N.º 67

MAYO-JUNIO-JULIO 2010

2

    

    

   

   

   

   

   

EL ESCRITOR

   

Por  Elena Ortiz Muñiz

   

   

T

an sólo deseaba, a través de sus letras, ser inmortal, afamado, querido... Ponía el alma entera cada noche para hacer los más bellos versos que lo colocaran en un plano irreal.

Flaco, desgarbado, con el pantalón zurcido y rezurcido y la misma camisa lavada y relavada, caminaba ojeroso y cansado con sus obras bajo el brazo todas las mañanas hasta las oficinas de Correos, pegaba los timbres correspondientes y las enviaba a las editoriales de costumbre.

De regreso en casa, desayunaba pan duro y café más aguado que negro. Mientras sorbía, pensaba que su vida podía cambiar en cualquier momento... y cuando fuera un escritor bien remunerado, tomaría café con leche y pan recién hecho para el desayuno... Mientras tanto, sólo quedaba aguantar lo duro, lo aguado, lo negro, lo rezurcido y lo relavado.

A veces, el cartero aparecía golpeando la puerta de su apartamento y sacudiendo sus emociones con la imagen de una esperanza envuelta en sobres de papel bond. Los abría con desesperación para leer las mismas respuestas de siempre; a veces, dichas con piedad; otras, implacables; algunas, crueles… pero todas devastadoras: «Por el momento, nuestra editorial no está interesada en publicar sus obras, pero agradecemos, de cualquier manera, su deferencia».

Entonces arrojaba al rincón del armario el escrito devuelto y se quedaba encerrado días enteros llorando su desgracia, envidiando a aquellos escritores mediocres que, sin embargo, habían logrado publicar.

   
     

 

Sin embargo, él ponía el alma entera al escribir, desnudaba su corazón y se entregaba por completo a su trabajo. A veces, al releerlo para afinar los detalles, se conmovía con sus propias historias.

   

Miraba cada tarde desde su ventana hacia el parque, que, invariablemente, estaba concurrido, hasta encontrar al señor de bigote que siempre a las cinco en punto se sentaba en un banco para leer el libro que llevaba bajo el brazo. Ayudado por sus binoculares, trataba de ver el título. Al tipo le gustaba de todo sin distingo de nacionalidades, sexo, corriente filosófica o género literario. Lo había visto devorarse completas las obras de Platón, Dickens, Saramago, Isabel Allende, Coelho, Carlos Marx, Homero, de la Vega, Shakespeare, La Fontaine, Byron, Machado, Rulfo, Ortega y Gasset, García Márquez, de la Portilla, Benedetti, Cervantes, Oscar Wilde. Lo examinaba mientras aquel leía, a veces con aburrimiento, otras con total concentración. En ocasiones, una lágrima furtiva resbalaba de sus ojos, cuando no, el ceño fruncido, como desaprobando el desenlace o las teorías presentadas. Presenciaba sus sonrisas, la mirada melancólica que se quedaba por minutos después de cerrar el libro, la avidez con que pasaba las hojas deseando saber más, queriendo llegar al final.

El escritor se quedaba entonces recostado en su desvencijada cama pensando: «Algún día, será un libro mío el que tenga entre sus manos, lo miraré desde aquí grabando en mi mente cada uno de sus gestos, tratando de adivinar el capítulo en el que está por sus reacciones. Terminará el libro y una lágrima aparecerá acompañada de un suspiro. Lo veré cerrando mi obra mientras, con la palma de su mano, acaricia la portada como agradeciendo los buenos momentos que le brindé a través de mis letras. Entonces sabré que he conquistado mis sueños».

Pero los días se convertían en semanas y las semanas en meses sin que las puertas de las editoriales se abrieran en su dirección; sin embargo, él ponía el alma entera al escribir, desnudaba su corazón y se entregaba por completo a su trabajo. A veces, al releerlo para afinar los detalles, se conmovía con sus propias historias. Sentía y sabía que era bueno en ello, sólo necesitaba una oportunidad… ¡La necesitaba tanto!

Quizás por su empeño, o por la visión de su ropa descolorida a fuerza de tanto uso, lavado y zurcido, o tal vez porque el café aguado era desagradable hasta para ella que no era quien lo bebía, la Fortuna se compadeció de él y le sonrió. Una tarde de mayo, el cartero entregó al inquilino de apariencia rara y lánguida un sobre, que aquél recibió con resignación imaginando que la respuesta sería la misma de siempre. Aunque ésta era más bien una carta, no traía la obra devuelta. Una luz de esperanza brilló en su interior sacudiéndolo. Con manos temblorosas abrió la misiva extendiendo ante sus ojos la hoja de papel membretado en la que resaltaba el nombre de la editorial.

Comenzó a leer con nerviosismo hasta que llegó al renglón tantas veces anhelado: «…por lo tanto, hemos decidido publicar su obra…». Salió corriendo como un loco del edificio hasta el parque, las palomas volaron en todas direcciones precipitadamente evitando que el desaforado terminara por pisarlas, corrió alrededor de la fuente con los brazos levantados mientras gritaba de felicidad. La gente que pasaba cerca de él apresuraba el paso pensando que estaban frente a un deschavetado sin remedio. Miró al hombre de bigote, que se disponía a sentarse en un banco como todas las tardes para leer su libro. Corrió hasta él y, tomándolo de la mano, le dijo con euforia:

—Soy Víctor Cavazos. Recuerde mi nombre: Víctor Cavazos. Dentro de poco nos veremos en este parque… quiero decir, me leerá en este parque.

Y sin más, salió dando brincos y grandes zancadas mientras el hombre lo miraba desconcertado.

Su novela fue todo un éxito. Se mudó a una casa con jardín. Ahora vestía con ropa elegante, viajaba en auto con chófer, la editorial le pedía más libros: ya había cumplido con la entrega de dos, que corrieron la misma suerte del anterior. Desayunaba todas las mañanas café con leche y pan recién horneado. Le pedían colaboraciones de todos lados, lo solicitaban para que diera conferencias, se imprimían cada año agendas con fragmentos de sus obras y frases de su autoría, que se terminaban apenas salían al mercado. Viajó por todo el mundo, se casó tres veces. Triunfó, pero no era feliz.

Finalmente, su tercera esposa lo abandonó también, descubrió que la casona era demasiado grande para él solo, se sentía desolado, sin un amigo verdadero en quien confiar, sin amor, sin hijos. Con gran fama y mucho dinero, pero, al mismo tiempo, sin nada.

Comenzó a extrañar su apartamento de paredes descascaradas y viejas y la vista a ese parque que le dio tantas historias y tantos personajes para sus obras. Fue hasta el desván y sacó una caja de cartón empolvada en donde guardaba aquellos textos tantas veces rechazados por las editoriales y que, desilusionado, jamás había vuelto a abrir. Se los entregó a su agente para que un corrector los pusiera en orden y los fuera entregando a la editorial cada vez que le solicitara un nuevo trabajo. Salió de su mansión con lo que pudo meter en una maleta con la intención de no regresar. Llegó hasta las puertas de aquel edificio desvencijado en el que, por suerte, el apartamento que una vez habitó estaba desocupado y listo para ser alquilado. No lo pensó dos veces, pagó todo un año por adelantado y regresó a su vieja guarida donde tantos sueños había fabricado.

Estaba desconcertado, deprimido, desubicado, se sentía vacío. No comprendía por qué, si había logrado cumplir todas sus metas, estaba tan solo y sin pretensiones por las cuales esforzarse y luchar. A fuerza de tanto pensar, llegó a la conclusión de que habiendo alcanzado lo soñado, el error estuvo en no fijarse nuevas metas: si la vida no tiene obstáculos ni quimeras, deja de ser vida y comienza a ser el principio de la muerte. ¡Pero él sólo tenía 34 años! No podía ser posible que su existencia culminara ahí. Se acercó a la ventana y miró el parque. Parecía que el tiempo no había pasado en aquel lugar, todo seguía igual: las mismas personas, los mismos bancos, los mismos atardeceres.

Lo vio caminando, el hombre de bigote llegaba puntual a la cita, eran las cinco en punto. El escritor salió corriendo del inmueble, se sentó en el banco frente a él y miró el libro que lo ocupaba: Un cielo despejado, el autor era Víctor Cavazos. Se quedó ahí, observándolo pasar las hojas absorto en la historia. Una tras otra, las letras escritas en las páginas eran devoradas por él, que humedecía sus dedos para deslizarlas con más facilidad. Iba a la mitad de la historia, por sus gestos Víctor imaginaba en qué parte:

—Capítulo VI —pensó—. Cuando descubren que la niña tiene leucemia; a partir de ahí se desencadena la parte más sentimental de la historia.

Después de un buen rato, el hombre cerró el libro, aún no lo había terminado. Suspiró melancólicamente y, con el dorso de la mano, se empezó a limpiar las lágrimas de los ojos. El autor lo miraba conmovido y recordó las palabras pronunciadas una tarde: «Algún día, será un libro mío el que tenga entre sus manos, lo miraré desde aquí grabando en mi mente cada uno de sus gestos, tratando de adivinar el capítulo en que está por sus reacciones. Terminará el libro y una lágrima aparecerá acompañada de un suspiro. Lo veré cerrando mi obra mientras con la palma de su mano acaricia la portada como agradeciendo los buenos momentos que le brindé a través de mis letras. Entonces sabré que he conquistado mis sueños».

Se acercó al hombre y, sentándose junto a él, le extendió un pañuelo. Aquel lo recibió agradecido y terminó de secar sus ojos humedecidos. Sacó una libreta y una pluma y escribió: «Gracias».

Víctor lo miró desconcertado. El hombre escribió: «¿Le pasa algo?».

   
     

 

Miraba, cada tarde, desde su ventana hacia el parque, que, invariablemente, estaba concurrido, hasta encontrar al señor de bigote que siempre a las cinco en punto se sentaba en un banco para leer el libro que llevaba bajo el brazo.

   

El escritor tomó la pluma y respondió con su peculiar letra de molde: «Desde hace mucho tiempo lo veo sentarse en esta banco a leer. Pensé que era usted profesor o algo parecido. De pronto, descubro que no puede hablar… Y no es que sea inaudito no hablar, sino que ahora lo admiro más».

«Me llamo Ernesto. Soy sordomudo —garabateó el caballero—. Me encanta leer porque los autores logran decir por escrito lo que yo no puedo oralmente. Mis padres me ocultaban porque sentían vergüenza de mí. No tengo estudios, mi esposa me enseñó como pudo a leer y escribir; desde entonces, los libros han sido mi refugio en este mundo sin palabras. No tengo dinero para comprarlos, pero un hombre me los presta y, a cambio, yo arreglo su jardín».

Víctor empezó a llorar conmovido. No sabía qué decir. «El libro que tiene entre sus manos —escribió— es mío. Yo soy Víctor Cavazos, alguna vez, cuando sólo era un aspirante a escritor, mirándolo desde mi ventana, juré que un día estaría usted aquí sentado leyendo un libro mío y lo vería llorar conmovido; sin embargo, soy yo el que está enternecido leyendo sus palabras».

El escritor volvió a su apartamento, pero nunca su vida fue la misma. Comenzó a descubrir cosas de las que antes no era consciente por estar inmerso en sus sueños propios sin preocuparse de sus semejantes. Se dio cuenta, por primera vez, del gran compromiso que supone ser leído, de los alcances que las palabras pueden llegar a tener y de tantas cosas que podía realizar a través de la notoriedad y fortuna adquiridas.

La casona en que vivió aquellos años de fama y bonanza se convirtió en una biblioteca gratuita. Su vida vacía se llenó con buenas obras, gracias a la fundación “Don Ernesto”, que ayudaba a que cualquier persona sin distingo de edad, sexo, raza, religión, situación económica o discapacidad pudieran estudiar y aprendieran a leer y escribir para que lograran descubrir ese mundo lleno de posibilidades sin límite que ofrecen los libros y, de esta manera, encontraran una motivación para salir adelante.

Se quedó a vivir en ese cuartito frente al parque, aunque nunca volvió a portar ropa gastada, vieja y zurcida. A veces, desayunaba café negro y pan del día anterior para no perder la humildad. Nunca olvidaba mirar hacia el parque en donde don Ernesto, siempre a las cinco en punto, llegaba con su libro bajo el brazo, ése que cada semana la fundación que él había inspirado con su historia le enviaba gratuitamente hasta su casa y lo saludaba con la mano antes de sentarse a escribir.

   

   

 

    

 

 

Elena Ortiz Muñiz (México, D.F., 1971). Licenciada en Ciencias de la Comunicación por la Universidad Franco Mexicana (Naucalpan de Juátez, México), ha publicado en diversos medios electrónicos y en papel de Canadá, España, Argentina, Uruguay y México. Ha participado en la redacción de las antologías Mejores Textos del 2008 y Mejores Textos del 2009 (edición digital de “El Rincón de los Escritores”), así como en la Antología Iwith 2008 (Bubok Publishing, Madrid). Es autora de los libros Fe, Corazón y Alegría (Bubok Publishing, Madrid, 2008) y Palabras Alígeras (Editorial Hipálage, Sevilla, España, 2010). Su capacidad creativa le ha valido un accésit y la mención especial en el I Concurso de Relatos convocado por la revista literaria Katharsis; y ha sido finalista del II Concurso de Microrelatos de la web Abogados.es (Septiembre-Diciembre 2009) y del Primer Certamen de Cartas de Amor (Biblioteca de Arucas, España). Es subdirectora de la revista literaria “MOLINO DE LETRAS”.

    

    

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Bimestral de Cultura. Año IX. II Época. Número 67. Mayo-Junio-Julio 2010. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2010 Elena Ortiz Muñiz. © 2002-2010 Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga.

    

    

PORTADA

TÍTULOS PUBLICADOS