A MARIO VARGAS LLOSA LE fascinan los impostores.
Como el gran artista que es, sabe diferenciar entre
el aspecto ético de un asunto y su vertiente
estética. Entre sus personajes, sin duda, el más
dotado para elevar el engaño a la categoría de arte
es la protagonista de Travesuras de la niña mala
(Alfaguara, 2006), que parece no vivir sino para
atrapar al resto de la humanidad en sus redes de
seducción. Y sacar buen partido de ello, faltaría
más. Como si representara el arquetipo ideal en el
que se inspiró Nietzsche para una de sus aceradas
reflexiones sobre la naturaleza humana: «En la
medida en que el individuo pretenda subsistir frente
a otros individuos, en un estado natural de las
cosas, generalmente utiliza su intelecto sólo para
el disimulo». La niña mala no hace otra cosa, al
emplear una inteligencia extraordinariamente aguda,
un carisma perturbador, para abrirse paso en la
carrera de la vida. Que ella entiende,
prácticamente, en términos darwinianos. En un mundo
hostil, sólo el mejor adaptado sale adelante. La
impostura, aquí, deviene un instrumento de la
selección natural para convertir a nuestra
protagonista en la más fuerte.
La niña mala, en resumen, encaja como un guante en
uno de los perfiles de mentiroso definidos por José
María Martínez Selva en La Gran Mentira (Paidós,
2009): «el fabulador, dotado de una fantasía
desbordada y poco común, quien a mundo se convierte
en un aprovechado que no puede vivir sin desplumar a
los incautos con imaginación, creatividad y
ocasionalmente con algún toque de genialidad». Para
este espécimen humano, en el que la falta de
escrúpulos se mezcla con el talento, el mundo no es
sino un gran teatro donde deslumbrar al público con
sus alardes y explotar convenientemente las
sucesivas imágenes plausibles de sí misma. En ella,
la mentirosa que miente por el placer de mentir y la
que busca el beneficio propio coinciden plenamente.
TRASCENDER LO ROSA Y ALCANZAR LUEGO UNA MEZCLA
EXTRAORDINARIA DE LO DRAMÁTICO Y LO CÓMICO
Como si se propusiera un más difícil todavía, Vargas
Llosa comienza esta novela dentro de los esquemas
convencionales del género rosa, para después
trascenderlos y alcanzar una mezcla extraordinaria
de lo dramático y lo cómico. Durante toda su vida,
Ricardo Somocurzio va a estar rendidamente enamorado
de una mujer que le engañará una y otra vez, tanto,
que su figura no cesa de escurrírsele entre los
dedos. Enamorado de una mujer que le hará mil
perrerías, algunas de increíble crueldad. Por más
que las apariencias apunten en una dirección, nunca
sabe cuándo el teatro va desplazar a la verdad,
suponiendo que este último concepto posea aún
sentido. En el fondo, su actitud responde a la
necesidad típicamente humana de creer lo que se
necesita creer. «El mismo hombre tiene una tendencia
incoercible a dejarse engañar», escribió Nietzsche.
Igual que el público de un teatro disfruta de
felicidad cuando los actores le mienten, Ricardo
requiere que su niña mala le deslumbre con
cualquiera de sus cuentos para que su vida, gris y
mediocre como la de cualquier burgués, adquiera de
pronto significado.
EL LECTOR TERMINA LA NOVELA NO ODIÁNDOLA, LLEGANDO A
COMPRENDER INCLUSO QUE RICARDO LA AME
Sin embargo, al cerrar el libro, la magia del
escritor ha obrado el milagro: el lector no odia a
esa artista del camuflaje, a esa criatura
desquiciante en la que realidad y ficción llegan a
confundirse. No la odia sino que comprende que
Ricardo la ame “como un becerro”. Porque, por algún
misterio difícil de explicar, ella también nos ha
cautivado. Y la contemplamos con los ojos enamorados
del narrador. Tanto es así que sus increíbles
peripecias, algunas extremadamente graves, no tienen
más importancia en realidad que simples
“travesuras”.
¿A qué se debe esta fascinación? Al talento del
narrador, desde luego, pero tampoco está de más
recordar un fenómeno que apunta Martínez Selva, la
tolerancia social hacia la mentira del débil. Una
mentira que encuentra comprensión si atrae por el
ingenio de su artífice, que ha de ser un embaucador
simpático. En cierto modo, eso es lo que sucede aquí
con nuestra perversa y carismática cenicienta.
¿Quién no ha soñado con ser millonario alguna vez? A
lo largo de los años, ella se crea sucesivas
identidades con las que intenta, a toda costa, dejar
atrás su pasado de pobreza para subir todo lo
posible en la escala social. Como nos dirá su padre
hacia el final de la historia, desde pequeña soñó
con lo que no tenía, con ser como los blancos y
ricos. Al servicio de este sueño, no duda en crear
explicaciones plausibles para todo. De apariencia
impecable, pero que sólo confunden a su víctima
porque éste quiere ser confundida. La impostura se
revela entonces como un rostro bifronte: implica que
alguien no dice la verdad, pero también que otro
alguien está dispuesto a tragarse sus falsedades o,
al menos, a mirar hacia otro lado.
EL COMIENZO DE SU CARRERA POR LA AUTOPISTA DE LAS
MENTIRAS
La “niña mala” comienza su carrera por la autopista
de la falacia con una travesura más o menos
inocente: se hace pasar por chilena para captar así
la atención de la buena sociedad miraflorina. Hasta
que un mal día termina desenmascarada, lo que supone
el inmediato ostracismo. Descubierta la pantomima,
sus amigas “decentes” dejan de frecuentarla. ¿Cómo
se atreve una advenediza a intentar introducirse en
los círculos selectos?
En los años sesenta, Lily se transformará en la
camarada Arlette, una revolucionaria en un París
bajo el influjo del mito castrista. La realidad, sin
embargo, es que la política le importa muy poco.
Endiabladamente camaleónica, ha comprendido
enseguida que la militancia de extrema izquierda es
el pasaporte que le permitirá salir del Perú y
conocer mundo. Si por el camino ha de inventarse un
currículum revolucionario, pues lo inventa. Primero
perteneció a la Juventud Comunista, de donde pasó al
MIR (Movimiento de Izquierda Revolucionaria).
Supuestamente porque comprendió que este último
partido constituía la verdadera izquierda. Acabará
en Cuba, donde, como la trepa inigualable que es,
conseguirá hacerse un hueco entre los círculos más
influyentes, hasta el punto de que se dice que
comparte no sólo la mesa, también la cama de los
comandantes. ¿Es eso cierto? Tanto da, porque la
leyenda forma parte de su magnetismo.
MATRIMONIO CON UN FUNCIONARIO FRANCÉS
Se rumorea que vive un tórrido romance con un
cubano, pero lo cierto es que termina casada con un
francés, Robert Arnoux, encargado de negocios de la
embajada francesa y futuro ministro consejero. ¿Se
ha enamorado de él? Es evidente que no. Sólo busca
un “buen partido” o, en términos más inmediatos,
salir de Cuba y regresar a París. Frente al
diplomático galo, Ricardo, un simple traductor de la
Unesco, un pichiruchi, delicioso peruanismo
equivalente a “pobre diablo”, no puede plantear una
oferta competitiva. De todas formas, ella acaba por
aceptar su oferta de vivir en pareja, aunque para
eso tiene que asumir un nuevo desdoblamiento, el de
interpretar el personaje de mujer fiel.
Sabe perfectamente lo que no quiere: llevar una vida
gris, mediocre. De ahí que su ambición la empuje a
una constante insatisfacción frente a lo real: nada
es suficiente, menos aún ser la esposa de un
pichiruchi, al que ama en el fondo, aunque muy a
su manera. Ante una realidad siempre por debajo de
sus deseos, su salida es crear un alter ego,
una mujer bella y sofisticada de irresistible poder
de manipulación, siempre dispuesta a escapar cuando
el tedio se vuelve demasiado insoportable. La
espantada, en sus manos, se vuelve un estilo de
vida.
UN ESTILO DE VIDA: LA APARIENCIA QUE SATISFACE A LOS
DEMÁS
Dicho de otra manera: nuestra protagonista manipula
en beneficio propio las distintas máscaras con las
que expresamos nuestra identidad personal. Como
apuntó la historiadora Carmen Iglesias, somos una
cosa u otra en función de un contexto determinado,
en el que se espera de nosotros ciertos
comportamientos. Estos papeles sociales vienen a ser
una suerte de compartimentos estancos, al no
interferir entre sí. Todo ello es resultado de una
sociedad en la que el individuo se ve fuertemente
condicionado por la opinión de los otros. De ahí que
adopte distintas apariencias con las que satisfacer
diferentes expectativas. La niña mala se mueve con
singular maestría en esta dimensión difusa de la
vida, ofreciendo a los demás una representación de
sí misma que tiene que ver menos con ella que con
las percepciones ajenas. Los otros, al mirarla, en
realidad se ven a sí mismos.
No sospecha que, con este juego continuo de
mentiras, sólo va a conseguir asomarse al abismo,
porque cada una de sus sucesivas parejas resulta, en
términos humamos, más miserable que la anterior.
Lily vendría a ser un don Quijote invertido, en el
sentido de que busca su propio provecho, no el de
los demás, aunque, igual que el hidalgo manchego,
vive dentro una fantasía. Llega un momento en que
ninguno de los dos acierta a distinguir la realidad
de sus delirios, una incapacidad que acaba pagando
cara al estrellarse contra sus respectivos molinos
de viento.
UN FINAL MUY EN LA LÍNEA QUIJOTESCA
En el caso de la niña mala, ese descarnado
pragmatismo en apariencia tan apegado a la realidad
pura y dura, se revela, con el paso del tiempo, tan
ficticio como los sueños del romántico más loco. El
dinero es «la única felicidad que se puede tocar»,
afirma en cierta ocasión, porque cree que sólo ese
instrumento le permitirá gozar de la vida sin la
sombra amenazante del futuro. Pero lo cierto es que,
en su persecución de esta dicha tangible, sólo ha
encontrado desgracias. ¿Dónde está, pues, su error?
Vargas Llosa, probablemente, nos diría que una cosa
es la ficción como ejercicio literario y otra muy
distinta confundir, en la vida real, lo que es con
lo que desearíamos que fuera. El que confunde ambos
planos se expone, por definición, al desastre. |