que regresar el ‘Yogui’, pero no fue así. ¿Cómo es que Marco pintó las paredes tan rápido de negro? Estaba seguro de que era el mismo cuarto, porque las paredes, las ventanas, la puerta, el colchón eran los mismos; hasta las repugnantes cucarachas.

A Marco le gustaba golpear mi pecho con sus dos puños; por primera vez, sentí cómo la sangre corría por mis venas. Me ataba con diferentes correas, mi piel estaba abierta, roja y mordida por él. Me contaba historias de su pasado que me intrigaban, empezaron a convencerme de que ‘Yogui’ merecía lo peor. Yo, enfermizamente, comencé a sentir placer. ¿Enfermizamente? Quizás no, no lo sé. ¿Por qué no? Con el paso del tiempo, sus instrumentos de tortura, el cuero, el color negro, se convirtieron en ritos que me sorprendían. ¡Hasta qué punto podíamos llegar! ¿Hasta qué punto se puede llegar a descubrir nuevos mundos a través del sometimiento, el dolor y la locura? Marco era impredecible, el cuarto vacío lo transformaba en diferentes escenarios en los que descubrí que yo me conozco tan poco, en los que vivía intensamente fantasías que me dejaban exhausto. Pero el problema es que no mintió, pasaron días y me daba un trozo de pan cuando le daba la gana.

   
     

  

Cuando salí de la vecindad, a unas cuadras vi el Zócalo, las calles estaban desiertas, el sol comenzaba a salir y, justo al doblar la primera esquina, escuché un solo disparo. ¡Un solo pinche disparo!

   

Cuando Marco salía, me dejaba bien atado, con una bola de metal en la boca, que sentía que, en cualquier momento, iba a reventar mis dientes. Llegué a pensar que Marco ya había matado al ‘Yogui’. ¿Cómo era posible que después de días él no regresara? No dudé de que el famoso y pinche ‘Yogui’ no era más que un cómplice de Marco, que había cámaras ocultas y los dos enfermos se reían de mí.

Una noche en que Marco salió, vi luces de colores a través de los vidrios de la puerta, y una mujer me habló:

—Tienes hambre, lo sé, pero tú tienes la decisión. Agarra el arma.

Pensé que era una broma del pendejo de Marco. Cada vez que él no estaba, aparecían las luces por los vidrios y escuchaba la voz.

—Yo soy la Virgen que viste en el patio, tengo el poder de conocer tus pensamientos, sólo agarra la pistola.

La voz de la mujer se metió en mi mente, pensé que se debía a la falta de comida. ¡Mierda! Ya, hasta la Virgen me hablaba. ¡Yo no soy capaz de matar a nadie! Pero la voz no callaba:

—Agarra la pistola, agarra la pistola, agarra la pistola… ¡y dispara!

—¡Dame ya la pinche pistola!

Marco me quitó las sogas, me vestí, abrió la puerta, vi la misma puta vecindad que me atrapó desde que llegué. Frente a nosotros, estaba el cuarto del ‘Yogui’, caminamos por el patio; mientras, veía la estatua de la Virgen, sus luces destellaban más fuerte. Tocamos la puerta, ‘Yogui’ abrió, Marco lo agarró del cuello y lo aventó contra la pared, ahorcándolo, yo me quedé en la puerta y me gritaba:

—Dispara. ¡Dispárale, pendejo! ¡Ten los huevos!

Apunté a la cabeza del ‘Yogui’, él me miró a los ojos, en los de él destelló luz, recordé esa noche en la que sentí morir cogiendo con él. Aventé el arma contra la pared. Salí corriendo lo más rápido que pude, cuando pasé por la Virgen escuché su voz:

—Volverás por sexo o por tortura.

Cuando salí de la vecindad, a unas cuadras vi el Zócalo, las calles estaban desiertas, el sol comenzaba a salir y, justo al doblar la primera esquina, escuché un solo disparo. ¡Un solo pinche disparo! En mi mente pude ver cómo salían un montón de cucarachas por toda la vecindad, en la pared sangre salpicada, con el mismo mensaje que vi cuando abrí los ojos. ¡Pinche puto!

   

   

 

    

 

 

Miguel Fernando Yacamán Neri (México, D.F., 1985). Licenciado en Letras Hispánicas. Estudió en la Escuela Dinámica de Escritores, dirigida por Mario Bellatin. Actualmente es editor de contenido y corrección de estilo en el estudio de diseño «azulgris.com». Es docente en la materia de español desde hace  tres años.

Su obra literaria se ha publicado en cuatro antologías por parte de la Universidad Autónoma de Aguascalientes. Ha colaborado también con obras de creación en diversas revistas, como “Picnic”, “Crítica”, “Parteaguas”, “Tierra Baldía” y “Punto de Partida”, entre otras. Ha participado en diferentes talleres de creación literaria con maestros, como Salvador Gallardo, Mario Bellatin, Daniel Sada, Alberto Chimal y en la Universidad del Claustro de Sor Juana en Creación Literaria y Redacción. Con el apoyo del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes 2010, ha terminado su novela corta Los ángeles del último sueño.

Ha recibido varios premios literarios: cabe entre ellos haber sido distinguido con el segundo lugar en la sección de ‘Narrativa’ del premio “Punto de Partida”, patrocinado por la UNAM 2009 y premio “Elena Poniatowska” de 2009, convocado por la Universidad Autónoma de Aguascalientes.

    

    

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Bimestral de Cultura. Año X. II Época. Número 74. Noviembre-Diciembre 2011. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2011 Miguel Fernando Yacamán Neri. © Las imágenes, extraídas a través del buscador Google de diferentes sitios o digitalizadas expresamente por el autor, se usan exclusivamente como ilustraciones, y los derechos pertenecen a sus creadores. Edición en CD: Director: Antonio García Velasco. Diseño Gráfico y Maquetación: Antonio M. Flores Niebla. Diseño Gráfico y Maquetación: Antonio M. Flores Niebla. Depósito Legal MA-265-2010. © 2002-2011 Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga.